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Dicen que los nascituros perciben los estados de ánimo de la madre y sufren o disfrutan de ellos, según los casos, cuando aún están en su vientre…
El 18 de julio de 1936, a primera hora de la mañana, mi padre, el periodista Fernando Sánchez Monreal, que tenía veintiséis años y dirigía a la sazón una de las dos agencias de prensa más importantes del país, salió de casa con un maletín en el que había metido varias mudas y se subió al taxi que a reglón seguido puso rumbo al sur mientras mi madre, en el sexto mes de gestación, maldecía desde el mirador al hombre al que amaba y con el que había contraído venturoso y, a la vez, aciago matrimonio un par de años atrás.
Mi padre retaba de ese modo al destino con el propósito y la esperanza de recabar información directa sobre lo que se estaba horneando en las dos orillas del Estrecho. El general Francisco Franco, futuro caudillo de la España Nacional (curiosa redundancia), había volado desde Canarias hasta Melilla para capitanear la sublevación castrense que la víspera se había producido en esa plaza de soberanía sujeta hoy a revisión por la incompetencia de un Gobierno parricida y la inteligencia de un déspota con chilaba.
Es de suponer que yo, que tenía ya algo más de seis meses de vida (ésta empieza cuando el espermatozoo fecunda el óvulo, por eso el aborto es un homicidio), escuché y acusé en mi incipiente conciencia el redoble de angustia sufrida aquella mañana por mi madre.
Pero dejemos eso…
Mi padre no reapareció nunca. Su cadáver sigue perdido en cualquier fosa anónima de las muchas que dejó tras de sí la guerra.
Hoy, nada más despertarme, colgué este tuit en mi cuenta: «18 de julio… Una fecha crucial. Nadie debería permanecer indiferente en lo relativo a ella. Yo no lo estoy. A mia padre le costó la vida; a José Antonio también. Las dos Españas. Una maldición. Lean mi novela “Muertes paralelas” (Premio Fernando Lara, Planeta). Buenos días».
Luego, unos minutos más tarde, añadí un segundo tuit: «Hoy se llenan de falsedades, entreveradas con algunas verdades, los medios de comunicación, las redes sociales, las tertulias, las conversaciones… Sólo pueden opinar, a mi juicio, con conocimiento de causa y, por ello, veracidad quienes nacieron, grosso modo, antes de 1960».
Y aún llegaría un tercer tuit reconociendo que el segundo era discutible y, quizá, injusto, pero en el que aclaraba que yo sólo doy credibilidad absoluta a las opiniones respaldadas por la verificación directa y no por lo que me cuentan quienes carecen de ella.
Opiniones, he dicho. No interpretaciones ni informaciones. Por supuesto que todo el mundo, incluyendo a los nacidos después de 1960, tiene derecho a opinar, pero su opinión será, en líneas generales, la de quienes se lo han contado o, bona fide o con mala fe, lo han historiado.
Es obvio que en esos tuits me estaba mordiendo la lengua para no incurrir en las iras de la Ley de Memoria Democrática, que no sirve a los intereses de la reparación y la reconciliación, sino a los del permanente enfrentamiento y hostigamiento.
Trincheras y más trincheras.
Concluyo ya y lo hago con una cita de Antonio Machado. Es muy conocida. Alude al busto que le dedicó el escultor Emiliano Barral y dice: «Y, so el arco de mi cejo, / dos ojos de un ver lejano, / que yo quisiera tener / como están en tu escultura: / cavados en piedra dura, / en piedra, para no ver» (1922).
Lo dicho: lean, si tienen voluntad, ganas y tiempo, mi novela «Muertes paralelas». Salió en 2006, pero podría haberla escrito hoy. La guerra no ha terminado.
¡José Antonio! ¡Presente! ¡Fernando Sánchez Monreal! ¡Presente!
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