Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Abogado
El sistema liberal parlamentario surgido de la Constitución de 1978 está basado teóricamente en el principio del mandato representativo en virtud del cual, la relación representativa de los diputados y senadores proviene de sus electores, sin que en el ejercicio de su función representativa quepa la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario. Es más, el artículo 67.2 de la Carta Magna prohíbe expresamente el mandato imperativo, si oías bien dicha prohibición no está pensada tanto en el de los electores sino en el de los partidos políticos.
Pero la realidad es que los partidos políticos, verdadero “electorado” de diputados y senadores –cuyos sanedrines deciden quién se presenta y quién no- han convertido en papel mojado la norma constitucional, estableciendo en la práctica un férreo mandato imperativo sobre los representantes en Cortes, anulando de forma absoluta su carácter representativo, mediante sanciones y amenaza de exclusión.
Ello convierte a diputados y senadores en auténticas comparsas o mariachis perfectamente prescindibles, pues bastaría con que las direcciones de los partidos elegidos apretasen el botón correspondiente con el número de escaños obtenidos cada vez que toca votar y nos ahorraríamos los españoles el sueldo de 350 diputados y 266 senadores, más el gasto inherente a sus escaños.
Esta realidad incontestable adquiere tintes verdaderamente escandalosos en el actual escenario surgido del resultado dos elecciones sucesivas y a las puertas de unas terceras. Naturalmente sus Señorías han percibido puntualmente sus emolumentos y generosas indemnizaciones por la disolución de las cámaras, pero salta a la vista que ninguno de los 350 diputados se considera concernido por la opinión de sus electores –y contribuyentes- sino que obedecen ciegamente las consignas de su verdadero electorado, que no es otro que la cúpula de su partido. Ni una sola voz entre tantos parlamentarios –tampoco los que presumen de ser “las fuerzas del cambio” o “la nueva política”- se ha dignado alzarse para reivindicar el mandato representativo y tratar de desbloquear la situación, incluso enfrentándose al criterio de sus partidos. Ninguno de ellos siente el peso de otra responsabilidad que la de seguir sin rechistar la disciplina establecida por quienes han tenido la amabilidad de colocarlos en tan provechoso cargo. Siendo las cosas así, tal vez habría que plantearse si el sueldo de sus señorías debe salir del bolsillo del contribuyente o de las arcas de sus partidos, porque a éstos deben su escaño, sólo ante ellos responden y sólo a ellos obedecen. Medios y analistas se rasgan las vestiduras ante la contumacia de los partidos en el actual bloqueo pero nadie denuncia el verdadero cáncer de nuestro sistema que no es sino la falta clamorosa de representatividad –y de dignidad- de los representantes del pueblo que asisten tan cómodos como impávidos al juego de estrategia de los jefes de sus partidos -quienes, con olímpico desprecio a España y a los españoles, sólo se guían por las perspectivas de poder- olvidando que las prebendas de su cargo vienen de su condición de representantes de la soberanía popular y son los ciudadanos los que empiezan a estar ya hasta las narices de tanta desvergüenza y falta de responsabilidad.
Más vale honra sin escaño que escaño sin honra, pero mucho me temo que se disolverán de nuevos las cámaras y no habremos visto a ni uno sólo de los 616 padres de la patria reclamar en voz alta su derecho y su deber de velar, antes que por los intereses de sus partidos, por los intereses de España y de los españoles, a quienes en teoría representan y de quienes reciben sus pingües emolumentos.