Última columna de Pascual Tamburri.
Rogamos una oración por su alma.
Pascual Tamburri
Sin haber terminado de morir la civilización europea, su sucesora progre y materialista ha empezado a agonizar. Porque ya tiene respuestas y alternativas.
Doña Emilia Pardo Bazán hablaba en Los Pazos de Ulloa de esa oprimente “tristeza inexplicable de las cosas que se van”. Se refería a los últimos restos de un tiempo y un modo de ser y de vivir que no iba ni a renacer ni a sobrevivir. En su caso, el de la hidalguía rural sin salida ya en el siglo XIX, como esa doña Nucha que se aterroriza sintiendo “que el asiento se desvencijaba, se hundía; que se largaba cada pedazo del sitial por su lado sin crujidos ni resistencia”. Y sí, cuando algo se deshace a nuestro alrededor lo notamos. De nada sirve negar la evidencia, cerrar los ojos o soñar una imposible involución.
La liquidación de la sociedad tradicional, quizá más tardía en España pero ahora mismo tan completa como en el más moderno de los países, y más que en algunos, implica el triunfo no sólo teórico sino efectivo de los valores de la modernidad. Y su articulación progre, despiadada, hortera, llámese como se quiera. El proyecto mundialista triunfa hoy porque una sociedad desestructurada, sin firmes creencias, con valores relativizados, es mucho más fácil de manipular, es mucho más fácil que no se resista a perder la soberanía de su país, es mucho más fácil que no defienda la Patria, que no defienda la familia. Han creado un individuo indefenso, han creado sociedades indefensas que se convierten en verdaderos rebaños que pueden pastorear desde el poder sin la menor dificultad. Si a eso le sumas el asentamiento del dogma relativista, el “todo vale”, explicamos la situación actual. Junto a magros restos de las comunidades que fueron la PostModernidad afirma el egoísmo, materialismo, inmanentismo, mundialismo cultural, económico y político. Es decir, la nula preocupación por el mañana, por la comunidad, por lo permanente. De hecho, la misma idea de Permanencia es ya herética. Chirría en los oídos de un joven “bien educado” de hoy como chirriaban en un buen burgués progresista los restos de la hidalguía en la España del siglo XIX.
Pero la naturaleza humana no cambia, tiene demandas que la Modernidad (liberal capitalista o progre socialista, tanto da) no satisface. “El hombre sin historia, sin cultura, sin país, sin familia y sin civilización no es libre: está desnudo y condenado a la desesperación”, escribe el filósofo quebequés Mathieu Bock-Côte. Y por eso resulta que el Sistema moderno, sin haber aún completado su victoria mundial, se enfrenta a la decepción, a la desesperación de su interior, y al surgimiento en éste de unas alternativas nuevas.
Es fácil caer en la desesperanza. Tenemos que tener claro que hay cosas que “se van”, es más, que se han ido ya, que no van a volver, que no van a ser como fueron. Que no volverán por sí mismas, ni por un milagro harto improbable, ni por una insistencia en la nostalgia de lo que fue o, mucho peor aún, de lo que algunos quieran imaginarse que fue. La memoria es imprecisa y a menudo sectaria. Pero que el camino no vuelva atrás no quiere decir que no siga adelante, ni que haya que renunciar a ser, y a renacer, y a construir sobre los principios que la mezquina modernidad materialista ha tratado de destruir creando sólo tristeza y desilusión.
Giulio Meotti recordaba, sí, que los centros católicos de Quebec están vacíos, que “en la iglesia de San Judas de Montreal, los entrenadores personales ocupan el lugar de los sacerdotes católicos”. Pero el mundo progre, hecho de apariencias, de hipocresías, de gimnasio y de postureo, es tan insatisfactorio como el mundo capitalista, como el mundo marxista o como su caricatura separatista en España. Hay en la sociedad una insatisfacción tal, que no tiene respuesta en las Grandes Verdades Oficiales, que empieza a chirriar como todos los mundos que agonizan. Es verdad, “no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo, parece que son las únicas que le dan de pensar”, pero la crítica al mundo de ayer es legitimación sólo muy menguante y muy parcial para los males de hoy, del mismo modo que la memoria sectaria del franquismo sólo justifica ante los más sumisos los desmanes del hoy, sea diestro o zurdo. Hay una demanda insatisfecha de respuestas a las grandes cuestiones, una demanda de Comunidad.
Al mismo tiempo que la Modernidad vence, se sienten ya en ella las grietas, que en algunos países se ven aunque oficialmente se nieguen. ¡Qué de gentes diversas en España coinciden en defender al progre Macron frente al primer partido en la voluntad de los franceses, por ejemplo! Pero las cosas son así: torpe, confusa, desorientada, no sólo hay una resistencia al Sistema sino que éste ve cómo las alternativas le surgen desde dentro. No regresos a nada, sino futuros por descubrir. Incompatibles desde luego con el simple juego a la nada de quien sólo quiere apuntarse un tanto sin renunciar a sus comodidades burguesas; pero futuros, al fin. Pobre mundo moderno, que se nos muere sin haber terminado de llenar todos los corazones. Quizá porque negó que los tuviésemos, o sólo quiso bolsillos y otros orificios.