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Alhucemas. Por Fernando Paz
Antecedentes.
A comienzos del siglo pasado el colonialismo europeo vivía sus mejores momentos, justamente mientras España pasaba por los peores. La pérdida de las últimas posesiones en el Caribe, de los archipiélagos en el Pacífico y de Filipinas, había llevado a nuestro país al nadir de su presencia internacional. Fuera de la península y de Baleares y Canarias, la soberanía española sólo se mantenía en las ciudades de Ceuta y Melilla – y en los minúsculos peñones, islas e islotes frente a ellas –, en los casi abandonados territorios ecuatoriales africanos y en los de la costa noroccidental saharaui.
El dominio europeo, extendido a lo largo del siglo XIX en forma de simple ocupación del continente negro, ocasionalmente adoptaba otras vías allá donde encontró la existencia de culturas antiguas y de un cierto grado de civilización, como sucedía en Asia, y en el norte de África: el protectorado.
Este consistía en mantener los gobiernos locales, que gobernaban la administración y conservaban el orden interno, mientras la potencia “protectora” asumía lo referente a la defensa y a la política exterior, así como los sectores más provechosos de la economía. De este modo, se zafaba de los aspectos más onerosos, buscando maximizar el beneficio; de hecho, es dudoso que el imperialismo se tradujese, en términos generales, en un lucro real para los países europeos, limitado en todo caso a las clases altas de las principales potencias coloniales. Pero en el dominio de estos territorios existía también una vertiente geopolítica, de poder, y otra de prestigio que, obviamente, estaban relacionadas y que jugaban un papel determinante.
A comienzos del siglo XX, Francia — con el apoyo de Gran Bretaña — porfiaba con la pujante Alemania del káiser Guillermo II por establecerse en el norte de África. Ante la presión de Berlín, y también por causa del desorden interno del reino, el sultán de Marruecos, Abdelaziz, solicitó la ayuda franco-británica; de modo que, cuando, impulsada por el Reich, tuvo lugar en 1906 la Conferencia de Algeciras, Londres y París frenaron las ambiciones germanas estableciendo un “protectorado” francés sobre el país africano.
Y decidieron contar con España por su proximidad y por sus intereses en la región, sirviéndose de ella también para mitigar la evidencia del triunfo de Francia sobre Alemania.
La guerra colonial.
A España se le entregó una pequeña porción de Marruecos, que además era la más pobre, un territorio montañoso y árido siete veces menos extenso que el francés y once veces menos poblado. Estaba dividida en dos partes: la zona del Rif, en el norte, de unos 20.000 kms. cuadrados, y la región de Cabo Juby, en el sur, enfrente de Canarias, de unos 18.000. En total, menos que Extremadura. Para colmo, la región del Rif, de endiablada orografía, estaba habitada por una serie de tribus con la justificada fama de contarse entre las más levantiscas y feroces del Magreb.
El “protectorado” comenzó a hacerse efectivo en 1912, aunque desde años atrás ya se venían sucediendo los enfrentamientos en aquellas desoladas latitudes entre las cabilas rifeñas y las tropas españolas. En 1909, el desastre del Barranco del Lobo causó al ejército un millar de bajas e impactó dramáticamente en la opinión pública. La guerra se prolongaría casi dos décadas, convirtiéndose en un asunto cada vez más impopular.
Las razones de esa impopularidad eran variadas. En primer lugar, las unidades militares en el Protectorado estaban constituidas por efectivos de reemplazo, que no podían acceder a la “redención en metálico” para eludir el servicio militar, algo frecuente entre las clases adineradas. Estas, además, eran las únicas beneficiarias de la explotación de los escasos recursos del Marruecos español. Muchos reservistas estaban casados y tenían hijos, lo que aprovechaban el PSOE y la CNT para agitar. La Hacienda destinaba un millón y medio de pesetas diarias de sus magros recursos a una empresa que a muchos parecía injustificable, y las acusaciones de corrupción a los administradores eran generalizadas. El esfuerzo económico, humano y militar, además, se efectuaba para el dominio de una región que, al contrario que en los casos de Cuba y Puerto Rico, no era vista como parte de la propia España, sino como un objetivo del aventurerismo de poderosos intereses.
El ejército español — en manos de oficiales indudablemente valerosos pero, sin embargo, dirigido por un generalato muy desigual — acusaba una absurda desproporción entre los mandos y la tropa. A comienzos de los años veinte, la mortalidad entre los profesionales de la milicia se disparó: casi el ochenta por ciento de los oficiales nativos de Regulares había muerto o estaba gravemente herido. La clase política, a su vez, temerosa de una amenazante opinión pública, regateaba los recursos necesarios al ejército para su modernización. Y la figura del monarca, Alfonso XIII, aparecía particularmente vinculada a Marruecos, lo que se estaba volviendo peligrosamente en su contra.
La alternancia de avances y retrocesos en la campaña, que ya duraba un decenio, se vio culminada con el desastre de Annual en julio de 1921, un trágico episodio en el que perecieron unos 10.000 soldados, cruelmente asesinados tras rendirse, a manos del líder de la resistencia rifeña: Abd-el -Krim. La convulsión en la sociedad española fue generalizada.
Así que, junto al creciente desorden imperante en la península, a la agitación social, al pistolerismo entre los sindicatos y la patronal, al malestar militar y a la inoperancia de la clase política, la cuestión de África fue determinante en el golpe de Estado del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, en septiembre de 1923.
El ensayo
Primo de Rivera era partidario de abandonar Marruecos y liberar a España de aquella onerosa carga, una opinión que compartían muchos españoles y también numerosos militares, recelosos de los ascensos por méritos de guerra que conseguían sus compañeros destinados en África. Pero una visita a Marruecos — en la que los oficiales le mostraron abiertamente su repulsa — disuadió a Primo de Rivera de evacuar el Protectorado, decidiendo en su lugar poner fin a aquel interminable y sangriento conflicto mediante una victoria militar que, además, permitiese restaurar el honor del ejército.
Este había comenzado la guerra con un bajo nivel en todos los aspectos, pero la campaña de África le permitió una notable mejora. Además, se fundó la Legión, un cuerpo de élite profesional que, junto con los Regulares, constituía ahora su espina dorsal. El armamento también había mejorado, el terreno era más conocido y las tácticas más adecuadas. Los procedimientos se simplificaron y se extrajeron valiosas lecciones de la Gran Guerra.
Concibió entonces Primo de Rivera — finales de 1924 — una operación que consistía en desembarcar en la bahía de Alhucemas, territorio dominado por Abd-el-Krim, para derrotar decisivamente a los insurgentes en su misma guarida. El diseño de la operación le fue encargado al general Francisco Gómez-Jordana, miembro del Directorio Militar, eficaz colaborador del dictador y buen conocedor de Marruecos. Jordana no ignoraba que resultaría imposible mantener el secreto del plan por lo que, advertido el enemigo de las intenciones españolas, a los inconvenientes propios de una operación de este calibre habría que esperar el artillado de la zona por los rifeños y su disposición a combatir hasta el final. El plan debía ejecutarse en septiembre de aquel año de 1925.
Se estudiaron los escasos antecedentes de desembarcos existentes, con especial interés por lo acontecido en Gallípoli, un desembarco aliado durante la Gran Guerra que había terminado en un terrible fracaso, con la pérdida de 250.000 hombres: no constituía una referencia muy alentadora.
Pero Primo estaba decidido a evitar los errores de aquella operación, por lo que ordenó un primer ensayo en Alcazarseguer, entre Tetuán y Tánger, en el mes de marzo, desembarco que se saldó de forma brillante. Las fuerzas legionarias en tierra fueron dirigidas por un coronel ya convertido en leyenda: Francisco Franco. En Alcazarseguer se habían cumplido a la perfección tanto la planificación como la ejecución y el mantenimiento del secreto; pero, no cabía ignorarlo, se trataba de una operación de mucho menor calado que la proyectada. En Alhucemas todo sería mucho más difícil.
El plan
El desembarco previsto iba a tener lugar en una zona particularmente complicada, el estado de la mar era preocupante, y el viento de levante obsesionaba al mando militar (que, de hecho, por esta causa difirió la operación del día 7 al 8 de septiembre); circunstancias todas fuera del control de los atacantes. Y luego estaba el mantenimiento del secreto, que los españoles sabían imposible.
Hasta ese momento, Abd-el-Krim había contado con el apoyo de Francia, que facilitaba las acciones del caudillo rifeño para desestabilizar la zona española. Pero, confiado el jefe insurgente en que el ejército español abandonaría el Protectorado tras la debacle de Annual y el repliegue de Xauén, creyó llegado el momento de hacer lo mismo con los franceses, y atacó a estos ya a fines de 1924, intensificando su campaña en abril de 1925. París decidió entonces terminar con el juego y colaborar con los españoles en una operación militar a gran escala que pusiera fin a sus correrías.
De modo que la marina y la aviación galas estarían presentes en el desembarco, y un contingente de su ejército también participaría en las operaciones en tierra, aunque se sumó algo más tarde. Tanto la fuerza aérea como la Armada — con su artillería, pero que colaboraría sobre todo por medio de sus transportes — bombardearían las posiciones rifeñas. Aunque lo más valioso de la colaboración francesa consistiría en atacar desde el sur, de modo que Abd-el-Krim se viera cogido entre dos fuegos.
El desembarco
Los españoles desembarcaron en las playas hacia las 12 de la mañana del 8 de septiembre, tras un intenso bombardeo de unas tres horas. Los legionarios y las harkas fueron las primeras tropas que pusieron pie en tierra, aunque hubieron de saltar con el agua hasta el cuello después de esperar en las barcazas durante horas, por lo que lo hicieron alzando los fusiles sobre sus cabezas. La moral era excelente. Pero el enemigo había emplazado ametralladoras y catorce piezas de artillería (arrebatadas a los españoles tiempo atrás) y había enterrado cuatro decenas de minas frente a las fuerzas atacantes, lo que provocó la detención del avance durante hora y media para desactivarlas. Con todo, en las primeras horas se logró poner en las playas a unos 9.000 hombres, que a lo largo del día ascenderían a los 13.000 previstos.
Los intentos rifeños de bombardear los buques resultaron estériles; sólo los acorazados Jaime I y Alfonso XIII sufrieron algún daño, en todo caso menor. Mientras, las tropas españolas en tierra avanzaban no sin dificultades. Desde los buques, Primo de Rivera, asumiendo la responsabilidad personalmente en contra del consejo del rey, dirigía las operaciones. Junto a él, el general José Sanjurjo comandaba las unidades de tierra, el almirante Eduardo Guerra la armada, y el general Soriano capitaneaba la fuerza aérea. La dirección de Primo fue brillante, y también acertada la decisión de que el mando recayese en un solo hombre.
La participación de la marina fue, desde luego, decisiva. Con el Plan Maura de 1908, España había recuperado una parte de su potencia naval, que al menos le permitió convertirse en una potencia marítima regional respetable. De modo que en Alhucemas el mando español pudo contar con dos acorazados, cuatro cruceros, dos destructores, un portahidroaviones, cuatro cañoneros, once guardacostas y seis torpederos además de otras unidades menores (barcazas, lanchas y transportes). Los buques — modernos, bien armados y blindados — jugaron un papel determinante en el desembarco. Uno de sus oficiales se llamaba Luis Carrero Blanco.
La fuerza aérea — unos 160 aparatos sumando los propios y los franceses — tuvo también una participación destacada, hasta el punto de que se ganó el reconocimiento de su independencia como arma al año siguiente. Neutralizó parte de la artillería rifeña (manejada por mercenarios extranjeros) y los movimientos de las tropas insurgentes; entre los aviadores se contaba Julio Ruiz de Alda.
El ejército de Tierra desembarcó tres banderas del Tercio, nueve tabores de regulares, una harka de tropas indígenas (dirigida por Agustín Muñoz Grandes), dos batallones de infantería, uno de infantería de marina y unidades de la Mehala. La masa de maniobra se dividió en dos fuerzas: una occidental, comandada por el general Emilio Fernández y otra oriental, por el general Leopoldo Saro. Entre los mandos sobre el terreno, los coroneles Adolfo Vara de Rey, Emilio Esteban Infantes, Manuel Goded y Francisco Franco.
El apoyo naval francés constó de un acorazado (“París”), dos cruceros, dos torpederos, dos monitores y un remolcador. Además, y aunque en el desembarco sólo participó un batallón galo, otros 12.000 hombres coordinaron eficazmente sus acciones en el este y el sur para que Abd-el-Krim tuviera que desviar recursos de las playas.
Allí, el combate se volvió extremadamente duro con el transcurrir de las horas. Advertidos de la operación española, los rifeños habían tenido tiempo de fortificarse y, a última hora de la tarde, contraatacaron, mientras mantenían bajo el fuego a los asaltantes, hasta que estos se quedaron sin munición, que hubo de ser transportada a toda prisa; en tanto llegaba, se defendieron a pedradas. El combate, que degeneró en el cuerpo a cuerpo, duró toda la noche. Cuando a la mañana siguiente los españoles ocuparon el terreno disputado, encontraron sobre él los cadáveres de los llamados “juramentados”, las tropas escogidas de Abd-el-Krim. En conjunto, los legionarios habían conquistado una extensión mayor que la prevista para la primera jornada. Tras izar la bandera sobre el “Morro Nuevo” la victoria era ya segura; los moros que resistieron fueron pasados a cuchillo. Así era la guerra en África.
Al día siguiente, la aviación sometió a continuos bombardeos a los defensores, que de este modo veían dificultados sus movimientos. Aunque no era raro que la artillería rifeña los repelieran, los ataques aéreos facilitaba el avance en tierra al mantener ocupados a los cañones enemigos. El día 9, once carros blindados — de origen francés — arribaron a las playas, con el resto de servicios y con la artillería de campaña, si bien su presencia fue más psicológica que práctica, dadas las dificultades del terreno. Los mulos no pudieron ser enviados hasta doce días más tarde por falta de agua, lo que obligó a los soldados a transportar cargas de más de 40 kilos, así como la artillería a brazo.
Pero la ejecución había sido excelente. Fue la primera vez que una operación de este tipo se llevaba a cabo con pleno éxito, contando con la colaboración de las tres armas, y con un mando que unificaba la alianza de dos naciones, lo que suponía una nada desdeñable complicación añadida. En su conjunto, la intervención militar duró 25 días. El balance fue de 333 soldados muertos (131 europeos y 202 indígenas) más 23 jefes y oficiales. 1.804 soldados resultaron heridos, además de otros 104 jefes y oficiales.
Después de Alhucemas
La campaña por la pacificación de Marruecos aún se prolongaría dos años de duros combates, aunque ya estuviera la guerra decidida, una tarea para la que se designó a Sanjurjo. En el bando enemigo, Abd-el-Krim, que se negó a llegar a ningún acuerdo con franceses y españoles, terminó exiliado en la isla de la Reunión (de donde no saldría hasta 1947).
Para Primo de Rivera, Alhucemas constituiría el momento álgido de su gobierno, que prolongaría aún cuatro años y medio, mientras contó con la confianza del rey. Tras haber restaurado el orden público y puesto fin a las interminables disputas políticas en que había degenerado el régimen de la Restauración, la exitosa finalización de la guerra de Marruecos le valió el aplauso casi universal. Sus éxitos fueron también los de un monarca que había ligado su futuro al del dictador de modo que, poco después de despedirlo en 1930, terminaría renunciando al trono.
Pero, en la España de 1925, la sensación fue de alivio general y orgullo patrio, tras más de quince años de fracasos e infructuosa pugna que tanta sangre había costado.
Como se ha dicho, desde el punto de vista militar el desembarco se llevó a cabo de forma admirable. Las tropas tuvieron un comportamiento excepcional y, técnicamente, se ejecutó con gran pericia. Los mandos, curtidos en el combate durante largos años, estuvieron a la altura de la difícil misión.
De entre todos los militares que participaron en la operación cabe destacar al coronel Francisco Franco Bahamonde. Consagrado como héroe de guerra ya desde los primeros grados de la oficialidad, ascendido en meteórica carrera gracias a los méritos contraídos en combate, Franco había llamado la atención del propio Primo de Rivera por su resuelto y preciso desenvolvimiento en la conducción de la vanguardia legionaria tras el desembarco.
Durante este, el general Saro, que dirigía una de las dos alas del ataque, envió una comunicación a Sanjurjo: “Por no tener elementos de juicio no cito a ningún jefe ni oficial. Hago, sin embargo, mención del coronel Franco, que en su actuación brillantísima en este combate afirmó una vez más el concepto que todos sin excepción tienen de su comportamiento, pericia, valor y serenidad y todas las excepcionales cualidades que hacen de él un jefe digno de todas las alabanzas”.
El desempeño de Franco en la batalla le convertiría en el general más joven de Europa, con apenas treinta y tres años (y le ganaría el reconocimiento del aliado francés, que le nombró “Caballero de la Legión de Honor”). Aquello proyectó su figura más allá de los círculos militares. En los años que estaban por venir, se producirían numerosos intentos de atraerle a la actividad política, que siempre rehusó. Y todos, amigos y enemigos, habrían de contar con él cuando llegasen los duros tiempos que aguardaban.
