Alfonso Ussía
He leído con interés y respeto el artículo que firma Pedro García Cuartango en ABC titulado «Franco en Ayete». Recuerda Cuartango que, en 1962, el grupo anarquista al mando de Octavio Alberola intentó asesinarlo colocando una bomba en la cuesta de Aldapeta, que al explosionar, se limitó a romper algunos cristales en las casas vecinas.
Franco veraneó en San Sebastián más de treinta años, manteniendo el Ministerio de Jornada, que se turnaban los ministros del Gobierno. La arribada del «Azor» a la bahía anunciaba la inminente llegada a la capital donostiarra del Jefe del Estado. Yo era un niño cuando pasé junto al «Azor» por vez primera. Pero me habían enseñado en mi casa que matar estaba muy mal, muy feo. Y era un joven en 1973 cuando el General pasó su último verano en San Sebastián. Alberola y su grupo anarquista eran unos torpes, porque el que escribe tuvo la oportunidad de asesinar a Franco en centenares de ocasiones. Y no lo hice, porque como ya he escrito anteriormente, en mi casa matar estaba terminantemente prohibido.
Franco no se escondía. Ni volaba de un lado a otro en un avión del Ejército del Aire. Cumplía el viaje en carretera y, como ha recordado Pedro G. Cuartango, se detenía a comer en el Mesón Las Campanas, en Honrubia de la Cuesta, a veinte kilómetros de Aranda de Duero. Embarcaba en el «Azor» desde el Real Club Náutico de San Sebastián, a bordo de una pequeña motora que precedía a una lancha de la Comandancia de Marina con seis miembros de su escolta. Pasaba entre los barcos fondeados en la bahía, y Octavio Alberola jamás le molestó. Su figura era inconfundible. Gorra de plato de la Armada, chaqueta azul y pantalones grises. En «El Azor», gorra de plato de la Armada, chaqueta azul y pantalones grises. Paseaba por la cubierta del barco con toda tranquilidad, pero Alberola y los anarquistas no se atrevieron a disparar contra él desde cualquier embarcación. Mi padre tenía un barco, un precioso crucero de vela, el «Norte V», y fondeábamos para el baño al socaire de la isla de Santa Clara, a menos de cincuenta metros del «Azor».
Siempre, a la vista de todos, con su gorra de marino, su chaqueta azul y sus pantalones grises. Los bañistas que desde la playa de Ondarreta nadaban hasta la isla de Santa Clara, descansaban agarrados a unos cabos que a babor y estribor del barco de Franco servían de descanso a los nadadores menos expertos. Y entre los nadadores nunca estuvo ni Arberola ni sus anarquistas, que podrían haber disparado al Jefe del Estado a menos de cinco metros de distancia. Cuando el general embarcaba, la lancha de la Comandancia de Marina retornaba a su fondeo en el muelle de pescadores con los escoltas, reconocibles por las boinas rojas de su Guardia personal, y la seguridad del «Azor» pasaba a ser responsabilidad del V-8, una patrullera de costa de la Armada que parecía un batel con un motor incorporado. Cuando Franco zarpaba a bordo del «Azor» a pescar cachalotes y atunes, le servía de escolta una corbeta procedente del inmediato puerto de Pasajes. Pero jamás los anarquistas se jugaron la vida intentando el magnicidio, sencillamente, porque no tuvieron huevos para hacerlo.
Cuando pienso y comparo los servicios de seguridad de Franco respecto a los de Sánchez, me pincho y no sangro. Franco pudo ser asesinado en San Sebastián en miles de ocasiones. Tuvo muchos defectos, pero entre ellos no estaba la cobardía. No sufrió daño alguno, porque ni los anarquistas ni los separatistas ni los comunistas ni los llamados «abertzales» tuvieron agallas para intentarlo. Porque el objetivo estaba allí, siempre al descubierto, con su gorra de la Armada, su chaqueta azul y sus pantalones grises. Ah, y se me olvidaba. Con gafas de sol.