Honorio Feito
La profusa manifestación celebrada el pasado fin de semana en Madrid, con motivo del día del orgullo gay (¿?), pero, especialmente, el sometimiento de la clase política y una gran parte de la sociedad ante tan despechada demostración, es la prueba inequívoca de nuestra decadencia. No hace falta apelar a razones históricas, como referencias de comportamientos, sino a la humillante aceptación generalizada, encabezada por los representantes sociales y políticos para constatarlo.
El despecho de cuantos participan de la algarabía, al aprovechar la quiebra social, que el actual sistema se empeña en acrecentar, no tendría más sentido que el de una simple anécdota; la presencia de banderas multicolores en las fachadas de los edificios públicos, ajena a grandes capas de la sociedad, apenas tendría más simbolismo que el de facilitar la ubicación de un segmento social que ha decidido dar la vuelta al forro, y convertir en asunto del común lo que debería permanecer en el terreno de lo íntimo. El gran problema, a mi modo de ver, es el empeño de nuestras autoridades en “lavar” su imagen utilizando la demagogia como vehículo y la democracia como justificación, y la decidida sumisión de algunos segmentos sociales para aceptarlo.
Porque es más preocupante el silencio – el que calla, otorga- de una gran masa social, ajena, contraria, culturalmente alejada del escándalo social, que consiente adoptando una actitud a veces confusa, y a la que le faltan argumentos para saber valorar en justicia estas manifestaciones y situarlas en su auténtico lugar.
La decadencia de la vida social se viene manifestando desde hace varias décadas. Es frecuente asistir a la consulta de un médico y encontrarse a algunos pacientes vestidos de camping-playa; es aún más frecuente que muchos repartidores de correspondencia desarrollen su trabajo en bermudas y chanclas, sin saber a dónde les llevará la próxima entrega y ante quien. Hasta es habitual que, para combatir la canícula, muchos se vistan con pantalón corto como si estuvieran en alguna isla del Pacífico. La imagen, el perfil que uno transmite con su sola presencia, no parece un activo a tener en cuenta a la hora, por ejemplo, de buscar un trabajo, y el deterioro en los modos y en las formas se apodera de las relaciones sociales.
Más grave es observar cómo en los transportes públicos nadie cede el asiento a una persona de edad, o a una mujer embarazada; cómo, aislados del ambiente a través de sus mini altavoces, se entregan al submundo de sus Smartphones para relacionarse con el reducido círculo de sus amistades, privándose ampliar sus relaciones con otras personas, con otros grupos.
Parece como si, por capas, en la medida en que cada estamento social puede disponer del inferior, una marea contaminante formada por el mal gusto, la mala educación, la prepotencia de las castas (en plural); el abuso, la desconsideración y el atropello alcanzara a los españoles. No es un asunto baladí, ni ha surgido por casualidad. El cambio que se viene operando en España, cuyos ejemplos encontramos en nuestra memoria reciente, responde a un plan perfectamente estudiado y ha tenido a la familia, célula sobre la que se asienta nuestra sociedad de inspiración cristiana, como objetivo y a algunos líderes políticos como arietes del derribo de los valores tradicionales. No se comprende la presencia de estos líderes, en el panorama político, sino como ejecutores de una campaña orquestada por grupos de presión con intereses políticos y económicos concretos; son los desbrozadores que dejarán el terreno preparado para la siembra de una semilla nueva. Con razón decía Alfonso Guerra que a España no la iba a conocer ni la madre que la parió. Y ante lo que está ocurriendo, la sociedad española, o al menos ese sector que representa y se nutre todavía de los valores tradicionales, ahora parece entregado, sumiso, dócil, manso, resignado a aceptar lo inevitable. Esto es lo que verdaderamente preocupa.
Desde el punto de vista político, los españoles tienen como recurso el voto. La única herramienta, la única forma de decir basta. Pero la cuestión es cómo resolver el problema de la educación; encontrar la forma de corregir los equívocos creados por los líderes socio-políticos; cómo establecer normas que permitan distinguir la libertad de expresión con la falta de educación y, sobre todo, a quién confiar esta tarea.