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Antifranquismo imaginario, por Jesús Láinz
Jesús Láinz
Los cinéfilos probablemente recuerden aquella escena de Sueños de un seductor en la que Woody Allen, intentando ligar en un museo, entabla con una hermosa muchacha la siguiente conversación sin mover un músculo de la cara y ni siquiera mirarse:
–Es un Jackson Pollock precioso, ¿eh?
–Sí que lo es.
–¿Qué le sugiere a usted?
–Ratifica la absoluta negatividad del universo. El odioso vacío solitario de la existencia. La nada. El suplicio del hombre condenado a vivir en una desierta eternidad sin Dios como una diminuta llama que relampaguea en un inmenso vacío donde sólo hay desperdicio, horror y degradación formando una inútil camisa de fuerza que aprisiona un cosmos absurdo.
–¿Qué hace el sábado por la noche?
–Suicidarme.
–¿Y el viernes por la noche?
Cambiemos ahora de película, pues a mi admirado Forrest Gump, hombre resolutivo donde los haya, le dio un día por correr.
–Aquel día, por ninguna razón en particular, decidí salir a echar una carrerita.
Y a correr de costa a costa de su inmenso país dedicó tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas. Según iba haciéndose famoso, los periodistas le preguntaban:
–¿Está haciendo esto por la paz en el mundo? ¿Lo está haciendo por los que no tienen casa? ¿Está usted corriendo por los derechos de la mujeres? ¿Por el medio ambiente? ¿Por los animales?
–No podían concebir —sentenció el sabio Gump— que alguien pudiera correr tanto tiempo por ninguna razón en particular. Simplemente me apetecía correr.
Todo esto viene al caso porque acabo de leer el enésimo artículo sobre el trasfondo antifranquista de La cabina, el celebérrimo cortometraje de 1972, dirigido por Antonio Mercero, coescrito por José Luis Garci y protagonizado por José Luis López Vázquez, que tantos reconocimientos y galardones recibiera. Muchos fueron los que, tanto en España como en el extranjero —sobre todo la prensa izquierdista, como es comprensible—, quisieron captar en la extraña historia de un hombre que se queda encerrado en una cabina telefónica una sutil denuncia de la indefensión del ciudadano ante la opresión de la dictadura franquista y bla, bla, bla.
Mercero y Garci se hartaron de desmentirlo cada vez que algún entrevistador, con guiño cómplice, les recordaba su astuta acción contra el régimen, tan astuta que los torpes censores no se apercibieron de la crítica subyacente y permitieron el estreno de la película. No como el público, mucho más avispado, que captó y compartió el mensaje antifranquista oculto. Pero los creadores del cortometraje siempre explicaron que su intención fue simplemente hacer una película de terror absurdo sobre un hombre que se queda atrapado en una cabina.
Las palabras de Mercero no han servido para nada, pues los años pasan y siguen escribiéndose artículos sobre La cabina, aquella genial pieza de subversión antifranquista.
