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Pío Moa
Se han publicado, por fin, los diarios de Niceto Alcalá-Zamora, es decir, la parte de ellos correspondiente a enero-abril de 1936. Han desaparecido los correspondientes a los años 1932, 33, 34 y 35, aunque partes de sus anotaciones salieron publicadas en un periódico del bando rojo durante la guerra y causaron seria preocupación a Azaña, como este muestra en sus propios diarios.
Los documentos y otros bienes de Alcalá-Zamora fueron robados por el gobierno del Frente Popular. En concreto, por el ministro de Hacienda, Negrín, que desde el primer momento demostró ser un violento y concienzudo expoliador de todo tipo de bienes: él mismo lo explicaba a Prieto con motivo del robo por este de una parte del botín, llevada a Méjico en el yate Vita. Nada que ver, por tanto, con los diarios de Azaña hurtados por los nacionales en una impecable labor de espionaje en tiempos de guerra, y que Santos Juliá, con trastorno en la escala de valores, presentaba como un robo ilegítimo. Los de Don Niceto fueron salvados de una muy probable destrucción en la desbandada izquierdista de 1939 por el padre de quien los ofreció a la venta muchos años después, viéndose a cambio acusado de un delito dudoso.
Alcalá-Zamora escribió en el exilio sus memorias, y siempre creí que sus robados diarios añadirían poca novedad, aparte la viveza de sus comentarios al hilo de los sucesos. Y así es. El valor de este libro consiste en esa inmediatez y en que apoyan, por otro lado, las tesis que he expuesto en varios libros: concretamente el carácter irregular, no democrático, de las elecciones de 1936, la baja calidad moral e intelectual de los líderes republicanos, la justicia poética de la destitución de Don Niceto y la responsabilidad de este por la guerra civil.
En Los personajes de la república vistos por ellos mismos contrasté los diarios y memorias de unos y de otros, pasando por encima de versiones de historiadores oficiosos. Un resultado fue la prueba de la mediocridad –o algo peor– de unos líderes republicanos vanidosos, cargados de rencores y dedicados a destruirse entre sí. La república, en efecto, feneció por los odios que sus políticos contagiaron a toda la sociedad. Los retratos mutuos de Azaña y Alcalá-Zamora, por ejemplo, son antológicos. El primero, al volver al poder en 1936, llega a jactarse de las vejaciones que infligía al todavía presidente de la república:
Le dije que no puede disolver estas Cortes. Me dijo que eso es un golpe de estado. Don Niceto quería provocarme a dimitir, tal vez con el propósito de disolver. Me contento con decirle atrocidades delante del gobierno. No me falta más que sacudirle por las solapas. El hombre se encoje, se retuerce, mete los dedos en el tintero, se embolsa puñados de caramelos.
Don Niceto sostenía su derecho a hacer observaciones al jefe del gobierno, y este le replicó: “Las hará mientras haya aquí alguien que se crea en el deber de escucharlas. En otro caso se las hará usted a los muebles”.
Es solo una entre las muchas muestras del desprecio de Azaña hacia el presidente, poco antes de desplazarle ilegítimamente del puesto para ocuparlo él.
Alcalá-Zamora le correspondió con aversión similar, pero más que con desprecio, con una especie de resentido servilismo disfrazado de objetividad. Así, 15 de febrero de 1936 afirma que habría votado a Azaña “no obstante sus agresiones sistemáticas y frecuentes contra mí”. Lo descartó al fin por el “imborrable recuerdo” de la responsabilidad de aquel en la quema de conventos (y bibliotecas, escuelas y obras de arte) con que se inició el derrumbe de la república antes de un mes de instaurada.
Miente, obviamente: la vanidad hipersensible de Don Niceto se manifiesta en sus constantes quejas de ser injuriado, y ello (“quien me la hace me la paga”) marcaba su psicología. Además, olvida que la responsabilidad por la quema de conventos la compartió él mismo plenamente, pues era entonces la máxima autoridad y cedió a las insolentes presiones de Azaña para que la fuerza pública permitiese la oleada de incendios. Por otra parte, Don Niceto había acusado a Azaña (con razón) de intento de golpe de estado cuando las derechas ganaron las elecciones de 1933, y de otras acciones “mixtas entre la locura y la delincuencia”, durante el crucial año siguiente, cuando el grueso de las izquierdas intentó derrocar la república o colaboró en el intento. Tales hechos debieran haberle motivado, no ya la negativa radical del voto a Azaña, sino actitudes más rotundas. Pero Don Niceto temía a unas izquierdas irreconciliables y aspiraba a congraciarse con ellas.
Con quien se muestra inmisericorde, en cambio, es con el líder de la derecha, Gil-Robles, contra quien recoge las invectivas de la izquierda, tachándolo de “epiléptico” y “frenético caudillo”, al que acusa de lanzar una “insensata campaña de violencias y provocaciones”, etc. No cita un solo hecho en abono de tales calificativos, y difícilmente podría hacerlo, pues sabemos bien que si algo caracterizó por entonces a Gil-Robles fue una moderación incluso timorata, con solo ligeras salidas de tono, por contraste con la exaltación y agresividad de toda la izquierda y de parte de los monárquicos, como he documentado ampliamente en Los orígenes de la guerra civil. Es fácil ver que, después de la insurrección izquierdista del 34, la única posibilidad de supervivencia de la república residía en que la CEDA gobernase hasta el fin de su período, cosa que Alcalá-Zamora impidió por motivos turbios.
La realidad histórica es que no fue Gil-Robles quien agredió a Alcalá-Zamora, sino este a aquel, con permanentes intrigas caciquiles que nunca osó emplear con Azaña, rozando o rompiendo los límites de la Constitución con medidas antiparlamentarias. Y llegando a la ilegalidad abierta, por lo que su hombre de confianza, Portela, estuvo a punto de ser enjuiciado por la Comisión Permanente de la Cortes. Para eludir el juicio, precisamente, él y Portela disolvieron las Cortes y convocaron las nefastas elecciones de febrero del 36, cortando sin razón y en dos años el período que debía haber gobernado la CEDA.
La curiosa inclinación de Don Niceto a votar a Azaña testimonia algo más: si ganaran las derechas, le destituirían como presidente por sus numerosas irregularidades y abusos; cosa que, en cambio, no podía esperar de las izquierdas, pues si estas obtenían el poder sería precisamente gracias a él, que en su irrealismo pensaba orientar a un gran partido equilibrador que llamaba “de centro”.
Sin duda las humillaciones primero y la destitución después, sufridas por Don Niceto de un Azaña y unas izquierdas que le debían el poder, fue uno de esos raros actos de justicia poética que se dan en la historia. Él consideró su destitución como un “golpe de estado”, pero, en una nueva muestra de servilismo e ineptitud, no hizo nada por impedirlo, como no lo había hecho en 1931, cuando la quema de conventos. En el prólogo del libro, de análisis algo romo y convencional, Juan Pablo Fusi afirma que Don Niceto “encajó su destitución con discreción y dignidad”. Una “discreción y dignidad” que contribuyeron no poco a la ruina de la legalidad republicana, como sus anteriores manejos de cacique contra Gil-Robles.
Pero ya antes de su expulsión la legalidad, base de una convivencia no violenta, yacía en escombros. El oleaje que desató su insensata convocatoria de elecciones en 1936 llevó al poder a las mismas izquierdas que menos de dos años antes habían intentado la guerra civil –en sus propias palabras–, o colaborado con la insurrección o intentado golpes de estado, como el mismo Azaña. Y las llevó al poder mediante unas elecciones de extrema violencia de palabras y hechos, con un recuento de votos fraudulento, como Don Niceto señala el día 24: “Manuel Becerra (…) conocedor como último ministro de Justicia y Trabajo de los datos que debían escrutarse, calculó un 50% menos las actas, cuya adjudicación se ha variado bajo la acción combinada del miedo y la crisis”. Se contenta con calificar el dato de “tan curioso como lamentable”. Azaña es explícito sobre las condiciones del escrutinio: “Los gobernadores de Portela habían huido casi todos. Nadie mandaba en ninguna parte y empezaron los motines”. La segunda vuelta no fue presidida ya por Portela, como era legal, sino por el propio Azaña. Y una escandalosa y posterior revisión de actas a cargo de los vencedores, erigidos en juez y parte, despojó todavía de más escaños a la derecha.
Las cifras de las votaciones nunca fueron publicadas, dando lugar a que los historiadores las calculasen con diferencias de hasta un millón de votos. Tusell llegó a la conclusión –también revisable, dado el modo como se hizo el recuento– de que había habido prácticamente empate entre derechas e izquierdas. Aparte de todos los defectos anteriores, unas votaciones cuyas cifras no se publican, no son, por definición democráticas.
La pretensión de que el Frente Popular era un gobierno legítimo y democrático, base de la propaganda izquierdista, en especial la stalinista, se basa en aquellas elecciones impuestas, si no ilegalmente al menos ilegítimamente, por Don Niceto y su títere Portela (hombre sin diputados ni otro respaldo que el del presidente, en un régimen que se definía como parlamentario). En realidad, las elecciones de febrero del 36 fueron el golpe definitivo a la república, ya malherida desde la insurrección de octubre del 34.
Asombra en los diarios de Alcalá-Zamora la arbitrariedad. En un momento dado exclama: “¡¡¡Cuántas cosas grandes, nobles, pacíficas y provechosas se hubieran podido hacer (…) y qué poco me han dejado hacer los energúmenos de la guerra civil, que han destrozado a España!!!”. Frases semejantes a otras en que Azaña lamenta el fracaso de sus vastos designios debido a la miseria moral de los propios republicanos. Dos necedades vanidosas y complementarias. Azaña quería hacer su “programa de demoliciones”, como lo llamaba, en alianza con los sindicatos y el PSOE, a quienes considera al mismo tiempo “bárbaros”. Y Don Niceto pensaba realizar sus aspiraciones, tan grandiosas en los adjetivos como vacuas en contenido, saboteando sin tregua a una derecha mayoritariamente moderada y pacífica pese a las continuas agresiones que sufrió durante cinco años, a manos de las izquierdas. Y de Don Niceto.
Cabe señalar, en fin, que la responsabilidad por el arrasamiento de la legalidad y la consiguiente guerra civil recae mucho más en Alcalá-Zamora que en Azaña. Si el primero no hubiera truncado arbitrariamente el período legal en que debiera haber gobernado la CEDA, ni Azaña, ni Largo Caballero ni Prieto habrían tenido la oportunidad de aplicar desde el poder y desde la calle, mediante el Frente Popular, aquel “programa de demoliciones” que demolió efectivamente… la república.
NICETO ALCALÁ-ZAMORA: ASALTO A LA REPÚBLICA. La Esfera (Madrid), 2011, 520 páginas.