Azaña, Rivas Cherif y un ladrón de alto coturno. Por Miguel Espinosa García de Oteyza

ÑTV ESPAÑA

Al poco de estallar la Guerra Civil -corría el mes de septiembre-, el entonces Presidente de la República, Manuel Azaña, le confió a su cuñado e íntimo amigo, Cipriano Rivas Cherif, antes de que partiera al consulado de Ginebra -donde había sido destinado-, sus diarios, compuestos por nueve cuadernos escritos a mano, con una caligrafía menuda y sin apenas tachaduras, para que los custodiara.
Antonio Espinosa San Martín, segundo por la izquierda
Por su indudable interés y a fin de amenizar las tediosas veladas suizas, pecando, eso sí, de no poca indiscreción, pues Azaña le había recalcado que los mantuviera a buen recaudo, Cipriano Rivas Cherif decidió compartirlos con un selecto grupo de funcionarios, entre los que se encontraba el vicecónsul, Antonio Espinosa San Martín -hermano de mi padre-, y su compañera sentimental, la cantante mexicana Nina de Castro, nombre artístico de Raquel Choudens, una mujer de belleza salvaje y racial que traía de cabeza al personal del consulado.
Alejados de la cruenta batalla que se libraba en España, en medio de la quietud de las noches helvéticas de verano, con las ventanas abiertas de par en par y apenas un soplo de aire fresco inflando levemente los visillos, Cipriano Rivas Cherif leía con voz engolada los diarios de su cuñado, rodeado de espejos, relojes y candelabros, como si estuviese interpretando un monólogo teatral a los que era tan aficionado. No en vano, fue director de escena en la compañía de Margarita Xirgu, y recientemente había estrenado en el Teatro Español con la actriz catalana dos obras de Federico García Lorca: Yerma y Doña Rosita la soltera.
De vez en cuando, a modo de digresión, Rivas Cherif detenía sus pasos, arrobado por la belleza de alguna descripción paisajística o para regocijarse con los comentarios mordaces de Azaña sobre sus ministros, desatando las risotadas de su entregado auditorio. Lo que ignoraba Cipriano Rivas Cherif es que Antonio Espinosa San Martín era un agente de Franco y, por medio de su bella y sagaz acompañante, remitía claves y documentos de suma importancia al S.I.F.N.E. (Servicio de lnformación de la Frontera del Nordeste de España), creado por el general Mola y cuyo centro de operaciones se hallaba en el Hotel Biarritz. Dirigido por José Bertrán y Musitu, abogado de Alfonso XIII, el servicio de espionaje contaba entre sus insignes colaboradores con Francesc Cambó, Josep Pla y Carlos Sentís.
Azaña y Cherif con sus respectivas mujeres
Mientras en el frente se recrudecía la guerra, los días -y las noches- se sucedían plácidamente en el consulado, hasta que al llegar el mes de diciembre, Raquel Choudens alertó a su pareja de que el embajador en Londres les seguía la pista. Se trataba de Pablo de Azcárate, el mismo a quien Churchill negó el saludo al tiempo que murmuraba: ‘blood, blood, blood’. Conscientes de que la vida de ambos corría peligro, maquinaron un plan de fuga, no sin antes llevar a cabo una última misión: apoderarse de los diarios de Azaña.
Esa misma noche, cuando todos los funcionarios del consulado se habían retirado a sus aposentos, Antonio Espinosa se anudó el batín y, tras salir de su suite, atravesó el pasillo a oscuras guiado por el haz de luz de su linterna hasta adentrarse en el despacho de Rivas Cherif; a continuación se sentó casi a tientas en una silla y después de hurgar en una caja de barro que contenía puros y cigarros, halló el llavín que le permitió abrir el primer cajón del escritorio; afanó sólo tres de los nueve cuadernos -los comprendidos entre el 22 de julio de 1932 y el 26 de agosto de 1933- para no despertar inicialmente sospechas; regresó sigilosamente a su habitación y al despuntar el alba, tomó un taxi rumbo al aeropuerto con su preciado botín en la maleta.
Cuando Cipriano Rivas Cherif se percató del hurto, puso el grito en el cielo y, después de maldecir a ese ladrón de alto coturno, se dirigió a la comisaría a denunciar el robo. Pero era demasiado tarde… Antonio Espinosa se hallaba ya muy lejos de allí: concretamente en una terraza de la Piazza Raffaele di Ferrari de Génova, paladeando un Negroni en compañía de Raquel Choudens… Tras no pocas peripecias y escoltados por la policía suiza, un avión los había transportado a la ciudad portuaria, donde fueron agasajados por el cónsul -afín al bando nacional-, que los puso en contacto con Nicolás Franco, al que entregaron los diarios. Posteriormente, éste partió a Salamanca y se los dio a su hermano, el Generalísimo, que los leyó con fruición.
Cuando Azaña se enteró de la sustracción de sus cuadernos, montó en cólera, recriminando a Rivas Cherif su incuria y temeroso de la reacción que pudieran tener los ‘damnificados’, intentó por todos los medios recuperarlos, proponiendo a Negrín -a la desesperada- hacer un canje por un prisionero de guerra, barajándose el nombre de Rafael Sánchez Mazas, pero sus demandas fueron desoídas.
Sabedor de la munición que obraba en su poder, Franco se negó a soltar su presa y a fin de minar la moral del enemigo, no sólo decidió publicar los diarios por entregas en el ABC de Sevilla sino que, además, los empleó como arma arrojadiza, lanzando quinientos ejemplares del periódico monárquico desde un avión al sobrevolar la ciudad de Valencia -donde se había trasladado el Gobierno de la República-, para sembrar todavía más la discordia entre sus miembros con un bombardeo de papeles que se propagó como un reguero de pólvora por la capital del Turia. Y es que Azaña no dejaba títere con cabeza, ensañándose sobre todo con los suyos, como si fuesen los muñecos del pim pam pum.
Niceto Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Marcelino Domingo, Albornoz, lndalecio Prieto -al que compara con una criada-, eran objeto de mofa y befa, como si Don Manuel -¡ay los que lo llamaban Don Manuel!-, hubiese humedecido su pluma en vitriolo.
«Es cosa que espanta el estado de incultura del vulgo político español. No sé yo si llegarán a dos docenas las personas del mundo parlamentario y periodístico con las que se pueda razonar seriamente». Anota Azaña en su diario el 25 de enero de 1933. Tal vez esa frase explique mejor que nada porqué fracasó la ll República, contra la que según el propio Azaña, no se rebeló Franco, sino contra la chusma que se apoderó de ella.
Los cuadernos de Azaña permanecieron ocultos más de sesenta años, hasta que la Navidad de 1996 la Duquesa de Franco los encontró por azar en la biblioteca de su domicilio de la calle Hermanos Bécquer, comunicándoselo de inmediato a Esperanza Aguirre, a la sazón ministra de Cultura, quien los puso a disposición del Archivo Histórico Nacional, no sin antes pasar por las manos del entonces Presidente del Gobierno, José María Aznar, que los ‘devoró’ un fin de semana en el Palacio de la Moncloa.
Justo un año después fueron editados por Grijalbo Mondadori y presentados en el Hotel Palace de Madrid, en medio de una inusitada expectación, por el propio Aznar.
Por aquellas fechas, un editorial de El País, tildó a Antonio Espinosa San Martín de ‘vulgar ladrón’, confundiendo aviesamente un acto de guerra con un delito común.
Las memorias de Azaña en su conjunto han sido consideradas por el profesor Juan Marichal, ‘el texto memorialístico más importante de la Historia de España’, a lo que sin duda contribuyeron no poco los tres cuadernos robados, en los cuales Azaña se muestra en estado puro, sin afeites ni maquillajes.
Manuel Azaña murió la noche del 3 de noviembre de 1940 en el Hotel Du Midi y fue enterrado en el cementerio de Montauban, junto a Toulouse, bajo la bandera de México, porque el Régimen de Vichy no toleró que su féretro fuera cubierto por la enseña tricolor republicana. Tras ser detenido por la Gestapo en Francia, Cipriano Rivas Cherif fue entregado a las autoridades franquistas y condenado a muerte por un tribunal, acusado de ‘adhesión a la rebelión’.  La pena fue conmutada y tras un largo peregrinaje por diversas cárceles acabó ingresando en la prisión de El Dueso, ‘la lsla del Diablo’.  Salió en libertad en 1949 y partió a México, donde moriría en 1967, después de publicar una biografía sobre Azaña: Retrato de un desconocido.
En cuanto al otro protagonista de nuestra historia, el diplomático Antonio Espinosa San Martín, murió el 8 de noviembre del 1968 en Madrid, en su piso de la calle General Mola, rodeado de su familia.
Gobierno de Franco en 1968
Enterrado en la intimidad en la Sacramental de San Lorenzo, un día después de su fallecimiento, numerosos vehículos oficiales colapsaron el tráfico en la calle Goya, frente a la Basílica de la Concepción, donde se ofició el funeral al que asistió el Gobierno de Franco en pleno y numerosas personalidades de la vida política, diplomática y cultural, entre ellas, el entonces alcalde de la capital, Carlos Arias Navarro y el director de ABC, Torcuato Luca de Tena, cuyo periódico se hizo eco de la luctuosa noticia, glosando su trayectoria humana y profesional: «A primera hora de la mañana de ayer, falleció en su domicilio de Madrid, Don Antonio Espinosa San Martín. El finado contaba sesenta años de edad y pertenecía a la carrera diplomática. Su caballerosidad, su prestigio profesional y su competencia, de las que dejó honda huella en cuantas misiones se le encomendaron, le granjearon incontables amistades en los círculos sociales y profesionales que disfrutaron de su trato.Tras ingresar en la carrera diplomática, desempeñó el cargo de cónsul en Ginebra, Fez, Sídney, Berlín y Los Ángeles; encargado de negocios en Caracas, se incorporó a la embajada de Washington en calidad de secretario de primera; fue consejero en Washington, cónsul general en Berlín -como ministro plenipotenciario- y en Nueva York, puesto que ejerció hasta su cese por enfermedad a principios del presente año. Estaba en posesión de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil y era comendador de número de la de Isabel la Católica, Caballero de la Orden de Carlos lll, Gran Oficial de la Orden del Líbano, Comendador de la Orden del Libertador de Venezuela, además de poseer otras condecoraciones nacionales y extranjeras. Sus deudos, en especial su hermano, Juan José Espinosa San Martín, Ministro de Hacienda, reciben innumerables muestras de pésame».
Lo que no decía el obituario es que Antonio Espinosa San Martín acabaría pasando a la pequeña Historia de España por algo a primera vista mucho más prosaico: sustraer los diarios de Azaña.
Y eso que su buen amigo Torcuato Luca de Tena lo sabía, porque se lo confesó cuando ambos residieron en Washington, tal y como el periodista, escritor y académico contaría minuciosamente años después en su libro de memorias, ‘Franco sí,  pero…’, galardonado con el premio Espejo de España.
Entre la profusa correspondencia que mi padre recibió aquellos días, expresándole sus condolencias, se topó con un sobre de avión que contenía una hermosa carta escrita por una mujer rememorando con la sensibilidad a flor de piel la aventura que vivió con su hermano Antonio durante la Guerra Civil española.
Estaba firmada por Raquel Choudens.
Y es que el corazón de una mujer es un profundo océano de secretos…
Miguel Espinosa García de Oteyza


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