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El próximo 17 de diciembre, serán beatificados en la catedral de la Almudena de Madrid veintidós religiosos oblatos fusilados, entre julio y noviembre, durante la Guerra Civil española en 1936, conocida por una persecución religiosa inédita por su barbarie.
Los veintidós religiosos pertenecían a la congregación de Misioneros Oblatos de María Inmaculada (OMI), que se habían establecido en Pozuelo de Alarcón, Madrid, en 1929. Ejercían su ministerio como capellanes en tres comunidades de religiosas y colaboraban en las parroquias del entorno. Los jóvenes escolásticos (estudiantes) impartían catequesis en cuatro parroquias vecinas y la coral oblata solemnizaba las celebraciones litúrgicas. Esa actividad religiosa comenzó a inquietar a los comités revolucionarios del barrio de la Estación.
El 20 de julio de 1936, hubo nuevos incendios de iglesias y conventos, sobre todo en Madrid. Los milicianos republicanos de Pozuelo asaltaron la capilla del barrio de la Estación, sacaron a la calle ornamentos e imágenes y los quemaron. Incendiaron luego la capilla y repitieron la escena en la parroquia. Dos días después, esos milicianos asaltaron el convento y apresaron a los 38 religiosos. En el registro hallaron fueron cuadros religiosos, imágenes, crucifijos, rosarios y ornamentos sagrados. Todo fue arrojado y quemado en la calle. El día 24, se producen los primeros asesinatos. Sin interrogatorio ni juicio, sin defensa, dispararon mortalmente a Juan Antonio Pérez Mayo, sacerdote, profesor, 29 años; y los estudiantes Manuel Gutiérrez Martín, subdiácono, 23; Cecilio Vega Domínguez, subdiácono, 23; Juan Pedro Cotillo Fernández, 22; Pascual Aláez Medina, 19; Francisco Polvorinos Gómez, 26; Justo Gónzález Lorente, 21. El resto de los religiosos permanecieron presos en el convento y dedicaban sus horas de espera a rezar y prepararse a bien morir.
Alguien, probablemente el alcalde de Pozuelo, comunicó a Madrid el riesgo que corrían los religiosos aún vivos y ese mismo 24 de julio llegó un camión de Guardias de Asalto que llevó a los religiosos a la Dirección General de Seguridad donde fueron puestos en libertad. En octubre, fueron de nuevo detenidos y encarcelados. Soportaron un lento martirio de hambre, frío, terror y amenazas. Reinaba entre ellos la caridad y el clima de oración silenciosa. El 7 de noviembre, fue fusilado el padre José Vega Riaño, sacerdote y formador, de 32 años, y el estudiante Serviliano Riaño Herrero, de 30. Éste, al ser llamado por los verdugos, pudo acercarse a la celda del padre M. Martín y pedirle la absolución sacramental por la mirilla. Veinte días después, tocaría el turno a los otros trece: Francisco Esteban Lacal, superior provincial, 48 años; Vicente Blanco Guadilla, superior local, 54 años; Gregorio Escobal García, sacerdote recién ordenado, 24 años; y los hermanos escolásticos: Juan José Caballero Rodríguez, subdiácono, 24 años; Publio Rodríguez Moslares, 24 años; Justo Gil Pardo, 26 años; José Guerra Andrés, 22 años; Daniel Gómez Lucas, 20 años; Justo Fernández González,18 años; Clemente Rodríguez Tejerina, 18 años; y los hermanos coadjutores Ángel Francisco Bocos Hernández, 53 años; Marcelino Sánchez Fernández, 26 años y Eleuterio Pardo Villarroel, 21 años.
El 28 de noviembre de 1936 fueron sacados de la cárcel, conducidos a Paracuellos de Jarama y allí asesinados. El neosacerdote Gregorio Escobar había escrito a su familia “Siempre me han conmovido hasta lo más hondo los relatos del martirio que siempre han existido en la Iglesia, y siempre al leerlos un secreto deseo me asalta de correr la misma suerte que ellos. Ese sería el mejor sacerdocio a que podríamos aspirar todos los cristianos: ofrecer cada cual a Dios su propio cuerpo y sangre en holocausto por la fe ¡Qué dicha sería la de morir mártir!”.
Consta en el proceso diocesano que todos murieron haciendo profesión de fe y perdonando a sus verdugos y que, a pesar de las torturas y presiones durante el cruel cautiverio, ninguno apostató, ni decayó en la fe, ni se lamentó de haber abrazado la vocación religiosa.
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