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Eduardo García-Serrano
El fantasma que recorría Europa, según la siniestra lírica con la que comienza el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, y que con sus cadenas y su halitosis de mazmorra esclavizó (aún lo hace) y asesinó (continúa haciéndolo) a centenares de millones de hombres urbi et orbi, no se encarna ex novo en las palabras y los hechos de sus decimonónicos padres fundadores. No. La incubadora del comunismo es la Revolución Francesa, sus filósofos burgueses, sus liberales amorales y sus sicarios jacobinos que codificaron el Terror con precisión jurídica y con matemática ejecución le otorgaron magnitudes industriales, desarrolladas, mejoradas y amplificadas, con el mimo de un relojero y la pericia de un orfebre, ciento veintiocho años después por sus bastardos comunistas a partir del Octubre Rojo de 1917, cuando esas joyas de los zares bolcheviques, los relojes de la muerte, comenzaron a cronometrar el tiempo llenando sus minutos y sus horas de rebaños de víctimas conducidas al exterminio por esas bestias antropomorfas que se despojaron del alma y de la conciencia para convertirse en comunistas. En asesinos comunistas (perdón por elpleonasmo)
He ahí la clave del éxito del comunismo y de su ajuar y su dote primordiales: infinitos osarios extendidos como océanos de Terror en la cartografía física y en los mapas de la memoria de miles de millones de hombres reducidos a la condición de muertos ambulantes o de cadáveres inertes desde la Revolución Francesa hasta nuestros días.
La mayoría de las consignas, repetidas hasta el hartazgo por la formidable propaganda comunista, no son genuinas. Son un plagio, en bruto o solapado, de Jean Paul Marat (feliz, aunque inútilmente, asesinado por Charlotte Corday) y de su pléyade de filósofos asesinos solapados de revolucionarios. Pero sobre todas ellas, una especialmente venenosa que es la que al comunismo le otorgó su terrorífica fuerza, aquélla que los jacobinos emplearon a modo de trueque, contraoferta y ultimátum para que la víctima elegida no acabara escupiendo la cabeza en la guillotina: “Dame tu conciencia y te haré libre”. Por eso los comunistas no tienen alma. Por eso carecen de bridas morales. Por eso han sido capaces de llevar y ejecutar el Apocalipsis allá donde han gobernado, donde aún gobiernan.
Lo afirmo como quien constata el frío paralizante del Polo Norte o el calor abrasador del desierto del Sáhara. Los conozco tan bien como los conoció uno de sus principales agentes en España, Enrique Castro, fundador del Quinto Regimiento y jefe del Comisariado Político del Frente Popular, quien al recuperar el alma escribió un libro impagable e imprescindible, “Hombres Made in Moscú”, que comienza así: “¿Conocéis a los comunistas? No. No conocéis a los comunistas. Os habéis limitado hasta ahora a soñar, a vivir los sueños maravillosos que ellos os han metido en la cabeza; a soñar sin intentar romper el encanto, sin intentar despertar jamás , porque de la desilusión habéis pasado a convertiros en unos enfermos de ilusiones. No conocéis a los comunistas. Para conocerlos bien no hay que escucharlos para no dejarse envenenar, hay que mirarlos hasta llegar a lo hondo de cada uno de ellos, DONDE OTROS HOMBRES TIENEN EL ALMA, y hay que ver su socialismo a través del hombre y no de la propaganda ni las estadísticas. Yo los conocí mirándome a mí mismo”.
Más de un siglo después del inicio de la devastación y de la matanza permanente ejecutada por los comunistas, la UE decidió condenar retórica, democrática y pacíficamente al comunismo y a los comunistas. Son unos miserables, ellos y los comunistas, los condenados y sus democráticos jueces tardíos.
El Generalísimo Francisco Franco los conoció en toda su ferocidad criminal, los derrotó, en la guerra y en la paz, y los mantuvo durante cuarenta años en la impotente irrelevancia política. Sólo él fue capaz de hacerlo en España, en Europa y en el mundo. Por eso los comunistas temen hasta el eco de su recuerdo. ¡Bendito seas, mi General!