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José Guerra Campos (1920-1997)
Obispo de Cuenca
El
misterio de Cristo resucitado es el corazón de la Iglesia.
No
se puede entender de ningún modo lo que significa la Iglesia en el mundo si se
la concibe únicamente como una sociedad de hombres que buscan la verdad o que
coinciden en un programa operativo; o si se concibe al mismo Cristo únicamente
como un fundador, en quien los sucesores ven al maestro o al ejemplo
perdurable.
Cristo
no tiene sucesores. Los Apóstoles, sí; pero tanto los Apóstoles como sus
sucesores lo que hacen es anunciar y actualizar la presencia constante de
Cristo Salvador a través de la historia.
Por
eso, en el último Concilio se ha dicho que la Iglesia es como un gran
sacramento de Cristo: una señal y un instrumento de su presencia salvadora. El
Bautismo nos incorpora al cuerpo de Cristo. Y Cristo-cabeza se siente
vitalmente ligado con todos sus miembros. En los comienzos de la historia de la
Iglesia, Saulo perseguía implacable a los cristianos. Escuchó la voz de lo
alto: “Saulo, ¿por qué me persigues?” Saulo no perseguía al Señor; para él
estaba muerto: perseguía a los discípulos que quedaban en el mundo. Sin
embargo, “Saulo, ¿por qué me persigues? Comentario de San Agustín: “Saulo pisó
los pies, pero quien gritó fue la cabeza”.
Indudablemente,
en este cuerpo de salvación, de transmisión de vida superior, todos recibimos
y, al mismo tiempo, todos damos. Todos somos llamados para ser testigos e
instrumentos de esta presencia misteriosa, para formar este “sacramento”, esta
luz que ilumina los caminos de la tierra.
Es
muy importante evitar una gran tentación de este tiempo: la de insistir tanto
en este carácter activo que corresponde a todos los miembros de la Iglesia que
olvidemos una hermosa verdad tradicional: que la Iglesia es nuestra madre.
Hay,
por desgracia, muchos a quienes les molesta incomprensiblemente esta
afirmación: “La Iglesia es nuestra madre”. Porque se han acostumbrado a pensar
que la Iglesia son ellos; se han identificado en exclusiva con la Iglesia:
¿Cómo podemos ser nuestra madre?
Sin
embargo, es verdad. Gracias a la presencia de Cristo resucitado, la Iglesia es
más que nosotros. Nosotros somos pecadores y ¡cuántas veces se apela a nuestros
pecados y defectos -no sin falsa humildad, porque más bien apuntamos al pecado
ajeno que al propio- para echar pellas de barro sobre el rostro de la madre! La
Iglesia es nuestra madre, porque en ella actúa Cristo por el Espíritu Santo;
porque incluso los órganos humanos, no obstante sus defectos, nos garantizan la
actuación salvadora del Señor (el magisterio eclesiástico nos transmite la fe pura,
sin permitir que se disuelva en la corriente turbia de las opiniones humanas;
los sacramentos nos levantan, por encima de una mera convivencia humana, a
participar de una vida superior).
La
Iglesia es nuestra madre. Y la Iglesia, por tanto, es santa. Esta presencia de
Cristo, esta actuación misteriosa hace que, sin negar nuestros propios
defectos, podamos abrir “los ojos complacidos a la presencia de muchos santos,
sobre todo de muchas almas sencillas, que no presumen de serlo. Pecadores,
nosotros; madre y santa, a pesar de todo, la Iglesia.
Pero
conviene insistir en ello: la Iglesia es madre y santa porque nos da a Cristo.
Los instrumentos humanos de la Iglesia -todos sus miembros- tenemos que ser
radicalmente humildes. No somos la luz: damos testimonio de la luz; intentamos
reflejarla, a pesar de nuestras manchas.
¡Cuánta
actualidad tiene esta verdad evangélica en nuestros días! Hoy se habla mucho de
la Iglesia. De la Iglesia proviene, a través de los medios de comunicación,
mucho ruido, mucho espectáculo. Y es para preguntarse: este ruido, este
espectáculo visible, ¿remite a Cristo presente en el mundo o es pura exhibición
de los miembros de la Iglesia?
Lo
propio de los hijos de la Iglesia es defender a Cristo, presentar a los hombres
su mensaje salvador. ¿No estaremos ahora muchos en peligro de tapar la
presencia del Señor; de desmitificar la fe, es decir, de dejar entre paréntesis
o de eliminar los hechos más representativos de la vida de Cristo: su
Encarnación, su Resurrección, su Ascensión a los cielos, su presencia real en
la Eucaristía, su potencia milagrosa en medio del mundo? ¿No intentaremos
sustituirlo por ideas, por sistemas brillantes, más atractivos al mundo
contemporáneo?
Lo
propio de los hijos de la Iglesia es agradecer el legado de nuestros antepasados
que, en medio de sus defectos, nos han transmitido al Señor y la fe pura. ¿No
están cayendo ahora muchos hijos de la Iglesia en el vicio increíble de
acosarla implacablemente, sobre todo en su pasado? ¿No estamos como intentando
nerviosamente salir al paso de quienes la persiguen o de quienes no la
comprenden, para decirles: “Tenéis toda la razón; la Iglesia del pasado es la
causante de todos los males, predicó una religión alienadora, se alió con los
opresores, oscureció la luz de la técnica y de la ciencia”?
Y
junto a este ataque cruel, absurdamente injusto, contra la Iglesia del pasado,
¿no estaremos cayendo muchos, en nuestros días (cuando más deberíamos sentirnos
llamados a la humildad, al temblor de la responsabilidad, para ser dignos de
quienes nos han precedido y transmitir a nuestra vez la antorcha a los que nos
sigan), no estaremos cayendo en la hinchazón vana, en el exhibicionismo sin
límites, diciéndoles a los contemporáneos: “Tenéis razón contra los
antepasados, pero fijaos en nosotros, vamos a cambiar las estructuras, vamos a
transformar el vestido cultural de la Iglesia, os vamos a ofrecer cauces
nuevos, ¡de nosotros sí que podéis fiaros! ¿Manifestación de Cristo o
exhibicionismo superficial de las personas? ¿Testimonio de la presencia
salvadora o vedettismo trivial?
No
creo inoportuno que todos nos apliquemos, en una meditación profunda, las
palabras del apóstol San Pablo: “Los judíos piden signos, los griegos buscan
sabiduría, mientras nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo
para los unos y locura para los otros, pero que es fuerza y sabiduría de Dios
para los llamados… Porque la locura de Dios es más sabia y la flaqueza de Dios
es más fuerte” que todas las presunciones humanas.
(24 de abril de
1972.)
por