La Iglesia celebró recientemente la fiesta de San Benito de Nursia, a quien ha declarado patrón de Europa. Y por esta razón singular el cardenal Rouco Varela subió las cuestas que conducen al monasterio de los benedictinos que se ocupan de custodiar, a la sombra de la Cruz, esos sepulcros que dan nombre al Valle de los Caídos. Entre ellos recuentan también cenizas de mártires beatificados porque murieron perdonando. La admirable homilía que en esta oportunidad pronunció nos obliga a intentar una reflexión en profundidad sobre el acontecimiento. Sin duda se estaba dando un paso decisivo: superar toda clase de reticencias políticas que únicamente pertenecen al pasado y recordar que allí, en la montaña, se estaba repitiendo la experiencia de Montecasino. El benedictismo es una de las raíces sólidas de la modernidad y, también, uno de los cimientos sobre los que puede y debe construirse el futuro.
Benito vivió una experiencia semejante a la de nuestros días. El derrumbamiento de una sociedad cuyos valores positivos habían sido olvidados en medio de una crisis que, al parecer, no tenía salida. La llamada de Dios le llegó cundo veía su gran amada Roma, derrumbada por los bárbaros. Y entonces, como a muchos sucede pensó en apartarse de todo buscando un refugio en una pequeña cueva que le permitiera olvidar y, al mismo tiempo, penetrar en ese inmenso paisaje que proporciona el amor. Pero Dios, que siempre escribe con renglones torcidos, le empujó, primero a Subiaco, después a Casino, porque la tarea a emprender era mucho más enjundiosa: descubrir, en todo su valor, la persona humana.
Y así el benedictismo comenzó a descubrir –reza pero también trabaja– los valores esenciales que aún constituyen la esencia de la europeidad. El ser humano no es solamente un individuo sino una persona, lo que quiere decir que se trasciende mediante el amor a la naturaleza, el amor al prójimo y en definitiva el amor a Dios. Cada monasterio era una familia: de ahí que el superior del mismo se le siga llamando con ese término cariñoso, Abba, que es algo más íntimo que padre. Y el trabajo debía abandonar los viejos distingos entre liberales y serviles para convertirse en una muestra de servicio. Trabajo que, entre otras cosas, iba a permitir a Europa hacer prodigiosos descubrimientos que ni siquiera somos capaces de imaginar, y salvar la herencia patrimonial del helenismo copiando con paciencia los escritos. Europa debe a los benedictinos las bibliotecas más importantes y las escuelas de las que salieron los grandes saberes.
Luego estaban las normas de vida. Hoy las echamos en falta porque hacemos que nuestros jóvenes inviertan los valores y lleguen a la conclusión de que solo necesitan sacar a la vida, corta en sus dimensiones, todo el provecho que el tiempo y la materia pueden producirles. Y la consecuencia no puede ser otra que la desesperanza y la desilusión. Es urgente, en todos los sentidos, alcanzar una restauración de la persona humana. La sombra de la Cruz es una rememoración. Y así lo señalaba el cardenal el otro día.
Pero esta fecha tiene otras dimensiones en las que debemos poner, cuidadosamente, la atención. El Valle de los Caídos nació como un proyecto, generoso y eficaz, de intentar que se superasen las tremendas discordias entre los españoles. No pensaban en principio los que pusieron en marcha el proyecto, en un monasterio. Pero la necesidad se impuso finalmente ya que este era el único vehículo capaz de proporcionar cada adía o cada hora, el alimento espiritual que se necesitaba. Era inevitable que se produjeran, por el tiempo en que el proyecto nacía, ciertas dimensiones políticas. Son las que han servido a los defensores de la memoria histórica, para lanzar esa gran ofensiva contra el valle que intentaba su clausura o su destrucción. Es significativo que la Cruz fuese el símbolo más denostado.
Pero ahora las cosas, a partir de ese 11 de julio que evocamos, han experimentado un cambio. Los ojos no se vuelven hacia el pasado sino hacia el futro. La simiente benedictina ha arraigado profundamente, y está ahí. Como Montecasino. No olvidemos que cuatro veces Montecasino fue destruido –la última en 1943 por la aviación norteamericana– y otras tantas ha sido reconstruido. Porque el espíritu es muy diferente de la materia y a él no alcanzan los instrumentos de este mundo.
Ahora la abadía de Santa María de la Cruz, encendiendo de nuevo las luces que parecían a punto de apagarse, ha emprendido también el camino de una nueva y singular peregrinación. Su gigantesca biblioteca, sus actividades escolares, su siembra sin descanso del amor humano y la continuada oración, vienen a traducirse en poderosos cimientos para construir una de las dimensiones que más necesita la sociedad de nuestros días. En otra ocasión, en torno al año 800 un exiliado español, godo, Witiza, vivió una experiencia semejante: cambió radicalmente los términos de su persona, pasó a llamarse Benito de Aniano, reconstruyó la Regla y prestó a Carlomagno una decisiva colaboración para construir Europa. España sigue siendo una gran nación, pese a los esfuerzos que se hacen para destruirla, pero necesita, como en el tiempo de San Benito, la ayuda silenciosa y desinteresada de quienes son capaces de entregar su vida en esa actitud de servicio. Una réplica de Montecasino es, sin duda, un gran regalo. Y allí está también, una de las pequeñísimas astillas que, de acuerdo con la tradición, sobreviven del árbol de la Cruz.