Doce de Octubre en Barcelona

 Arturo Fontangordo
 
Hace muchos años, en los legendarios tiempos de la Santa Transición, la casta política liberal que, adherida como una costra insana al Régimen de Franco sobrevivió a este, decidió, en connivencia con la progresía postmarxista, entregar el poder en Vascongadas y Cataluña a los entonces escasos y poco influyentes nacionalismos burgueses.
 
Centrándonos en el caso catalán, esto se tradujo en la imposición de un imaginario cultural a través de una cuidadosa metodología, de una especie de estalinismo incruento, perfeccionado y depurado que no se puede comparar con ningún otro intento similar en Occidente, quizás con la excepción, a una escala mucho mayor (y por lo tanto, más vulnerable), de la mitología sionista. Los pilares de este lavado de cerebro colectivo han sido y siguen siendo tres:
 
1) La actuación institucional sin fisuras desde todos los órganos de poder, fomentando una actividad política y cultural no sólo diferenciada, sino en clave de oposición a los rasgos comunes y unificadores de Cataluña con el de otras regiones españolas. Esto incluye primordialmente una particular visión de la Historia mendaz de principio a fin, que ya ha sido más que desmontada hace décadas por los auténticos estudiosos, incluso algunos de ellos “conversos” como Marcelo Capdeferro; extendernos en sus principales tótems y elucubraciones nos exigiría unas cuantas páginas, así que invitamos al lector a que busque alguno de los buenos libros publicados, como “Otra Historia de Cataluña” del citado Capdeferro, o el recentísimo “Historias ocultadas del nacionalismo catalán”, en el que el profesor Javier Barraycoa, de forma muy amena y comprensible, revienta los mitos catalanistas.

 
Simultáneamente, hay una doble corriente contradictoria sobre cuya falta de lógica interna nadie se inquieta: por un lado, una buscada ignorancia, trivialización y desprecio de las costumbres, gastronomía, folklore, tradiciones, riqueza natural y artística, etc., del resto de los pueblos de España, en pro de un “cosmopolitismo” vacuo y de una multiculturalidad acrítica en sus dos variantes: perrofláutica y gafapástica; y, por otro lado, una exaltación cuasirreligiosa de las menores realidades susceptibles de ser consideradas configuradoras de una “identidad nacional”, sean unos cebollines (calçots), unas figuras escatológicas (el caganer o el cagatió), un baile (de origen, por cierto, no catalán y bastante reciente, la sardana), o un equipo de fútbol (el mescunclú Barcelona).

2) El monopolio absoluto por parte del nacionalismo de los medios de comunicación, empezando por la deficitaria y costosísima radiotelevisión autonómica, y siguiendo por todos los periódicos en manos privadas, desde la aparentemente moderada “La Vanguardia”, fenomenal girasol que otrora cantase las glorias del Caudillo, hasta la prensa independentista más radical, que, por falta de lectores, ha sido sistemáticamente subvencionada por los gobiernos autonómicos. Es asombrosa la coincidencia de vocablos, interpretaciones, titulares, formas de decir las cosas de toda esta gran masa coral, que funciona, hay que reconocerlo, con una sincronización que el hábito hace que ya no resulte forzada. La autocensura, los mismos falaces lugares comunes y el servilismo figuran como ADN en el núcleo de la totalidad de estos medios; es que ni se preocupan ya de guardar las formas de la disensión aparente. 
 3) El más importante, grave y obsceno de todos, el adoctrinamiento de la infancia y de la juventud, utilizando la educación pública y privada, además de los medios de comunicación ya mencionados. El haber permitido a los nacionalistas la perversión de dos generaciones completas de catalanes, que ya son incapaces de salir del círculo hermenéutico forjado para ellos desde la guardería, merece, sólo por sí mismo, que todos los que han tenido responsabilidades de gobierno en España desde la muerte del Generalísimo Franco sean considerados como los más dañinos traidores a la Patria, como unos mercaderes de almas, cuya interesada negligencia ha esterilizado por completo a dos millones de españoles para servir a su país. No nos engañemos, poco o nada se puede hacer, considerándolas en su conjunto, con estas dos generaciones; poco o nada, y lo diré alto, claro y sin tapujos: probablemente nada más que reprimirles, esperar a que la naturaleza siga su curso, y procurar que sus hijos sean mejores que ellos, de la misma manera que otros consiguieron que ellos fuesen peores que sus padres y sus abuelos.
 
No es olvido el no haber mencionado aquí la “normalización” lingüística. Este elemento, gran caballo de batalla de la derechona biempensante, juega su papel especialmente en lo relativo a la educación juvenil, al intentar abrir una brecha de comunicación con el resto de España, pero carece por completo de fuerza por sí mismo para generar una ruptura emocional y cultural. Nuevamente, o son muy tontos los presuntos “españolistas”, o están muy bien dirigidos por quienes manejan el cotarro real, para haber centrado sus pequeñas batallitas en este aspecto, cuando lo realmente peligroso era el contenido de lo que se decía, no el idioma en el que se dijese. Si alguien tiene alguna duda, que averigüe qué porcentaje castellanoparlante y euskaldun hay en ETA y en su entorno, sin ir más lejos; o qué escasa fuerza relativa tiene el separatismo en regiones como Galicia donde también se ha hecho un gran esfuerzo (también con muy mala intención) para abrir la división entre gallegoparlantes y castellanoparlantes.
 
 Sirva esta digresión para enmarcar el actual escenario político en Cataluña. Ya sabemos que quien marca la agenda tiene el poder real; y la realidad es que, por primera vez, la secesión pura y dura está en la agenda, no sólo de la clase política parasitaria, sino de las conversaciones de “chigre”, fruto del eco mediático. Por lo tanto, existe una posibilidad tangible de que Cataluña se separe de facto del resto de España; posibilidad que se ha dado debido a los tres pilares del totalitarismo cultural nacionalista que antes repasamos, y que han creado la masa de población alienada suficiente.
 
¿Cómo acabará el cuento? No lo sabemos. Ya el propio Artur Mas está buscando la manera de salir del atolladero, porque, en el fondo, toda esta situación ha escapado un poco al control burgués; ellos sólo querían que alguien menease un poco el nogal, y ahora parece que los cuervos les sacarán los ojos a sus criadores, pues el establishment catalán será la primera víctima una vez que los españoles de bien sean debidamente purgados de la hipotética República de Cataluña, y ya no se les pueda culpar de más males. La pregunta que pretende formular en el referéndum (“¿Quiere usted que Cataluña sea un nuevo Estado de la Unión Europea?”) es de cachondeo. Hecha la consulta, y ganado el sí con cierta holgura (probablemente rozará los dos tercios), el amigo Mas acudirá a Bruselas, donde le dirán que de nuevo Estado con membresía de la UE, nanay. Habrá cumplido su promesa, les podrá echar la culpa a los burócratas o a los españoles, y volverá otra vez a la carga con el pacto fiscal. Si da tiempo a que se produzca la secesión antes del inevitable gobierno único europeo (objetivo real de la perfectamente orquestada crisis económica que padecemos), será después de bastantes más vaivenes políticos que los que pueda deparar la próxima legislatura autonómica.
 
He tenido la suerte de vivir desde hace 9 años en Cataluña. Y digo suerte, porque ello me ha permitido profundizar más y mejor en la idea de España, en su misión histórica, en su realidad metafísica, que a casi todos se nos aparece recubierta en mayor o menor medida de la mugre jacobina y liberal. Vivir y entender Cataluña, a los buenos catalanes y españoles, me ha ayudado a purificar los aditivos decimonónicos y revolucionarios que han pretendido encerrar a nuestra Patria en el oscuro concepto de “nación”. Por eso, quienes pretenden defender la unidad de España sustentándose en la misma arquitectura ideológica de los separatistas, están condenados al fracaso, o a la incoherencia de clamar por la secesión para “que se fastidien”, como el lamentable Jiménez Losantos y sus adláteres. Sólo elevándose, entendiendo la trascendencia de la unidad de destino, y a la vez tocando el suelo, entendiendo la realidad natural de la Patria, se puede vencer a la lógica del número y del contrato social, del acuerdo de las mayorías, de los sentimentalismos románticos que quieren preceder filosóficamente a los entes reales. Lamentablemente, que al final seamos capaces de detener la secesión de Cataluña no va a cambiar la actual situación de postración, de casi muerte de España, reducida a la esclavitud por sus enemigos de siempre: el librepensamiento, el laicismo, el liberalismo, en definitiva, el error de la razón. Rebajada, pues, a la condición de “nación europea” revolucionaria, en medio de otras tantas; sin misión que cumplir, amputada geográficamente, mantenido el engaño y la ilusión en la mente de algunos con una corona fraudulenta, una bandera mancillada (a los franceses, en cambio, no les dejaron ni sus colores), y un himno que se tararea con graznidos de energúmenos sólo en los campos de fútbol. Detener la secesión de Cataluña no va a cambiar esto; pero nuestro deber es procurar que sea el primer paso para hacerlo.
 
Por eso, estuvimos en la concentración de Plaza Cataluña, en pleno centro de Barcelona, el pasado Día de la Raza. Cincuenta mil personas son muchas personas, cuando, desgraciadamente, en el Homenaje a la Bandera que tradicionalmente se hacía en esa fecha, rara vez la asistencia era de más de mil. Pero claro, hasta el año pasado, quienes pretendíamos reivindicar la hispanidad de Cataluña éramos unos radicales trasnochados, unos fascistas peligrosos, unos apestados con los que ningún demócrata de bien quería juntarse. Aún recuerdo el caso de un joven militante del PP que fue identificado hace algunos años en las fotografías de prensa, y que fue fulminantemente expulsado de su partido, por asistir a un acto que era apartidista y estrictamente patriótico.
 
Así que, sí, bienvenidos sean estos 49.000 españoles de aluvión. Ojalá la próxima vez que toque dar la cara en la calle sean 499.000. Podríamos recordarles, una vez más, aquello de “teníamos razón”, pero ni nos escucharán ni nos lo querrán reconocer. Así que, si se tiene que producir lo peor, al menos que no sea sin lucha; que quede como una llama para las futuras generaciones la resistencia que planteemos, aunque su calidad se resienta por la debilidad de los mimbres. A CiU se le han ido de las manos sus cachorros, ahora ya creciditos; ojalá al resto del Sistema que nos asfixia le ocurra lo mismo con los muchos críos que, sin saber muy bien por qué, acompañaban a sus padres sacando por primera vez de sus casas una bandera de España. Algún día, tal vez, un puñado lo suficientemente grande y lo suficientemente decidido de esos muchachos pueda cambiar la Historia, si así es la voluntad de su Creador y Señor. Amén.  
 
 
 
 


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