Don José Utrera Molina, por Juan Manuel de Prada

 

Juan Manuel de Prada

ABC

 

 

   A don José Utrera Molina lo conocí por mediación de su entrañable amigo, el maestro Manuel Alcántara, hace ya casi veinte años. Era don José por entonces un hombre que se adentraba con gallardía en los arrabales de la vejez, lleno de dolor de España y de un temple bondadoso y estoico que lo ayudaba a sobrellevar las muchas vilezas que ya por entonces empezaba a padecer. Don José era un auténtico caballero cristiano, según lo explicase García Morente: paladín de las causas perdidas, magnánimo ante la mezquindad, altivo ante el servilismo, más pálpito que cálculo y con esa impaciencia de eternidad que caracteriza al hombre sinceramente religioso. El maestro Alcántara me lo había definido como su “amigo más leal”; y, en efecto, según pude comprobar luego, las lealtades de don José eran acérrimas e inamovibles.

 

   Don José Utrera Molina me llamaba de vez en cuando para felicitarme por algún artículo; y también, por cierto, para reprocharme algún otro en el que no me mostraba benévolo con ciertos aspectos del franquismo. Especialmente cariñoso se mostró conmigo cuando elogié su figura, frente a una panda de miserables con mando en plaza que lo despojaron del título de Hijo Predilecto de Málaga. ¡Al hombre que había dado todo su amor a Málaga, que la había dotado de residencias de ancianos, de cientos de viviendas sociales, de una universidad laboral, para que los hijos de los pobres pudieran formarse y llevar mejor vida que sus padres! En el calvario padecido por Utrera Molina en sus postrimerías se compendia el sórdido y cobarde cainismo de esta España que siempre está con el que manda, que se acuesta servilmente franquista y se levanta furibundamente antifranquista. Utrera Molina cometió el delito de seguir siendo lealmente lo que siempre había sido, sin chaqueterismo ni componendas. ¡Y mira que le habría resultado fácil camuflarse! Le hubiese bastado con cerdear un poco, como hicieron tantos franquistas que quería seguir viviendo como sultanes y experimentaron una fulminante conversión, como si les hubiese aparecido de repente la Señora Democracia, como la Virgen se apareció en Fátima. Todos estos demócratas sobrevenidos que nos han estado dando lecciones (algún día habrá que señalarlos con el dedo) solo querían seguir mamando de la teta; y, para lograrlo, permitieron que el odio volviera a enviscar a los españoles. Y ese odio, inevitablemente, fue cobrando espesor hasta lanzar sus zarpazos contra quienes no habían cerceado, contra hombres tan nobles y abnegados como don José Utrera Molina. Pero, como nos enseñaba Cernuda, los insultos de los viles son “formas amargas del elogio”.

 

   Hace apenas un par de días preguntaba por don José a su nieto Rodrigo, que me confesaba con pesar que estaba bastante delicado de salud. En la reedición de Sin cambiar de bandera, las memorias de Utrera Molina, se incluía una carta de su nieto Rodrigo llena de verdad y emoción en la que puede leerse: “Tú guiabas cuando otros solo seguían, por eso intentaron marginarte en el pretérito, exiliarte en el presente y desahuciarte el futuro. Tu lealtad te supuso conocer el sabor de la traición, pero fue exactamente eso lo que dio tanta importancia a tu fidelidad… Es el motivo por el que mi voz, cuando hablo de ti con mis amigos, denota orgullo de ser tu nieto. Orgullo y gratitud”. Yo también puedo decir hoy, con orgullo y gratitud, que me honro de haber sido amigo de un hombre bueno como don José Utrera Molina, que ya no tendrá que seguir escuchando las palinodias sonrojantes de los chaqueteros, ni las invectivas sangrientas de los caínes que amargaron su vejez. Descanse en paz, querido don José.

 


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