Editorial de Febrero de 2015

 
 

Se cumplen cuarenta años del fallecimiento del Generalísimo de los Ejércitos, Caudillo de España durante la casi mitad del siglo XX y Jefe del Estado que con mayor acierto impulsó la vertebración de España, el desarrollo económico y la justicia social, en un estado de derecho genuino donde la libertad individual de un orden responsable y solidario primaban sobre los intereses de partido, de clase o de grupo económico, y donde España hacía valer su independencia en el orden internacional, dentro del ámbito geográfico, estratégico, político y económico que le eran propios a la civilización occidental que defendió en esencia y presencia.

Con tal motivo, desde la Fundación que preserva su memoria y obra, las Editoriales de cada mes llevarán la firma del autor; todos prestigiosos intelectuales del mundo de la historia, la política, la milicia, el periodismo o las Humanidades.  Todos desde el compromiso con la verdad vivida, estudiada y reflexionada. Todos sin complejos, ni ataduras a lo conveniente. Todos alejados de un poder que ampara la manipulación sistemática de la historia mediante Ley, y el reconocimiento honroso de nuestros orígenes y razones que justifican los hechos del presente y el incierto futuro.

 
 
 
Franco en el recuerdo
 
 
 
 
José Utrera Molina 
 
 
   La vida del hombre está bordada en los recuerdos.  Constituyen un signo vital imprescindible para conocer el fondo de nuestra trayectoria. Hay recuerdos que permanecen siempre en nuestro corazón, otros se desvanecen con el paso de los años, pero hay alguno tan incorporado a la sangre que fluye una y otra vez constituyendo el basamento vital de nuestro recorrido en el mundo.
 
   Tuve la fortuna de conocer directamente a Francisco Franco. La primera vez que estreché su mano mandaba yo una concentración de militantes del Movimiento en Málaga y tuve la oportunidad de darle la novedad de las formaciones que se situaban en el campo de la Rosaleda.  Estaba yo por entonces muy lejos de creer que llegaría un día en que hablaría con Franco distendidamente de diversos problemas y se estableciese una corriente de sincero  afecto y empatía. Con el paso de los años tuve el privilegio de hablar con él en numerosas ocasiones. Puedo escribir ahora, que pocos temas quedaron marginados en aquellas conversaciones. Fundamentalmente la preocupación de Franco fue siempre social. En una ocasión que Franco se había desplazado a la provincia de Sevilla siendo yo gobernador, me preguntó al pasar por una plaza de Carmona: “¿Qué hacen tantos hombres del campo sentados en la plaza a esta hora?” Yo entonces le conteste: “Mire hay una costumbre vieja de que los terratenientes de Sevilla suelen  acudir a este pueblo para contratar a aquellos hombres que servían para las tareas del campo.” Me pareció un procedimiento absolutamente injusto y desfasado y yo lo combatí, creo que con relativo éxito, en la etapa de mi gobierno en Sevilla. Franco me escuchó atentamente y me dijo exactamente: “Esos procedimientos ya no pueden existir en nuestro tiempo. Procure con sus medios analizar esta situación y ponga coto a situaciones de injusticia incompatibles con nuestras convicciones. El hombre del campo, añadió, merece todos mis respetos y muy pocos para aquellos que intentan todavía explotarlos”.
 
   Podía contar infinidad de anécdotas y hay una que no me resisto a ocultar. No es trascendente pero sí muy significativa. Estábamos en la Encomienda de Mudela, donde Franco se había trasladado con motivo de la celebración de una cacería de perdices. Me correspondía como gobernador –recientemente nombrado- estar de servicio compartiendo en conversaciones dispersas las distintas opiniones que sobre diferentes asuntos manifestaban muchos asistentes a la cacería. Uno de los cazadores que parecía tener cierta relación de confianza con el Jefe del Estado me llamó aparte y me preguntó si yo era aficionado a la caza. Le contesté que no. “Entonces –me dijo- aquí se va a aburrir mucho”.  A continuación, en un tono jocoso se dirigió a Franco y le dijo: “me dice el joven  gobernador que no ha cazado en su vida  y le he dicho que se va a morir de aburrimiento en Ciudad Real”. Franco le dirigió una mirada tan severa que su interlocutor se excusó. “Solo era una broma” –le dijo- pero Franco no se conformó y le contestó malhumorado: “Una broma no, acaba Vd. de decir una impertinencia. El gobernador no está aquí para asistir a ninguna clase de frívola ocupación sino a servir causas más ilustres. En Ciudad Real está todo por hacer y no tendrá tiempo de aburrirse”. Podría narrar muchas otras circunstancias y la última de ellas ha dejado en mi alma un recuerdo imborrable. Yo había cesado como Ministro Secretario General del Movimiento y como tal fui a despedirme del Jefe del Estado. Confieso que ya por entonces habían llegado a mí infinidad de voces que me anunciaban la disposición cariñosa y favorable que Franco tenía de mí y que  había manifestado en varias ocasiones, entre otros a  quien fue Vicepresidente del Gobierno el Capitán General Muñoz-Grandes.
 
   Con aquella sensación de necesaria despedida hablé con el Caudillo manifestándole mi alegría por haber cesado en un cometido que siempre fue difícil para mí. Franco entonces me dijo lo siguiente: “No tiene Vd. por qué despedirse, porque estará Vd. siempre con nosotros y además tenga la certeza de que Vd. lo ha hecho muy bien. Repito, lo ha hecho Vd. muy bien”. Entonces yo me permití decirle: “Tiene su Excelencia una opinión demasiado favorable hacia mí. Puedo decirle que nunca en mi vida soñé con estar tan directamente a sus órdenes. Ha sido un orgullo que conservaré los días que me queden de vida”. Entonces Franco me abrazó y lo hizo llorando. Al contemplar sus lágrimas yo sentí una perturbación increíble. No sabía que decir y al final correspondí a su abrazo, diciéndole como un viejo Jefe de Centuria de aquellas falanges que han llevado su nombre: “Caudillo, siempre a tus órdenes”. Aquellos segundos se prolongaron en el silencio del despacho. Yo no sabía cómo terminar porque no me correspondía a mí  hacerlo, sino a él. Finalmente volvió otra vez a abrazarme y aquella patética visión no ha desaparecido, ni de mi alma ni de mis recuerdos.
 
   ¿Qué puedo decir yo de quién dirigió los destinos de España en una larga etapa? No he conocido a un gobernante con una talla tan excepcional como Franco. Era parco en palabras, no utilizaba términos que evidenciaran ninguna clase de grandilocuencia. Eso sí, llamaba a las cosas por su nombre y era por esencia anti retórico y poco locuaz. Los grandes problemas que España tuvo que afrontar durante su largo mandato están a la vista de todos. No hubo un problema nacional que soslayara.  Bien, por el contrario penetraba en el fondo de los asuntos y con sencillez y seguridad, trataba siempre de resolverlos. Su amor a España no puede discutirlo nadie. Su valor para enfrentarse con la vida bien sea como soldado en África o, en distintas coyunturas de esta naturaleza, están mil veces probadas. No puedo porque no me lo permite la razón exponer otras circunstancias en las que Franco manifestaba y demostraba una prodigiosa seguridad frente a las vacilaciones e incluso en las opiniones opuestas que pudieran cercar la firmeza de sus opiniones. Franco sabía escuchar y al final de una conversación puntualizaba con acierto.
 
   Franco amaba  España por encima de todo. No es una expresión vulgar y rutinaria la que utilizo para honrar el arrojo y valentía de Franco. Yo he conocido situaciones que solamente un inmenso fervor a su patria podían definir.
 
   Ni que decir tiene que a estas alturas de mi vida, con 88 años, siento en mi sangre la gratitud por su confianza y en mi corazón la admiración total que suscitó en mí su inmensa talla de estadista. Afrontó las más difíciles coyunturas internacionales, no se inmutó ante determinados desajustes interiores. Miró siempre al futuro y su fe no fue un recurso de gobernante sino el milagro hecho verdad de un ejercicio de devoción permanente. Ahora que nombrar a Franco significa para algunos un acto de heroísmo ante la adversidad y cuando tanta cobardía se ha producido en torno a su figura, yo proclamo aquí, en este breve artículo, mi fe, que no es una voluntad que atraviesa el corazón sino un dolor orgulloso, de haber servido con pasión y con fe a un hombre sencillo y sensacional, a un gobernante equilibrado y justo, a un Jefe que cumplía con su deber en silencio y que no tuvo tiempo para dedicarlo a otra cosa que no fuese el servicio permanente a su Patria.
 
 
 
 
 
 
 
 

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