Editorial de Julio de 2014

 18 de julio:
La rebelión de un pueblo
 
Jaime Alonso 
 
 
 
   Desprecio a España, a cuanto representa, a sus símbolos, costumbres e historia, y a todas las formas de expresión colectiva que identifican al pueblo en su arte, cultura y milicia con su Nación. Así llevábamos dos interminables siglos, los que van de 1808 hasta el 18 de Julio de 1936, de decadencia imparable, ruina económica, degradación política, injusticia social y división territorial.    
 
   A ello hemos vuelto, en sólo treinta y nueve años de acertada hoja de ruta desde el vértice del poder, sin que el pueblo sea otra cosa que mudo y pertinaz testigo de su desdicha, sin reconocer, siquiera, su activa contribución al desastre que se adivina y las causas que lo provocaron. Menos aún las soluciones terapéuticas imprescindibles  a tomar para salir de la crisis existencial que, como pueblo y nación, padecemos.  
   
   Que no acierte “la mano con la herida” es el propósito, consciente o no, de cuantos, exclusivos beneficiarios, han  contribuido a la permanencia de este sistema partitocrático, escasamente democrático, pactista en la desintegración de la nación y causante de la ruina económica que nos aflige. La historia que ignoran, ocultan, desprecian o manipulan es el antídoto que señala la herida y formas de curarla.   Uno de los constantes problemas de España en los siglos que anteceden a Julio del 36, era la falta de “autoridad” en la detentación del poder, de  esa autoridad que otorga el éxito y legitima su ejercicio, respaldando, con su adhesión, el pueblo.  

 
   Los distintos regímenes que se establecieron sucesivamente en España: liberales o conservadores, monárquicos o republicanos, progresistas o reaccionarios, alfonsinos o carlistas llevaron a nuestro mejor cronista de estos episodios, Pérez Galdós, a escribir asqueado:
 
   “Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el Poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos… No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos, esos que ya chiflaban en los años anteriores al 68. La España que aspira a un cambio radical y violento se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, lustros tal vez, quizá medio siglo largo, antes que ese Régimen, atacado de tuberculosis étnica, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental”.
 
   Corría el año 1902 y la fe nacional del lucido D. Benito ya aventuraba la inevitabilidad, salvadora o no, de una contienda que acabara con ese estado endémico de gobernabilidad de España.  
 
   El liberalismo en sus distintas acepciones y variantes democráticas se batió durante siglos entre la decepción, y la impaciencia acumulada por el desánimo, la arbitrariedad y los fracasos. El liberalismo vivía sitiado por los movimientos populares que prometían, pero no cumplían, a los mas desfavorecidos del campesinado y obreros de la escasa industria existente, un paraíso proletario solo existente en la paranoia utópica donde se confunden la realidad con los deseos y, estos, priman como fuerza sugestiva imparable y fatal en una sociedad confusa y desesperada.  
 
   La democracia no inspiraba a los españoles mas que rechazo, debido a la desconfianza que generaban los políticos predicando de palabra, pero no con el ejemplo. El pueblo ya solo respondía a la acción directa: a la rebelión y la violencia ideológica, por un lado; el apoyo de las represiones, los estados de guerra y los y los pronunciamientos, por otro. Pero no en la eficacia de un cauce para discutir los problemas en libertad.   Los ensayos políticos en España se vivieron durante dos siglos de espaldas a los intereses del pueblo y de la nación. Uno tras otro, los generales, las juntas, los regentes, los jefes de los partidos turnantes, las dos repúblicas, se han ido “pasando la bola” del fracaso. La ausencia de un régimen político persistente en el éxito, capaz de continuar y perpetuarse en la majestad del progreso, de la autoridad, del orden, de la paz, es lo que frustraba el alma hispana y la alejaba de la participación política, del sufragio universal, de la falseada división de poderes. De ahí el monstruoso absentismo que caracterizaba las elecciones, donde llegó al 90% de los electores, bastando, en ciudades como Madrid o Barcelona con 300.000 censados como votantes, con poco mas de 5.000 votos para obtener un acta de diputado.  
 
   Quien mejor que los propios coautores del desastre para ilustrar esa “ola gigante” de odio, frustración y miedo que confluyó en las dos Españas el 18 de Julio de 1936. Quienes destronaban a Isabel II, todos anteriormente agasajados, beneficiados y proclamados como héroes isabelinos, justificaban mediante el manifiesto de la “Gloriosa Revolución de Septiembre”, fechado en Cádiz, las razones de su acción:
 
   “…Corrompido el sufragio por la amenaza y el soborno; dependiente la seguridad individual, no del derecho propio, sino de la irresponsable voluntad de cualquiera de las autoridades; inerte el municipio, pasto de la administración y la hacienda, de la inmoralidad y del agio; tiranizada la enseñanza, muda la prensa y sólo interrumpido el universal silencio por las frecuentes noticias de las nuevas fortunas improvisadas…”.  
 

   La primera República, pintada por el menos sospechoso de sus artistas, el cuarto Presidente D. Emilio Castelar, señala:
 
   “Hubo días de aquel verano (1873) en que creíamos completamente disuelta nuestra España. La idea de la legalidad se había perdido en tales términos que un empleado cualquiera de Guerra asumía todos los poderes y lo notificaba a las Cortes, y los encargados de dar y cumplir las leyes desacatábanlas sublevándose o tañendo a rebato contra la legalidad…
 
   “De provincias llegaban las ideas mas extrañas…Unos decían que iban a resucitar la antigua coronilla de Aragón, como si las formulas del derecho moderno fueran conjuros de la edad Media. Otros decían que iban a constituir una Galicia independiente bajo el protectorado de Inglaterra. Jaén se apercibía a la guerra con Granada…Villas insignificantes, apenas inscritas en los mapas, citaban a asambleas constituyentes…Y entonces vimos lo que querríamos haber olvidado: motines diarios, asonadas generales, indisciplinas de militares; republicanos muy queridos del pueblo muertos a hierro por las calles; poblaciones pacificas excitadas a la rebelión; dictadura demagógica en Cádiz; rivalidades sangrientas de hombres y familias en Málaga que causaban la fuga en la mitad de los habitantes, y la guerra entre facciones de la otra mitad; desarme de la guarnición de Granada, después de cruentísimas batallas; bandas que salían de unas ciudades para pelear o morir en otras ciudades sin saber por qué ni para qué…; incendios y matanzas en Alcoy…; el cantón de Murcia entregado a la demagogia, y el de Castellón, a los “apostólicos”; pueblos castellanos llamando desde sus barricadas a una guerra de las Comunidades como si Carlos de Gante hubiera desembarcado en las costas del norte; horrible escena de riñas y puñaladas entre los emisarios de los cantoneros y defensores del Gobierno, en Valladolid; la capital de Andalucía, en armas; Cartagena, en delirio; Alicante y Almería, bombardeadas; la Escuadra española, pasando al pabellón extranjero; las costas, despedazadas; los buques, como si los piratas hubiesen vuelto al Mediterráneo; la inseguridad en todas partes; nuestros parques, disipándose en humo y nuestra Escuadra, hundiéndose en el mar; la ruina de nuestro suelo; el suicidio de nuestro partido, y el siniestro relampagueo de tanta demencia, en aquella caliginosa noche, la mas triste de nuestra historia contemporánea…”.  
 
   Los intelectuales y el pueblo se dieron cuenta como nunca tras la perdida de Cuba y Filipinas en 1898. Con el desgarro de una parte insular de España, “el desastre” ya se comenzaba a observar con nitidez: “Hace falta “un cirujano de hierro””, según Joaquín Costa. Maura, el gran demócrata,  habló de la “revolución desde arriba”, es decir, de la revolución desde el mando: “Queremos el éxito, en el Poder; alguien que conquiste la autoridad vacante desde siglos. Ansiamos resolver de una vez el problema de la eficacia, es decir, de la estabilidad”. Primo de Rivera se decidió a hacer de cirujano, pero sin desactivar las causas que producían los efectos en la endémica democracia española. Por ello la segunda República no heredó al dictador, sino el fracaso que la Monarquía democrático liberal derrocada por Primo de Rivera había recibido del pasado.  
 
   La bomba explosiva que el odio y frustración de siglos había generado en España, la toma en sus manos la II República. Sus ingredientes incendiarios se ordenaron nuevamente en dos campos antagónicos que ya no eran los monárquicos, de un lado, y los republicanos, de otro; ni los liberales frente a los conservadores; ni tan siquiera, los ricos en un lado frente a los pobres en otro. Ahora la división era entre derechas e izquierdas, clericales y anticlericales, rojos y blancos o fascistas.  
 
   Todos, en el año 1936 execraban el sistema parlamentario, lo despreciaban y se aprestaban a dinamitarlo definitivamente. Unos, para recuperar las esencias y principios que hicieron posible la España imperial y civilizadora, otros, ha imitación de la revolución bolchevique para implantar, a sangre y fuego, la dictadura del proletariado. Así refería Gil Robles el 15 de Julio de 1936 ante la Diputación permanente de la Cortes, increpando al Gobierno de la República:
 
   “En España…los ciudadanos se están apartando totalmente del camino democrático…Diariamente llegan voces que nos dicen…ni en el Parlamento ni en la legalidad tenéis nada que hacer. Y este clamor que nos viene de campos y ciudades…es un movimiento…contra el cual somos absolutamente impotentes los que día tras día y hora tras hora nos hemos venido parapetando en los principios democráticos. Así como vosotros estáis ya total y absolutamente rebasados… por las masas obreras, que ya no controláis, así nosotros estamos ya totalmente desbordados por un sentido de violencia… Cuando el Gobierno es incapaz de poner fin a ese estado de cosas, no pretendáis que las gentes crean ni en la legalidad ni en la democracia”.  
 
   Salvador de Madariaga reconoció el naufragio de la democracia cuando escribió en 1934 “existía una corriente que ya arrastraba al país a la guerra civil”.  
 
   Para dar una idea de lo que fue la campaña de las izquierdas, el día 22 de enero, Largo Caballero en un discurso señala:
 
   “Si algún día varían las cosas, que las derechas no pidan benevolencia a los trabajadores. No volveremos a guardar las vidas de nuestros enemigos, como se hizo el 14 de abril… Si aquéllas no se dejan vencer en las urnas, tendremos que vencerlas por otros medios hasta conseguir que la roja bandera del socialismo ondee en el edificio que vosotros queráis”.
 
   El 26 de Enero, el Lenin Español (Largo Caballero) pronuncia un discurso en Alicante, destacándose de sus palabras lo siguiente:
 
   “…Las elecciones no son más que una etapa en la conquista y su resultado se acepta a beneficio de inventario. Si triunfan las izquierdas, con nuestros aliados podemos laborar dentro de la legalidad, pero si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada. Yo deseo una República sin lucha de clases; más para eso es necesario que desaparezca una de ellas. Y esto no es una amenaza, es una advertencia; y que no se diga que nosotros decimos las cosas por decirlas: nosotros las realizamos”.
 
   El 2 de febrero en Valencia en otro discurso señala:
 
   “La clase trabajadora tiene que hacer la revolución… Si no nos dejan, iremos a la guerra civil. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas”.
   
   En un mitin del P.O.U.M. celebrado en el Price, Andrés Nin, decía a sus seguidores:
 
   “…La Iglesia será destruida. Se dará la tierra a los campesinos y la libertad a las nacionalidades. Las revoluciones burguesas dejan intacto el aparato del Estado. El proletario destruirá este aparato…”.
 
   En “Mundo Obrero” del 23 de enero de 1936 se puede leer la siguiente frase:
 
   “Siempre hemos intentado formar un partido unido que no tuviera nada que ver, directa o indirectamente con la burguesía: un partido que adoptara como norma la insurrección armada para la conquista del poder y el establecimiento de la dictadura del proletario…
   
   El alcalde de Alicante llegó a decir en un mitin:
 
   “El 16 de febrero no dejéis votar a las beatas ni a las monjas; cuando veáis a alguien que lleve en la mano una candidatura de derechas, cortarle la mano y rompérsela en las narices“.  
   
   Los diarios de Azaña alumbran una de las claves, casi siempre desestimadas por los historiadores, del fracaso de la república: la escasez de hombres capaces y de miras elevadas, y la abundancia de demagogos ambiciosos e ineptos. No sin despecho llega el político que encarnó aquel régimen a atribuir al conjunto de los españoles una inteligencia escasa, o una aptitud limitada para utilizar el cerebro.    
 
   En algunos momentos parece a punto de tirar la toalla:
 
   “¿Estoy obligado a acomodarme con la zafiedad, con la politiquería, con las ruines intenciones, con las gentes que conciben el presente y el porvenir de España según los dictan el interés personal y la preparación de caciques o la ambición de serlo? Obligado no estoy. Gusto, tampoco lo tengo. Entonces ¿qué hago yo aquí?”.
   “Veo muchas torpezas y mucha mezquindad, y ningunos hombres con capacidad y grandeza bastantes para poder confiar en ellos ¿Tendremos que resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?...”.  
 
   Cuando, en verano de 1933, suspendió las vacaciones de las Cortes a fin de aprobar unas leyes a su juicio muy importantes, suspensión muy mal llevada por los diputados, fulmina contra la “terquedad, suficiencia y palabrería” de los suyos:
 
   “No saben qué decir, no saben argumentar. No se ha visto más notable encarnación de la necedad. Lo que están haciendo me ha hecho pensar, por vez primera, desde que hay República, en la del 73. Así debieron de acabar con ella. El espectáculo era estomagante. Diríase que estaban llamando al general ignoto que emulando a Pavía restableciera el orden…”.   
 
   Con el perfil bajo de la disputa ideológica y el relato de sus protagonistas, la petición, como anhelo supremo de salvación colectiva nacional, con que el pueblo se levantó en armas consistía, además de la supervivencia, de la revolución desde el mando consistente en: supresión del régimen parlamentario; supremacía de lo técnico y administrativo sobre lo político; demanda de un dictador que hiciera posible la regeneración social, política, moral y económica; y europeización.  
 
   Francisco Franco resolvió todos los problemas, fue el régimen mas eficaz y persistente en el éxito que tuvo España desde los Reyes Católicos y entregó su legado de estabilidad y progreso, como legado de su generación a la siguiente, como la hallamos administrado es nuestra responsabilidad, en mayor o menor medida. El Gran Capitán, el Caudillo en la Guerra, Generalísimo de los Ejércitos, Jefe de Estado y estadista nos legó la mejor España imaginable. Justo es rendirle el tributo debido a los que se rebelaron un 18 de Julio de 1936 a favor de una España y un pueblo que “no se resignaba a morir”. 
 
 
 
 
 

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