Franco en el recuerdo
Se cumplen cuarenta años del fallecimiento del Generalísimo de los Ejércitos, Caudillo de España durante la casi mitad del siglo XX y Jefe del Estado que con mayor acierto impulsó la vertebración de España, el desarrollo económico y la justicia social, en un estado de derecho genuino donde la libertad individual de un orden responsable y solidario primaban sobre los intereses de partido, de clase o de grupo económico, y donde España hacía valer su independencia en el orden internacional, dentro del ámbito geográfico, estratégico, político y económico que le eran propios a la civilización occidental que defendió en esencia y presencia.Con tal motivo, desde la Fundación que preserva su memoria y obra, las Editoriales de cada mes llevarán la firma del autor; todos prestigiosos intelectuales del mundo de la historia, la política, la milicia, el periodismo o las Humanidades.
Todos desde el compromiso con la verdad vivida, estudiada y reflexionada. Todos sin complejos, ni ataduras a lo conveniente. Todos alejados de un poder que ampara la manipulación sistemática de la historia mediante Ley, y el reconocimiento honroso de nuestros orígenes y razones que justifican los hechos del presente y el incierto futuro.
UNA OFENSIVA DE 40 AÑOS
Fernando Paz
La triste realidad de España en estos días nos obliga a echar la vista atrás. No es solo porque se cumplan cuarenta años de la muerte de Franco, que también; si a los españoles no se nos hubiera hurtado nuestra propia historia, la comparación entre el régimen anterior y el actual sería inevitable como fenómeno sociológico.
El discurso oficial ha querido dibujarnos un régimen que representó, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo en nuestra historia. Un régimen carente de toda virtud, en el que los escasos aciertos que acaso pudiéramos encontrar no se deberían a Franco, sino a casualidades o a factores externos al margen de toda voluntad del Caudillo, mientras que, a la postre, serían Franco y la propia naturaleza del sistema del 18 de julio los responsable de los innumerables errores y fracasos que jalonarían su historia.
Pero, para los españoles que vivieron durante la época de Franco, el balance del régimen a la muerte del Caudillo era, sin embargo, muy distinto. En noviembre de 1975, un 80% de españoles calificaban de gran pérdida su fallecimiento; en porcentajes menores, se lamentaba igualmente su desaparición, aunque fuese de modo más matizado, dentro de ese 20% restante. Era muy pocos los que manifestaban indiferencia u hostilidad. Así que al esfuerzo de transformar la percepción que los españoles tenían de Franco, han dedicado los medios oficiales no pocos de sus mejores esfuerzos durante largas décadas.
Y es que los españoles de los años setenta tenían, en verdad, buenas razones para considerar la de Franco una pérdida deplorable. Probablemente esas altas cifras de adhesión se incrementarían hoy si aquellos españoles, de los que por razones biológicas van quedando menos, pudieran contemplar el grado de deterioro de la España actual.
Hay que convenir, sin embargo, en que esos esfuerzos a los que antes nos referíamos han dado sus frutos. Así, los españoles de hoy, narcotizados por una propaganda incesante, tienen una conciencia del franquismo poco o nada acorde con la realidad histórica. Una visión de la historia, sectaria hasta la náusea, consagrada por las leyes de Rodríguez Zapatero, y respaldada de facto por el gobierno de Mariano Rajoy Brey.
Es claro que sin la colaboración de una cierta intelectualidad servil, no habría sido posible diseñar todo un planteamiento que busca, como primera providencia, anular cualquier análisis desapasionado del franquismo. Han comenzando por utilizar el remoquete –hace ya algún tiempo- de “revisionista” para designar a quienes se oponen a que la historia sea manipulada en función de intereses ideológicamente bien caracterizados. Una vez descalificados como “revisionistas”, es sencillo despreciar su obra; como quiera que esa intelectualidad oficialista domina la academia y los medios de comunicación, nada más fácil que ridiculizar a dichos revisionistas, justificando de este modo el silencio al que se ven sometidos.
Resulta curioso comprobar cómo la historiografía progresista se ha empleado a fondo para desmontar todos y cada uno de los principales méritos del régimen del 18 de julio, aún cuando hacerlo suponga sostener algunas tesis sonrojantes. La ausencia de una respuesta articulada en esos mismos medios oficiales –por temor, por mala fe, por mera supervivencia- es perfectamente comprensible; la rebelión representa una segura condena a la marginalidad para quienes pretendan una mínima defensa de la verdad histórica, una expulsión de la centralidad intelectual que es, en sí misma, suficientemente disuasoria.
Esta historiografía se ha esforzado por destruir los cuatro pilares esenciales sobre los que podría establecerse una valoración positiva del franquismo: la neutralidad española durante la segunda guerra mundial, la salvación de judíos por parte del régimen, la transformación socioeconómica y cultural sin precedentes que vivió España entre los años cincuenta y los setenta, y la transición a la democracia.
Aunque la valoración que hacen los españoles de estos hechos históricos es bastante desigual, esa visión negativa de nuestra historia ha sido consagrada como oficial, y se ha trasladado a los libros de textos y a los programas oficiales de bachillerato y a las universidades.
Por obvias razones de funcionalidad política, donde ha alcanzado su cenit la manipulación histórica – como si de un crescendo orquestado se tratase- es en el tratamiento de la transición. La mutación aquí experimentada proporciona un fiel retrato de las intenciones de los manipuladores. Sustitutivo del orgullo nacional durante décadas, la transición ha venido siendo desnaturalizada desde que, en los años ochenta, los socialistas quisieron reescribirla, y la transformaron en un proceso dirigido y protagonizado por la izquierda, que nos condujo desde el infierno dictatorial a la arcadia democrática. Según dicha versión, los franquistas –y con ellos, el propio régimen- jugaron un papel subordinado, en todo caso amenazante para el proceso, una rémora que se resistía, en el fondo, a la apertura.
En esencia, la transición habría sido un episodio en el que el pueblo fue el protagonista y en el que el rey nombrado por Franco, los políticos franquistas y las instituciones del régimen, apenas habrían acumulado mérito alguno más que el de sumarse a una corriente popular poderosa e inexorable que, de otro modo, los hubiera arrollado a todos ellos. Durante tres décadas, la doctrina oficial juzgaba el protagonismo de las fuerzas de izquierda como el decisivo. Y lo hacía en la medida en que la transición misma era vista como ejemplar y valorada en consecuencia.
Hace ahora una década más o menos –el 2004 es un año crucial para comprender lo que está sucediendo en todos los niveles de la sociedad española-, sin embargo, fue cristalizando un relevo generacional que representó la retirada del proscenio de los hierofantes de la sacralización transicional, tanto los políticos como los intelectuales. La fábula de la reconciliación se terminó y parecieron sonar los clarines de la venganza.
En las universidades y en los medios comenzó a abrirse paso una tesis que, hasta el momento, solo sostenía la izquierda más extrema: la transición fue el reciclaje de unas élites que trataban de salvarse, y poco más. Todo lo que sucedió fue que se modificó la arquitectura política para no cambiar lo esencial de la estructura más profunda.
Esta idea no deja de ser una tautología, puesto que resulta inevitable que se produzca una cierta continuidad allá donde no tiene lugar una revolución; pero eso no puede oscurecer la rápida circulación de las elites que se ha producido en estos años, los ascensos y caídas, los surgimientos y las desapariciones. Pero ello no disuadirá a los impugnadores: la perogrullada, pretenciosamente formulada, adquiere visos de ser revelación de una verdad hasta ahora incognoscible pues, como Koestler escribió, el manejo de una jerga adecuada puede hacer pasar al más idiota de los hombres por persona inteligente.
Funcionalmente, el cuestionamiento del proceso de transición como una mera prolongación del franquismo, como un reciclaje de elites que tratan de perpetuarse, ha servido para convertir a la transición en el pecado original del sistema actual. El desmoronamiento del régimen del 78, con toda su corrupción a cuestas, necesitaba justificarse como causado por su procedencia franquista; y ahora sí. Ahora, cuando la transición es repudiada y condenada, es cuando se admite su verdadera naturaleza y su origen franquista.
Lo que todo esto evidencia es la adulteración que la Historia viene sufriendo en las últimas décadas y su absoluta sumisión al poder constituido. La Historia sea convertido en la criada del poder político, ideologizando las mentes y las conciencias. De su antigua independencia ya no queda ni la ficción, pero a casi nadie parece importarle lo más mínimo. La consagración de tal estado de cosas es la inicua ley de Memoria Histórica, expresión específicamente totalitaria por la que el poder político se ha autoarrogado la capacidad de decidir qué es verdad y qué no lo es.
En el cuarenta aniversario de la muerte de Franco, bien podríamos comparar el final de un régimen con el final del reinado del sucesor de Franco a título de rey. Tenemos la seguridad de que ningún intelectual oficialista lo hará. Los datos serían, sencillamente, abrumadores. Ese salto cualitativo que vivió España, la conversión de un país rural y atrasado en otro moderno y urbano, la homologación de España con Europa –la convergencia con los principales países europeos era casi diez puntos superior en 1975 que en 2015- no merecen la discusión; la evidencia de la prueba es tan enorme que aún no se han atrevido a cuestionarla mediante asalto frontal.
Sin duda, el gran legado del régimen a España, como el propio Franco señaló complacido, fue creación de la clase media, que hizo inviable los enfrentamientos que hasta el segundo tercio del siglo XX habían jalonado nuestra historia contemporánea. Una clase media que, además, protagonizó el despertar de una sociedad secularmente adormecida; pero, sobre todo, una clase media que sostuvo como valores eminentes la decencia y la honradez, junto al mérito y al esfuerzo. Más que ninguna otra cosa, quizá esas decencia y honradez hayan constituido la naturaleza misma de aquella España.
Más que el desarrollo, más que el crecimiento económico, más que la universalización de la cultura; la decencia y la honradez, en agudo contraste con la triste estampa que nos devuelve la sociedad actual.
A fines del régimen de Franco, el español era una persona ilusionada y atareada, con amplias perspectivas de futuro para él y los suyos. El presente era mejor que el pasado que había dejado atrás, y estaba seguro de que el futuro de sus hijos sería aún mejor que su presente. Sentía un legítimo orgullo por lo que había conseguido y se consideraba parte de una nación importante en el mundo.
Aquella honradez y aquella decencia son hechos incontestables. Cualquier historiador sabe lo que revela el índice de suicidios acerca de una sociedad; pues bien, en un dato enormemente elocuente, el régimen de Franco presenta una tasa de suicidios muy inferior a la actual. La percepción social es que la vida merecía la pena ser vivida.
Por otro lado, sólo un alto grado de salud social explica que en la España de 1975 la cifra de presos no llegase a 9.000 reclusos: menos de la décima parte de población carcelaria de la que existe en esta España del 2015 (y la tercera parte que la de la república). Con unas leyes más duras de las actuales, la tasa de población carcelaria era –teniendo en cuenta la diferencia poblacional- unas siete veces inferior a la de hoy día. Pocos datos más demoledores.
Tales datos me parecen más sustantivos aún que las impactantes cifras del desarrollo económico y social, porque revelan el alma de un pueblo. Así mismo se me antoja no menos significativa la transformación experimentada por España en estas cuatro décadas.
¿Habrá alguien que piense que es casual el que en las últimas cuatro décadas la figura de Franco haya sido expulsada de la memoria de los españoles, precisamente por aquellos que han arruinado materialmente y moralmente España?