EL ERROR REAL. POR JAIME ALONSO

Si hubiera una meteorología política, la monarquía sería el paraguas que sirve al pueblo/nación de abrigo frente al temporal. De su utilidad, depende que te mojes o no. De su fragilidad, que creas que te impedirá mojarte, y te cales. De su mal uso, que lo pueda llevar cualquier viento. La monarquía parlamentaria es un ornamento de valor constitutivo en Inglaterra o Países Escandinavos, sin valor histórico en España. Una hornacina para colocar lo que quieras; un jarrón florero que adorna, pero no decide. Los españoles, con anterioridad a 1975, sabían de memoria los reyes godos y visigodos, distinguían perfectamente las dos dinastías que reinaron en España desde la unificación de los Reyes Católicos. Los Austrias desde Carlos I (V), hasta Carlos II; los Borbones, desde Felipe V hasta el actual Felipe VI.

La dificultad estriba en que el desconocimiento de lo ocurrido en esas sucesiones, nada pacificas u ordenadas. Con Felipe V y su acceso al trono español, perdimos Gibraltar, en la guerra de sucesión. Con Felipe VI podemos perder la Nación convertida, nuevamente, en Reino de Taifas. Sobre el siglo XIX, ya nadie se ilustra con los Episodios Nacionales de D. Benito Pérez Galdós, ni con los más recientes libros de Julio Merino. Por ese motivo, se desconoce lo ocurrido en el siglo XIX y parte del XX, donde hubo en España una regencia, cuatro sucesiones dinásticas y dos repúblicas, a cuál más traumática y desintegradora de la unidad nacional y la paz social.

Las dos restauraciones monárquicas, la de Amadeo de Saboya y la de Alfonso XII, dieron salida a un deterioro institucional y de gobernanza inasumible por el pueblo y las élites del momento, sin solucionar la raíz del problema, “los males de la patria” según Lucas Mallada, lo que abocó al derrumbe de las dos republicas. La Segunda, exiliado Alfonso XIII para evitar contiendas civiles, terminó en guerra civil. El fracaso, en ambas, provenía de una doble deslealtad: La de los partidos políticos, usurpadores de la soberanía de la nación y del pueblo, que veía en la monarquía un freno a su desmedida codicia; y la del Monarca, que cifraba su continuidad histórica en unos textos constitucionales vaciados en su aplicación, en un arbitrario sistema político, y en surfear las disputas territoriales. El interés general de los españoles había quedado huérfano ante el poder de las dos oligarquías; la política, de los partidos; y la hereditaria, de la monarquía y sus acólitos.

La Monarquía ha ostentado la legitimidad histórica de nuestra nación, aunque la prebenda de ser hereditaria, hace obligatorio el medirse, sólo, por su utilidad. Sí no resulta un instrumento de estabilidad política, de garantía de unidad, y de preservación de la independencia de nuestra patria, devendrá inútil, como en el pasado.  Siempre cayó en el descrédito al someterse a los distintos arribismos del poder. La letra de un texto constitucional y las garantías reflejadas en él, no bastan, sin un pueblo que respalde el sentimiento de su servicio a lo permanente: paz, orden, libertad, justicia, unidad, solidaridad.

Por eso la instauración monárquica del régimen de Franco, de la que trae causa la actual Monarquía, nada tuvo que ver con la restauración canovista de 1876. No se trató de una restauración de la dinastía borbónica, por motivos sentimentales o dinásticos, sino de una instauración profundamente planificada, articulada y diseñada para garantizar la continuidad institucional y doctrinal del régimen surgido tras la Guerra Civil. Se actuó con una paciencia política poco común en la historia reciente de España. Mientras las democracias occidentales se movían al ritmo de los calendarios electorales y las crisis parlamentarias, Franco trabajaba con la perspectiva de décadas, diseñando una arquitectura institucional que culminara en la transmisión del poder a una figura monárquica preparada, firme en los principios del régimen y capaz de asumir la Jefatura del Estado con legitimidad de ejercicio.

Este acto de designación no fue improvisado. Fue precedido por años de trabajo legislativo e institucional, en los que se construyó un entramado jurídico/político que permitiera esta transición. Elementos clave de ese proceso fueron las disposiciones normativas como la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947 –en la que se proclamaba España como un reino, aunque el trono permaneciera vacante–, la Ley Orgánica del Estado de 1967, y el referéndum que la ratificó, legitimando el proceso ante la sociedad española. Así, la designación de don Juan Carlos se realizó con todas las garantías legales y con el respaldo de las Cortes, y se consolidó como un acto soberano del jefe del Estado, no como una simple cesión de legitimidad dinástica.

No puede entenderse la Transición sin reconocer que fue posible gracias a las estructuras creadas por el franquismo y al compromiso de muchos de sus hombres. La monarquía instaurada fue concebida como garantía de la continuidad histórica y política de España. Sólo la doble traición a esa legitimidad histórica, mediante el incumplimiento de un juramento, y la adhesión de la Monarquía a la deriva partitocrática en que se ha convertido España, han allanado el camino a otra indeseable republica confederal, asimétrica y ruinosa.

El último error real se produjo en el Campo de Concentración de Mauthausen, donde los Reyes se prestaron a ser instrumentalizados por los memorialistas republicanos. Con ello, se ha visualizado que la colonización del Sanchismo llega a la Corona. También que la sensibilidad del monarca es unidireccional y excluyente; que el sentido de lo simbólico en la historia le deja en mal lugar. De igual modo que, la utilización del acto como propaganda antifranquista, identificando a dos personajes, antagónicos en la historia, como asimilables, es un error imperdonable. Ese folio, escrito en el libro de visitas, le condena ante su pasado y le cercena el futuro.

Quién le redactó, le sugirió, o le permitió que escribiera: “que el recuerdo de nuestros compatriotas permanezca intacto para preservar su dignidad”, seguramente era un cortesano, correligionario de quienes le preparan el exilio para 2031, centenario de los que ahora homenajea. La dignidad de los muertos, Majestad, iguala a toda criatura humana que ha pasado por este mundo, no sus actos. Esa dignidad que proclama para quienes declararon a su bisabuelo Alfonso XIII, “culpable de alta traición, y a los Borbones fuera de la Ley, degradados de todas sus “dignidades”, derechos y títulos, que no podrán ostentar legalmente, ni dentro, ni fuera de España…De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en el territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado…” ; texto votado por unanimidad en la sesión de las Cortes Constituyentes el día 20 de noviembre de 1931.

Su gesto sería muy loable, como símbolo de perdón y reconciliación, aún cuando a los que se dirige, ni se reconcilian, ni perdonan, ni olvidan. Si no fuera porque la dignidad de quién les devolvió sus bienes y trono, no ha sido respetada, ni correspondida por su padre, ni por V.E., con un sólo gesto, una sola palabra, un mínimo consuelo, cuando profanaron su tumba del Valle de los Caídos, y aún sigue secuestrado su cadáver. ¿No le importa preservar también esa dignidad, y la de todos aquellos por cuyo heroísmo sacrificio, generosidad e idealismo es, hoy, el Rey de todos los españoles?

No existe en la ciencia política, hasta ahora, una forma de Estado llamada Monarquía Republicana; tampoco conozco ninguna república presidida por un Rey. Por consiguiente, no es aventurado pensar que, al amparo de las leyes memorialistas que su augusto padre y V.E. han sancionado, quedaran deslegitimados en su origen, cuando ya estén amortizados en su ejercicio. Suele ser el triste destino de quién habiéndolo tenido todo, por sus errores, todo lo han perdido. Franco, seguirá su andadura histórica, como el estadista más importante que tuvo España desde los Reyes Católicos; aún mayor, comparándolo con quienes le sucedieron. Los españoles, después del Sanchismo, estarán mas preocupados por sobrevivir, que en saber cuándo o cómo acabará la monarquía instaurada por Franco. Aunque no le importe nada, sepa que las lealtades son reciprocas; y quién no lo es con su patria, con su historia y con su juramento, no puede esperar que el pueblo lo sea con su Institución.


Publicado

en

por

Etiquetas:

Resumen de privacidad

Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:

  • POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
  • SUS DATOS SON SEGUROS