EL PÉSAME PENDIENTE, por Miguel Menéndez Piñar

 
Miguel Menéndez Piñar 
 
 
 
   Cuando todavía estoy embargado por la emoción y la pérdida irreparable de Blas Piñar, mi Abuelo, me siento en la obligación de reflexionar, después de contestar a los cientos de mensajes que me han ido llegando, en el teléfono o en las redes sociales, las llamadas y los correos electrónicos.
 
   Muchísima gente me ha transmitido su pesar y cercanía, con lágrimas en los ojos, en estos momentos difíciles. Sí, yo llevo la sangre de Blas Piñar. Soy nieto suyo, de su familia. Es un Honor, inmerecido, pero un Honor. Un orgullo que será transmitido en las generaciones venideras, en el hijo que mi mujer, mi gran mujer, Almudena, y yo, esperamos junto a tantos biznietos que están en camino. Estos días se ha escrito mucho sobre su faceta de marido, de padre, de abuelo, de bisabuelo. Él era la cabeza de una gran familia, imagen, semejanza y reflejo de su vida, dedicada a la Fe y a la Patria. Hoy, en la familia, ha dejado un vacío enorme.
 
   Si el vínculo de la sangre es importante no lo son menos aquellos lazos que son forjados en la comunión de Ideales, en la relación del maestro y el discípulo, del jefe y del soldado, o de aquellos que han compartido una misma trinchera con sacrificio y abnegación, militando bajo la misma Bandera, por el Altar y el Hogar. Creo que he sido testigo de excepción de lazos estrechísimos que miles de españoles, y no menos extranjeros, mantuvieron con mi Abuelo Blas. Porque él tenía una gran familia de sangre, muy numerosa, pero también otra, la “familia política” que se extendía por todos los rincones de España, a este lado y al otro del Atlántico, en la Hispanidad entera que le tenía cautivado, en Italia, Francia, Austria…
 
   No puedo olvidarme de los dieciocho caídos de Fuerza Nueva y sus familias que un día formaron en aquellas heroicas filas y que estuvieron muy presentes en mi Abuelo, representados en su final en las cinco rosas con las que fue enterrado. No quiero, igualmente, dejar de mencionar a los más de cuarenta sacerdotes que encontraron en torno a él la vocacional sacerdotal. Uno de ellos, militante de Fuerza Joven en Vascongadas y presente en el famoso acto de Anoeta, hoy misionero en la selva de Perú, rescatando niños abandonados y esclavizados, me escribía hace unos meses:
 
   “Hoy he soñado que tu abuelo Blas estaba aquí conmigo, en la casa. Valiente, tal y como le conocí en el año 80…como padre que acompaña a su hijo. Yo no paraba de repetirle en mi sueño: Don Blas, usted tiene la bendita culpa de que estemos aquí, usted fue “el culpable” de que fuera sacerdote, me enseñó a no tener miedo… Me he despertado, he tenido que volver a la tarea y deseaba contártelo… Te quiero pedir un favor, cuando puedas, dile a tu abuelo que él fue y sigue siendo el referente del valor, la honradez, de que nada ni nadie podía jamás anteponerse a Dios… me enseñó a amar a España. Dile que le quiero, que rezo por él, eternamente agradecido. Tú que puedes, dale un abrazo de mi parte… Aquel esfuerzo tremendo de Fuerza Nueva nos cambió a todos. Les he hablado a los niños de quien es tu abuelo…”.
 
   Mi Abuelo le contestó, a través mío, lo siguiente:
 
   “Querido I.: No sabes la alegría que me ha producido la lectura de tu carta, dirigida a Miguel, y fechada nada menos que junto al Amazonas el pasado día 20. Me ha emocionado y estimulado a continuar el Combate -en el que tú como seglar y ahora como sacerdote participas- aunque mis noventa y cuatro años y medio, la traqueotomía y la alimentación por sonda, me pesan. Gracias por tus oraciones que tanto necesito. Espero que no perdamos el contacto contigo. Un gran abrazo”.
 
   También debo mencionar a todos y cada uno de los militantes de Fuerza Nueva, de Fuerza Joven, de Fuerza Nacional del Trabajo, del Frente Nacional y de todos aquellos proyectos políticos, sociales, culturales y religiosos que mi Abuelo lideró con el apoyo de miles de jóvenes, de hombres y de mujeres, que entregaron lo mejor de sus vidas en el servicio a España. Muchos de ellos se han sentido huérfanos con la noticia de su muerte. He podido hablar con algunos de ellos estos días. La conmoción era tremenda, las voces frenadas por un nudo en la garganta muy difícil de superar. Con los que me abracé en el velatorio sólo pudimos mirarnos mientras hacíamos un esfuerzo por contener las lágrimas. A los que conocieron a sus maridos o a sus esposas en la dura militancia de las calles y hoy sus hijos son un fruto magnífico de aquella batalla. Los que le aclamaron como Caudillo y tenían razón, porque lo era. Los que fueron llamados “hijos del 20N” y no renuncian a ello después de tantos años. Los que estimulados por la nostalgia de lo vivido renuevan su juramento por Dios y por España. Los que siguen inasequibles al desaliento y ya saben que Blas Piñar lo fue hasta la muerte. Los que en el salón de su casa muestran orgullosos su fotografía como parte fundamental de sus familias y hogares.
 
   Como no recordar a cuantos sin haber militado a su lado, supieron ver en su figura el referente del Honor y la Lealtad, el faro que siempre iluminó en una época de oscuridad.
 
   A los que siguieron su magisterio lejos de nuestras fronteras. A los que admiraron el verbo encendido y apasionado del apóstol de España. A los que jamás renegaron de él cuando ser su amigo era un problema. A los que siempre me preguntaron por él, interesándose por su estado de salud. A los que le han encomendado estos días. A los que han organizado funerales y convocado a la gente a su recuerdo y homenaje en Murcia, en Lorca, en Alicante, en Valencia, en Santander, en Avilés, en Barcelona, en Lucena, en Córdoba, en Jaén, en Málaga, en Toledo, en Canarias, en Argentina, en Chile, en Perú, en Panamá, en Colombia, en Méjico, en Brasil, en Miami, en Francia, en Italia, en Austria, etc (publicaremos un listado con las centenares de misas que por todo el mundo se están celebrando en sufragio de su alma).
 
   A todos, absolutamente a todos, amigos y camaradas, os llevé muy dentro del corazón cuando cargando a mi Abuelo al hombro, envuelto con la Bandera Nacional, le condujimos, despacio, con paso firme, hasta el lugar de su sepultura en el Cementerio de Toledo. A todos, absolutamente a todos los que le quisisteis y le admirasteis, a los que decimos de él, con León Degrelle, que ha sido “el mejor y más grande de los camaradas y amigos”, os doy mi más sentido pésame mientras espero abrazaros en el funeral que dentro de poco tendrá lugar en Madrid. Hoy, día de mi cumpleaños, el mejor regalo es comprobar la lealtad, la admiración y el cariño que le profesáis.
 
 
 
 
 

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