El triste fin de los líderes de la Transición (con motivo de Pujol)

 
Pío Moa
La Gaceta 
 
 
 
   Stanley Payne calificó mi libro La Transición de cristal“Con mucho, el mejor libro individual sobre la Transición, de lectura indispensable para conocer las raíces políticas de la España actualLa verdad es que no resulta muy difícil superar a la inmensa mayoría de los relatos y análisis  publicados sobre aquel proceso, que ha cumplido su ciclo después de que la ley de memoria histórica lo haya ilegitimado, junto con la monarquía.  Un capítulo del libro se titula “Seis destinos políticos: Fraga, Torcuato, Suárez, González, Carrillo y Juan Carlos”. Hoy habría que añadir a Pujol.  Se trata de destinos un poco lamentables, pese a  que nunca una clase o casta política se ha echado a sí misma tantas flores por su logro histórico: la democratización de España. 
 
   Fraga, que preparaba una transición a la inglesa, bastante razonable, se vio apartado enseguida por Torcuato Fernández Miranda y Juan Carlos, partidarios de una transición “del rey” y no “de Fraga”. Este demostró menos carácter del que se le ha supuesto,y ante sus primeros fracasos electorales trató de imitar a la triunfante UCD de Suárez, congraciándose incluso con Carrillo. Tuvo su ocasión cuando Suárez destrozó a su propio  partido –y casi a España–, pero poco pudo hacer frente a un PSOE cargado con “cien años de honradez y firmeza” perfectamente ficticios. Al final hubo de contentarse con una gestión, harto discutible, como político regional en Galicia.  Queriendo alejarse del franquismo, como Suárez,  la izquierda siempre le recordaba haber firmado la pena de muerte para Grimáu, héroe dudoso, un chekista del PCE que había perseguido tanto a las derechas como a las izquierdas desafectas a su partido. Por lo demás, Fraga no firmó ninguna sentencia. Estas las firmaban los jueces y el gobierno daba el “enterado” o Franco las conmutaba. Se trata de una de las incontables leyendas inventadas por el antifranquismo.    
 
   Torcuato Fernández Miranda fue el diseñador de la transición a la medida del rey, el burlador de Fraga y el promotor de Suárez. Su gran triunfo fue el referéndum  sobre la reforma política, derrotando masivamente a la oposición rupturista (izquierda y separatistas, unidos como de costumbre). Conocedor de la historia, sabía bien que los rupturistas solo aceptarían la democracia “si se sabían débiles”. Suárez, en cambio, era un perfecto inculto, que transformó la orientación de Torcuato en su contrario, fortaleciendo sin tasa a la oposición. Torcuato tuvo que presenciar cómo su pupilo le daba de lado y ponía en peligro  el porvenir de la nación  con concesiones absurdas y una Constitución ambigua,. No quiso aprobarla y abandonó la UCD. Murió poco después en Londres, amargado según muchos. Suárez, que tanto le debía, no asistió siquiera a su funeral.    
 
   Suárez debió de creerse un genio de la política a raíz de su éxito en el referéndum del 76, cuyo mérito esencial correspondía a Torcuato. Trató de hacer olvidar –en vano, claro está—sus orígenes en el Movimiento franquista,  hacerse el progresista  y  hasta superar al PSOE por la izquierda. Pese a la enorme ventaja que le daba el aparato del Movimiento y los gobernadores civiles, a la identificación popular con el rey, entonces en la cumbre de su prestigio, antes de cinco años tuvo que afrontar los resultados de una gestión desastrosa: terrorismo salvaje, paro en constante aumento, separatismos  rampantes, descontento generalizado y la propia UCD en ruinas. No sabiendo cómo librarse de él, gran parte de la clase política, incluido el rey, prepararon la maniobra que se saldó, de modo esperpéntico, con el 23-f de 1981. Poco antes Suárez había dimitido y la operación ya no pudo pararse.  Con motivo de su dimisión dijo: “¿Os dais cuenta? Mi dismisión será notica de primera página en todos los periódicos del mundo”. El rey le concedió un ducado, pero no el Toisón de Oro, antes otorgado a Torcuato. Suárez quedó contrariado, pues creía merecerlo más que su antiguo protector. Suárez fue despedido entre desprecios e improperios, trocados en elogios perfectamente hipócritas  con motivo de su muerte. Antes había sufrido una serie de tragedias familiares y personales que despertaron lógica simpatía y compasión,  mezcladas inadecuadamente con valoraciones políticas.   
 
   A Felipe González le sonrió la fortuna bastantes años, desde 1982. Su segundo de a bordo proclamó la muerte de Montesquieu y su designio de dejar al país “que no lo reconociera ni la madre que la parió”. Y alo cumplirían. Mediatizaron cada vez más al poder judicial por el ejecutivo; convirtieron la colonia de Gibraltar, antes una ruina para Inglaterra, en un emporio para esta;  metieron a España en la  OTAN, que dejaba fuera de su protección a Ceuta y Melilla –no así a Gibraltar–;  y en la CEE, de la que se esperaba mayor prosperidad, lo que ocurrió unos pocos años, quedando el país, al final del “felipato” con la marca histórica de 3,5 millones de parados; la política antiETA osciló entre el terrorismo gubernamental y la “solución política” contra el estado de derecho; la enseñanza rebajó su nivel, ya antes no muy alto;  y los índices de salud social  (delincuencia, fracaso escolar,  matrimonial y familiar, aborto, expansión de la droga, etc.) no cesaron de empeorar. Todo en medio de una corrupción bien expresiva de los imaginarios “cien años de honradez”. González Estuvo muy cerca de ser procesado en relación con el GAL, salvándole la muerte de Montesquieu. Después ha hecho una provechosa carrera en los negocios, pero su recuerdo no es precisamente positivo, aunque con el tiempo se olviden tantas cosas.    
 
   Carrillo tenía tras de sí un largo pasado de crímenes sobre los que nunca manifestó el menor  pesar. Temiendo quedar al margen de la legalidad, en los comienzos de la transición aceptó “todo”: la bandera, la monarquía, el himno, la economía de mercado, etc., mientras el PSOE se manifestaba con un radicalismo tan ficticio como todo en él, mas no por ello sin peligro. Las aceptaciones de Carrillo hicieron de él un “demócrata” a los ojos de Suárez y la derecha, que preferían ignorar la historia y cuya carrera, por lo demás, tampoco tenía nada de democrática. Todos parecían contentos atribuyéndose mutuamente virtudes ilusorias. A Carrillo no le fue bien: su PCE marchó de mal en peor electoralmente, y él mismo  terminaría expulsado y reducido a la inanidad política. Como premio de consolación,  al cumplir 90 años le homenajearon políticos de la más variada especie, desde separatistas vascos al rey, pasando por Pujol, ministros del PSOE cantantes y periodistasprogresistas, etc. La guinda del festejo fue la retirada, con nocturnidad y alevosía, de la estatua de Franco en los Nuevos Ministerios. No era la sentencia de muerte al Caudillo que Carrillo habían confesado querer firmar, pero menos da una piedra.   
 
   En cuanto a Juan Carlos, bastarán unas pocas palabras: similar a Suárez en cuanto a incultura, facilidad de trato y don de gentes,  ha pasado de gozar de un inmenso prestigio nacional e internacional, a tener que abdicar en un clima que podría definirse en una palabra como descrédito. En 2007 firmó la ley de memoria histórica de Zapatero, que al deslegitimar radicalmente al franquismo le deslegitimaba a  él mismo, a la monarquía y a la transición, realizada por franquistas y  contra las pretensiones rupturistas de quienes se proclamaban demócratas con la misma alegría con que el PSOE se proclamaba honrado. Juan Carlos dedicaría curiosos elogios al mismo que había socavado toda la base de su legitimidad. Ciertamente la monarquía es más que un rey de conducta no muy ejemplar, pero no resulta fortalecida por tales cosas.   
 
   Y ahora tenemos a Pujol, a quien una derecha horra de pensamiento político y de cultura histórica tantas veces proclamó ejemplo de demócrata y hasta de “español”, pese a no considerarse él así. También pasó Pujol durante mucho tiempo por político honrado, cuando el origen de su fortuna fue siempre oscuro por demás. En el caso de Banca Catalana se benefició mucho de la muerte de Montesquieu. Vázquez Montalbán, con toda la cara, pregonó que Pujol podía haber sido mal banquero, pero ladrón de ninguna manera. Que haya tardado tanto tiempo en salir a la luz la realidad de sus manejos indica la calidad de la prensa y del aparato judicial construidos en estas décadas. Llamativo este dato: Pujol empezó su carrera calificando de corrupto y corruptor a Franco. Sin pruebas, naturalmente. Ahora las hay contra él. Palabra de…  
 
   El gran elogio que se han tributado a sí mismos todos estos políticos ha sido el “haber traído la democracia a España”. Siempre olvidan que si ello fue posible se debió al legado de paz, reconciliación muy mayoritaria y prosperidad,  amasado por el régimen anterior. El cual, sin ser una democracia, cumplió una labor histórica que ninguno de estos autotitulados demócratas habría podido jamás realizar. Ninguno de  estos  se acercó jamás a la talla de lo que suele considerarse un estadista. Han sido más bien politiquillos de ocasión,que han aprovechado y en gran medida dilapidado una herencia magnífica. Con necio orgullo se proclaman antifranquistas, cuando el antifranquismo nunca fue democrático (no hubo oposición democrática a Franco) y es hoy el mayor peligro para el régimen de libertades. Pues antifranquistas son el terrorismo,  el separatismo,  la corrupción desvergonzada, la colaboración política con la ETA, los enterradores de Montesquieu… De ahí el aire de farsa y esperpento que ofrece hoy la política española. Urge, por tanto, una alternativa.