Imagen del Valle de los Caídos desde la explanada

Imagen del Valle de los Caídos desde la explanada
Imagen del Valle de los Caídos desde la explanada
Imagen del Valle de los Caídos desde la explanada

El Valle de los Caídos: una memoria que no se impone por decreto

El cambio de nombre del monumento pretende borrar su sentido espiritual y dividir lo que debería unir. La historia no puede escribirse por decreto ni utilizarse como arma política

 

Pablo Linares Clemente

Presidente de la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos

El Debate

 

 

El cambio de nombre del Valle de los Caídos a Valle de Cuelgamuros se ha presentado por el actual Gobierno socialcomunista como un acto de «memoria democrática». Sin embargo, lejos de favorecer la reconciliación, esta medida refleja una visión parcial del pasado y un uso ideológico de la historia. La llamada Ley de Memoria Democrática no busca comprender ni integrar, sino imponer una interpretación oficial de los hechos, distorsionando símbolos que pertenecen a todos.

El Valle de los Caídos no es una simple construcción monumental. Es, ante todo, un lugar de descanso para más de treinta mil caídos, hombres de distintas procedencias y convicciones, unidos por una misma tragedia: la guerra y la muerte. Bajo la cruz más grande del mundo —más de 150 metros sobre el Risco de la Nava— reposan víctimas de ambos bandos, entre ellas unos cuatro mil españoles asesinados en la retaguardia roja durante los años más duros del conflicto.

Entre aquellos represaliados se cuentan numerosos fusilados en el Cementerio de la Almudena de Madrid, un lugar que el propio Gobierno ha declarado recientemente «espacio de memoria democrática» limitado a un solo signo político. Con ello, se ignora deliberadamente a las víctimas de la violencia en la zona republicana que fueron asesinadas allí, configurando un homenaje selectivo e incompleto. Esta omisión constituye una injusticia moral y un agravio hacia miles de familias que aún esperan que su sufrimiento sea reconocido con la misma dignidad.

Todos esos hombres comparten hoy el mismo descanso, unidos por el dolor y el recuerdo. Cambiar el nombre de ese lugar no es un gesto inocente. Es parte de una estrategia más amplia: la de reescribir el pasado bajo los parámetros ideológicos del presente. La Ley de Memoria Democrática convierte la historia en un instrumento político y divide lo que debería unir. En lugar de promover el estudio libre y el diálogo, dicta qué debe recordarse y cómo, sustituyendo el análisis histórico por un relato oficial.

El nuevo nombre, Valle de Cuelgamuros, suena neutro, pero también vacío. Al eliminar una denominación cargada de sentido, el Gobierno pretende borrar la memoria simbólica del lugar. No es una simple cuestión de toponimia: es una operación meditadamente revanchista que busca suprimir todo lo que resulte incómodo a su visión política.

La decisión va aún más lejos: el Ejecutivo ha prohibido expresamente el uso de la denominación Valle de los Caídos dentro del recinto, incluso en la señalética y en los materiales informativos. Con ello, se intenta erradicar no solo un nombre, sino también el recuerdo histórico y espiritual que lo acompaña. El monumento, concebido como un espacio de oración y reconciliación, ha sido reducido a una referencia geográfica sin alma, como si cambiar las palabras pudiera borrar la historia.

Mientras tanto, el Gobierno atiende reclamaciones de algunas familias que solicitan la exhumación de sus deudos del recinto, pero ha ignorado la voluntad de otras muchas —más de doscientas cincuenta— que acreditaron formalmente su negativa a cualquier manipulación de los restos de sus familiares. Este olvido resulta difícil de justificar en un Estado de derecho que debe proteger por igual la libertad y la dignidad de todos. La defensa selectiva de unos derechos a costa de vulnerar los de otros supone, además, un agravio moral y un olvido imperdonable de los principios fundamentales que deberían guiar toda política de memoria.

La historia no pertenece a los gobiernos. Pertenece a los pueblos y a las generaciones que desean comprender su pasado sin consignas. La verdadera democracia no dicta qué símbolos deben olvidarse, sino que enseña a mirarlos con madurez. La Ley de Memoria Democrática, en cambio, divide la memoria en buenos y malos. Así no se sana una herida: se la reabre.

El Valle de los Caídos fue concebido como un espacio de oración por todos los caídos de la guerra, tanto por los que descansan en el propio Valle como por los que reposan en cualquier otro lugar de España. Su basílica excavada en la roca y su cruz monumental lo convierten en uno de los mayores símbolos de reconciliación del siglo XX. Despojarlo de su nombre y reinterpretarlo bajo los caprichos políticos del momento es reducirlo a una herramienta propagandística.

No menos preocupante es la actitud de las altas autoridades eclesiásticas. La comunidad monástica que custodia el recinto mantiene viva la oración diaria, pero la jerarquía ha optado por el silencio ante un hecho que afecta directamente a la dignidad de los muertos y al sentido espiritual del lugar. Quizás movidas por el deseo de evitar conflicto, las autoridades eclesiásticas han cedido ante las presiones políticas.

Ese silencio resulta más doloroso si recordamos que entre los allí enterrados hay 70 beatos, dos de ellos agustinos, 49 siervos de Dios y al menos otros 50 religiosos, todos ellos asesinados, víctimas in odium fidei —algunos de ellos tras terribles martirios— en los primeros meses de la guerra. Ellos representan la parte más pura del testimonio cristiano, hombres y mujeres que murieron perdonando. Su presencia en el Valle debería interpelar a la conciencia de quienes hoy callan. Si aquellos mártires fueron capaces de morir sin odio, ¿cómo puede la Iglesia de hoy permanecer muda ante el intento de borrar el significado espiritual de su reposo?

Y todo ello se agrava con otro silencio, el del principal partido de la oposición. El Partido Popular, quizá por cálculo o por temor a ser señalado, ha optado por mirar hacia otro lado. Pero callar ante la manipulación del pasado también es una forma de renunciar a la verdad. En cuestiones que tocan la memoria, la identidad y la justicia histórica, la neutralidad se convierte en complicidad.

No se trata de exigir enfrentamientos, sino de esperar una postura valiente y clara en defensa de un símbolo que forma parte de la memoria espiritual de España. La Iglesia, que tantas veces ha sostenido su voz en momentos difíciles, debería recordar que el silencio también comunica, y que hay silencios que duelen más que las palabras.

Muchos analistas apuntan a que este movimiento político busca desviar la atención de la ciudadanía ante los casos de presunta corrupción que salpican al PSOE y de los problemas reales que preocupan a los españoles: el deterioro económico, la inmigración descontrolada, la inseguridad y la falta de confianza institucional. Mientras se avivan debates sobre los nombres y los símbolos, los verdaderos desafíos del país quedan relegados a un segundo plano.

La verdadera reconciliación, como enseña la Escritura, no nace del poder ni del decreto, sino del perdón:

«Y todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo mismo por Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación» (2 Corintios 5:18).

El Valle de los Caídos –nombre que seguirá vivo en la memoria de millones de españoles– no necesita ser renombrado ni reinterpretado. Necesita respeto: respeto para todos los caídos, para sus familias y para quienes lo consideran un lugar de oración y memoria.

Cambiar su nombre no cura heridas; solo las disfraza. La cruz más grande del mundo seguirá alzándose sobre la sierra, recordando que la historia no se borra y que los símbolos no desaparecen con un decreto. Podrán prohibir el nombre, pero no borrar el hecho de que allí, bajo esa piedra y esa cruz, reposan miles de vidas truncadas que merecen memoria, no manipulación.

El proyecto ‘La base y la cruz’ representa, más que una resignificación, una profana mutilación del Valle de los Caídos. Amparado en el discurso oficial de la «memoria democrática», el Gobierno impulsa una transformación que pretende borrar el sentido religioso y reconciliador del monumento para imponer una lectura política y revanchista del pasado. La demolición de la escalinata y la alteración de la explanada son gestos de venganza simbólica, no de diálogo histórico. Convertir un lugar de oración y reposo en un centro museístico de propaganda supone agredir la memoria de quienes descansan allí y despreciar el valor arquitectónico, artístico y espiritual de uno de los conjuntos monumentales más singulares de Europa. En nombre de la democracia, se perpetra así una reescritura ideológica de la historia, pagada con dinero público y ejecutada con afán de borrar, no de comprender.

Porque cuando un gobierno pretende dictar la memoria, deja de gobernar para todos. Y cuando una ley se convierte en instrumento de ideología, deja de servir a la verdad. El pasado no se repara borrándolo; se honra recordándolo.


Publicado

en

,

por

Etiquetas:

Resumen de privacidad

Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:

  • POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
  • SUS DATOS SON SEGUROS