El valor de una bandera

Luis Felipe Utrera-Molina

ABC-21 de diciembre de 2017

Corría
el año 1978 cuando a un amigo mío de 15 años le partieron la cara en el metro
de Madrid por lucir una insignia de la bandera de España prendida en su
cazadora. Al grito de “a por el fascista”, un grupo de jóvenes la
emprendieron a golpes con él y le arrancaron de cuajo la insignia rompiendo la
cazadora.

Treinta
años después -noviembre de 2008- llevaba en mi coche a mis padres para asistir
a la celebración de una misa funeral en el Valle de los Caídos. Un agente de la
Guardia civil me dio el alto, me pidió que abriese el maletero y me preguntó si
llevaba banderas en el coche. Tras registrar el vehículo –en el que
no había bandera alguna- el agente me espetó: “Quítese el pin”.
No entendía a qué se refería pero me aclaró que se refería a la pequeña
insignia que llevaba en la solapa, una pequeña bandera nacional, sin escudo
alguno, la misma que el agente llevaba cosida en la manga de su uniforme.

Tras
preguntarle la razón de su orden, me dijo que lo prohibía la Ley de
memoria Histórica. Le advertí que la bandera de España no era un símbolo
político y que por tanto esa ley no podía prohibir llevarla y que si así fuera,
tampoco ellos podrían llevarla en la manga del uniforme. El agente miró con
gesto interrogante a un superior que se encontraba al lado vestido de paisano
quien, taxativamente y con formas muy poco educadas dijo que o me quitaba la
insignia o no entraba. Seguí negándome, pero teniendo en cuenta la edad de mi
padre y sus padecimientos coronarios, y la indignación de mi madre que salió a
recriminar a los miembros de la Benemérita su actitud insólita y a todas luces
ilegal y abusiva, decidí quitarme la insignia que llevaba, no sin antes decirle
a la cara a todos los agentes y oficiales que tenía delante que debería
caérseles la cara de vergüenza de hacerme quitar la bandera de España, cuando
tantos otros la queman y la pisotean. Por toda respuesta me dijeron: “cumplimos
órdenes”. Unas órdenes que, días después, supe que procedían de la
Vicepresidenta del Gobierno Fernández de la Vega, para que no dejasen pasar ni
una sola bandera de España al recinto del Valle de los Caídos.

El
pasado viernes día 8 de diciembre a Victor Laínez le rompieron la cabeza tras
llamarle “fascista” por llevar unos tirantes con la bandera nacional. La
noticia habría pasado de puntillas en los medios nacionales si no hubiera sido
por la fuerza de las redes sociales. Tardó tres días en saltar a los medios
nacionales cuando ya era un clamor en foros y redes.

Cabe
preguntarse qué responsabilidad tienen en este brutal asesinato quienes desde
el mundo de la izquierda cerril impulsaron hace 10 años, bajo las órdenes de
Zapatero, un proceso de odio retrospectivo destinado a condenar a la media
España que se batió el cobre con otra media hace 80 años. Qué responsabilidad
tienen los que desde el ámbito de la izquierda impulsan leyes de “memoria
democrática” fomentando una moral cainita que divide a los españoles
en hijos de fascistas e hijos de demócratas; qué culpa cabe atribuir a quienes
hasta hace poco llamaban a cazar fachas desde un púlpito
universitario, no cejan en utilizar el término fascista para
descalificar a sus oponentes y protejen y apoyan a elementos antifascistas como
el que le ha reventado la cabeza a Víctor Laínez; a quienes enarbolan las
banderas tricolores en sus carteles y manifestaciones, fomentando el odio a la
bandera rojigualda como símbolo de la opresión y la caverna.

A
Víctor Laínez lo han matado por llevar con orgullo la bandera de todos los
españoles que algunos se empeñan en ofender y mancillar impunemente. Y en un
medio de comunicación como La Sexta han querido escupir sobre su cadáver
deslizando su supuesta condición de simpatizante de la Falange, arrojando
sombras sobre la víctima a modo de justificación o atenuante de su salvaje
asesinato. Al escucharlo, me vino a la memoria la aterradora y célebre
fotografía de 1936 en la que aparecía un cadáver tendido en la calle con el
letrero “por fascista” y recordé la repugnante estrategia de los
etarras de acusar a sus víctimas con mentiras para justificar el tiro en la
nuca y señalar a sus familiares.

Lo
que ha pasado en Zaragoza no es un episodio aislado de violencia, sino el
resultado de un proceso de hispanofobia urdido por los discípulos aventajados
de Rodríguez Zapatero que reivindican y quieren resucitar la España tenebrosa
de las checas del Frente Popular convirtiendo el mero hecho de portar la
bandera nacional, en una actividad de riesgo, por la que te pueden señalar por
fascista y pueden arrancarte la vida.

Me
viene a la memoria la placa que figuraba en uno los muros del Alcázar toledano,
dedicada por la Academia de Infantería Turca que decía: «Un estandarte no
es una bandera si no se ha derramado sangre por ella. Una tierra no es una
patria si no se ha muerto por ella». Ojalá que la última sangre derramada por
ella, la de Víctor Laínez, nos remueva la conciencia y nos sirva de revulsivo
para resistir, con orgullo de españoles, a los artesanos del odio y la
discordia.


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