En la muerte de Joaquín Soto Ceballos

 
 
José Utrera Molina 
 
 
   Joaquín Soto, fue uno de mis alcaldes cuya lealtad me acompañó durante los siete años que permanecí en el Gobierno Civil de Sevilla. Era un muchacho extraordinario por entonces, hace ya de esto que refiero 50 años. Recuerdo su afán de servicio, su nobleza, su generosidad y sobre todo su alegre disposición de trabajar por su pueblo y por España.
 
   Hace tres días he conocido la noticia de su fallecimiento, muerte que me ha llegado al corazón porque era de esos hombres que  constituyen una guardia limpia y cerrada en el recuerdo y en la lealtad.
 
   Quiero dejar aquí señalada una anécdota que le retrata. Joaquín, formaba parte de una vieja estirpe sevillana, sirvió a su pueblo con una diligencia excepcional, con un amor a sus cosas que trascendía a lo rutinario. En una ocasión, y esta es la anécdota a la que me refiero, viajábamos a Madrid en mi coche oficial un magistrado que se llamaba Pérez Sánchez y que era realmente un tipo de extraordinaria calidad humana y de prodigiosa memoria y de una gran competencia como jurista. Me acompañaban en ese viaje Joaquín Soto y este magistrado al que he aludido. Fue un viaje inolvidable porque desde que salimos de Sevilla hasta que llegamos a Madrid estuvimos recitando poesías. Bécquer, Machado, Garcilaso y tantos otros antiguos y modernos desfilaban por nuestra memoria y hacia que tuviéramos una especie de campeonato de conocimientos de sus específicas realidades expresivas. Mediado el viaje, le dije al magistrado que nos acompañaba: tengo que confesaros que recuerdo muy bien el soneto que hizo José Antonio en cierta ocasión. Ellos se mostraron sorprendidos porque no conocían ninguna manifestación literaria de José Antonio que estuviera en el enclave de lo puramente poético. Yo entonces les recité el soneto que conocía y que por cierto decía:  
 
“Hemos bebido el sol disuelto en vino
y sangre de claveles en gazpacho
y un viejo fauno vigoroso y macho
he tenido en la mesa por vecino
D. Pedro es andaluz, sonoro y fino  
y siempre que pronuncia un dicharacho  
tiene risas alegres de muchacho  
y experiencias de viejo libertino”.
 
   En ese instante, cuando yo recitaba esta parte del soneto de José Antonio me interrumpió Joaquín de Soto y me dijo: ¡Para! ¿Sabes quién ese Don Pedro? Don pedro, era mi padre. Yo me quedé perplejo y asombrado y hoy hago referencia a esta anécdota que me parece ilustrativa de un tiempo y de unas gentes.  
 
   Joaquín se ofrece a mí en el recuerdo como un apóstol de la diligencia, de la rapidez, del sentido profundo de las cosas, agudo en sus juicios, noble en sus comportamientos, en fin, todo un caballero andaluz que respondía a las lindes de su estirpe y al gran amor que profesaba a su patria. 
 
 
 
 

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