Españoles, no se os puede dejar solos, por Ramón de Meer Cañón

 

Ramón de Meer Cañón

Doctorando

 

Desconozco si la frase que titula este artículo es cita real o apócrifa del Generalísimo, pero en cualquier caso podrían sacarse de ella dos reflexiones: la más fácil es la crítica al pueblo español, que puede ser múltiple, pero que ahorraré a los lectores, que para pesimismos ya tienen al CIS. La segunda reflexión es mucho más profunda. Si no se nos puede dejar solos, es porque necesitamos estar acompañados. La pregunta lógica es por quién, y también, para un pueblo tan poco sumiso como el nuestro, por qué.

La Historia y la Literatura son un constante recordatorio de que el hombre busca depositar su confianza en personas a las que mira con veneración y respeto: maestros, pastores, guías, caudillos y señores, todos ellos figuras de autoridad que comparten una similitud. Es ésta una verdad natural: el hombre necesita sentirse guiado. Esto nos habla muy profundamente de nuestra naturaleza social: nuestra necesidad de aprender lo que nos rodea de la mano de un desvelador apunta claramente a que somos seres sociales, seres que tienden al orden y la jerarquía, por mucho que su libertad les permita precisamente subvertirlo.

Esta necesidad de figuras de autoridad permea todas las realidades humanas: las familias, los pueblos, naciones, y religiones. Por alguna misteriosa razón, Dios creó al hombre necesitado de esta transmisión de padres a hijos del conocimiento y la cultura, la autoridad, las normas y las costumbres, una transmisión que fraguada con el pasar de los siglos llamamos Tradición. Sin embargo, este artículo quiere denunciar una realidad que pasa desapercibida, habida cuenta de tantos y graves problemas que sufrimos en nuestros días, pero que considero que es causa primerísima de que tanto nuestra patria

España como nuestras instituciones, desconcertados, improvisen burdamente a la hora de diagnosticar nuestros problemas y plantear soluciones: el mundo carece ya de verdadera autoridad.

Primero, la figura de la autoridad política en los pueblos se diluyó y despersonalizó en el artificioso Estado, y con ello se minaron las que habían siempre sido las autoridades sociales, rurales. Este descabezamiento culmina con el guillotinar de la sociedad primera y fundamental, la familia. La crisis de paternidad que sufren nuestros días proviene, en gran medida, de haber expulsado de nuestras familias la figura del cabeza de familia.

Cuando se destruye la figura del cabeza de familia, hundiendo al varón en una criminalización de su masculinidad, caen naturalmente el resto de figuras de autoridad.

Caídos los padres naturales, no saben serlo los maestros, los políticos, o los pastores, pues de nadie lo han aprendido.

Así, nos encontramos hoy con que nos han dejado solos. El panorama social podría no ser muy diferente al de otros siglos, pero antes al menos había líderes naturales a quienes mirar para guiarnos en la batalla contra los avatares de cada tiempo. ¿A quién miramos ahora? Hoy día, frente a otros problemas de España, el primer mal es precisamente este: nos han dejado solos, como ovejas sin pastor.

Ante esta situación, ¿qué podemos aprender de nuestra Historia? Cuando faltan los ejemplos naturales y directos, de experiencias primarias de autoridad como la familia o el municipio, los seres humanos han tendido a crear sus propias figuras de autoridad mitificada, los héroes. ¿Qué es un héroe? Los héroes son las encarnaciones de los supremos principios que sustentan una cultura, una civilización. Personas que emanan una autoridad moral, en quienes nos identificamos, a quienes admiramos, y que imitándoles perpetuamos esas virtudes que como pueblo nos hicieron grandes en otro tiempo. El mundo moderno, sin embargo, ha renegado de los héroes, y sin héroes no hay futuro posible.

Eso lo sabe la cultura globalista que nos rodea, y por eso ha intentado seducirnos con las dos creaciones que hoy día pretenden sustituir la figura de autoridad. Por un lado, a las generaciones de hijos sin padres se les vende la figura del superhéroe, ese superhombre autosuficiente al que podemos idolatrar, pues en sus relatos encontramos una perfección cuasidivina, pero que cuando queremos tocar, se esfuman como humo, pues son seres que no existen, y para frustración de quienes les idolatraron, seres a los que jamás podremos imitar en nuestro día a día. Son personajes que jamás podríamos ver reflejados en nuestros padres, líderes y maestros, pues estos son tan ordinarios como nosotros, pero sin embargo aprendemos a escarmentar de sus errores e imitar sus virtudes. En ellos, es precisamente la naturaleza humana extirpada del superhéroe la que actúa de escuela de vida.

El segundo pseudo-héroe que nos venden es el héroe capitalista: a falta de autoridad natural, sea el dinero el que decida a quién debemos lealtad, a quién debemos obediencia. Admiremos y entronicemos al que triunfa económica y socialmente en el mundo. A esa figura sí podemos imitar, y se reconfigura el imaginario colectivo para que sean estas características las que se consideren deseables.

Aquí es donde podemos reflexionar sobre la figura de Francisco Franco. Siempre existirá la tentación de tratarle como uno de estos dos pseudo-héroes. O bien como una figura suprahumana, de un estadista sin tacha y un hombre sin pecado; o bien como un gran administrador cuyos mayores logros son los económicos y sociales. Ambas son fáciles de defender entre los afines, que o bien prefieren ignorar la realidad de la Historia, o bien prefieren poner el foco sólo en sus aspectos positivos.

Sin embargo, la autoridad moral de Franco deriva realmente de un hecho que no tiene que ver con su mandato. Si de veras queremos poner ante los ojos del mundo ejemplos de heroicidad y autoridad que renueven el espíritu maltrecho de una nación abandonada, deberemos reivindicar el acto menos económico, menos racionalista del

Generalísimo. España no necesita de ejemplos de éxito, sino de ejemplos de valor.

Necesita conocer que son hombres frágiles, como todos, los que son capaces de sobreponerse a su humanidad quebrada por un bien mayor, y de esas acciones sacar inspiración para nuevos gestos y gestas.

Las hazañas de un Pelayo en Covadonga, una Isabel en Granada, un Cortés en Nueva España, un Daoíz y un Velarde en Monteleón, o un Franco en Melilla, sólo son enseñanza para aquel que, lejos de idealizarlas sabe que quienes las realizaron eran de carne y hueso, pero de un hueso endurecido por el valor y de una carne fortalecida por la gracia.

En ese sentido, no reivindiquemos lo impoluto del hombre, sino lo valerosos de sus acciones, de su Alzamiento un 18 de julio de 1936. No un alzamiento calculado y rentable, sino desesperado, aparentemente inútil, contra hordas muy superiores en número y un estrecho de por medio: sin ninguna posibilidad de éxito. Un Alzamiento heroico por imposible, como todos los anteriores.

¿De dónde queremos tomar ejemplo? Qué fácil es intentar asemejarse al Franco próspero. Todos queremos ser productivos y estar en el bando de los ganadores. Pero no es ese nuestro verdadero espíritu. El verdadero héroe, el verdadero Generalísimo, es el que nos apunta hacia la heroicidad verdadera, que no es el rédito, sino la Cruz. Por eso el héroe español no lo es por riqueza o aplausos de este mundo, sino que lo es por honor, por lealtad, por sacrificio y por hazaña. Tanto se identificó España con Nuestro Señor que no nos valió con predicar su fe, sino que quedó impreso en el carácter de los españoles la locura de la Cruz, de manera que nuestra gloria sólo se alcanza con los más grandes sacrificios, con las entregas más heroicas. El héroe español, damas y caballeros, no se cuenta en dólares, sino que como el Generalísimo, se cuenta por hazañas y gestas, aunque sean inútiles, aunque no den beneficios.

No quedan hoy para los españoles figuras de autoridad. No quedan en pie nuestros pilares sociales de antaño. Pero hay esperanza en nuestros corazones, siempre que sepamos identificar qué hazañas son las que harán de ese ascua una fogata, qué inspiración será la que forje la España del mañana: la Cruz o el éxito terrenal.

Quiera Dios que como tantos Caídos por Dios y por España, renazca en nosotros ese indómito ibero, y que tomemos, quizás por última vez, la herrumbrada espada española.

Que no queramos servir a otra Bandera, no queramos andar otro camino, no sepamos vivir de otra manera. ¡Que Viva España!

 


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