Franco amparo de refugiados y freno de venganzas. Por Francisco Bendala

                                                                                                     Francisco Bendala

La labor humanitaria del Caudillo a lo largo de toda su vida, pero especialmente durante los dificilísimos periodos de conflictos bélicos que le tocó vivir o protagonizar, fue ingente, alcanzando a todo colectivo sin discriminación alguna que, por cualquier causa, se vio en grave riesgo. En esto, como en casi todo, el Generalísimo fue avanzado a su tiempo, pudiendo ser que de ahí proceda en no poca medida la incomprensión y falta de reconocimiento que perdura hasta nuestros días; ahora especialmente azuzada por el odio ideológico y la mísera sed de venganza.

 

Es de sobra conocida su labor en pro de los judíos durante la II Guerra Mundial, siendo en torno a los 10.000 los que se salvaron gracias a las precisas instrucciones del Caudillo a los diplomáticos españoles –la política exterior fue siempre especialmente supervisada directamente por Franco–; España fue la única nación del mundo que dio la cara por aquellos desgraciados, pues ni los aliados lo hicieron.

 

Pero hay otra labor humanitaria que no sólo es poco conocida, sino que incluso es especialmente vilipendiada, sobre todo por la hipócrita actitud de los vencedores de la II Guerra Mundial; hecho más indignante aún si cabe cuando proviene de los que de entre ellos ejercían de abanderados de la democracia y la libertad, excepción hecha, claro está, de la URSS que, en esto como en todo, alardeaba de lo que carecía. Nos referimos a los vencidos que al final de tal conflicto buscaron refugio en España huyendo, no de la justicia, sino de la venganza.

 

Conforme la II Guerra Mundial tocaba a su fin, no pocos ciudadanos de casi todos los países europeos que habían servido en las filas del Eje miraron a aquella España exquisitamente neutral como posible refugio de la marea de execrables venganzas que iba a asolar Europa ¡Vae victis! Las cifras no son exactas, pues el asunto está muy poco estudiado; y muchos menos con imparcialidad y rigor. Para el caso que nos ocupa, baste con quedarnos con unos 13.000 franceses y 800 alemanes; y muchos menos italianos, belgas y rumanos, por nombrar a los mayores grupos.

 

A todos ellos se les tachó de inmediato y absolutamente por los vencedores de “nazis” o “fascistas” y, por extensión, de “criminales de guerra” o “contra la Humanidad”; delitos éstos, por cierto, creados ex profeso en Agosto de 1945. Tamaña simplificación y consiguiente estigmatización, pueden imaginarse lo que en aquellos momentos suponía. Sobre tal base, los aliados pusieron en marcha una sañuda caza de tales personas, bien que, para su sorpresa, enfado y desesperación, tropezaron con la serenidad, tesón y altísimo concepto de la justicia del Caudillo que, a pesar de las circunstancias, y de las increíbles, abusivas e intolerables presiones que de inmediato y por años recibió, nunca cedió.

 

De los franceses, muchos condenados in absentia, lo fueron en realidad por tribunales “populares” formados en buena medida por miembros de la “resistencia”, mayoritariamente de ideología comunista, que fue el tipo de justicia que arrasó Francia durante los primeros años de la postguerra, los cuales, además, los condenaron a penas de cárcel, lo que da una idea de las pocas o nulas responsabilidades que habían tenido en tales supuestos crímenes; en cualquier caso idéntica a la de toda la población francesa, ya que toda ella se sometió al gobierno de Vichy y a la colaboración o, cuando menos, manifiesta pasividad, con los invasores.

 

De los 800 alemanes, la mayoría eran ya residentes en España desde hacía tiempo, pues o eran miembros de las empresas alemanas con delegaciones en nuestra nación o funcionarios civiles y militares del gobierno alemán (diplomáticos, cónsules, agregados, etc.); la lista final reclamada por los aliados se redujo a 104 personas, algunas de ellas señaladas como miembros de los servicios de Inteligencia alemanes, lo cual era normal, pues no dejaban de ser funcionarios. Fueron durante años famosos los nombres del líder del partido Reixista belga, León Degrelle, o del alemán Otto Skorzeni. También los de los franceses Laval –único extraditado–, Bonnar y Gabolde. Pero asimismo se acogió a buena parte de las casas reales de aquellos países que poco a poco fueron quedando tras el “telón de acero”, así como a los intelectuales que huían de dicho “paraíso” (los más conocidos hicieron grandes carreras en nuestra nación en el cine y los deportes). Las mayores presiones lo fueron entre 1945 y 1948, año este último en que la construcción del muro de Berlín inauguró la “guerra fría” y con ello la progresiva y firme alianza de España con las democracias occidentales.

 

Pues bien. Franco, que soportó carros y carretas, se negó siempre a extraditarlos y ello por las siguientes y aplastantes razones:

 

  • Porque, al igual que se procede hoy en día, sí, en el siglo XXI, y antes también, y esto avala lo dicho al principio sobre lo avanzado del sentido de la justicia del Caudillo, dichas personas podían ser ejecutadas –hoy los países democráticos no extraditan a nadie, sea cual sea el delito del que se le acusa, si no se dan garantías de que no será nunca ejecutado–, máxime debido al calor de las pasiones reinante; pro también por la inexistencia de las mínimas garantías procesales.
  • Porque como había ocurrido con Mussolini y muchos otros, lo que ya se conocía con certeza, equivalía entregarlos, no a la justicia, sino a la más ruin de las venganzas; se sigue silenciando que tanto en Francia como en Italia se contabilizaron, en cada uno de dichos países, cerca de 40.000 asesinados por supuestos “colaboracionistas”, “fascistas” o “nazis” a manos de bandas de “resistentes”.
  • Porque los mismos aliados ponían mucho cuidado e interés en dar asilo, e incluso encumbrar, a “nazis” y “fascistas” cuyos conocimientos técnicos les eran precisos para su propio desarrollo tecnológico (caso de los científicos, tan implicados por sus descubrimientos en esos “crímenes contra la Humanidad” como Hitler), así como en otros aspectos (muchos de los más reconocidos jefes de los servicios de Inteligencia alemanes pasaron a trabajar para los propios de los aliados).
  • Porque esos mismos aliados entregaban sin piedad alguna a los soviéticos, para congraciarse con Stalin, su tan democrático aliado, a miles de combatientes cuyo fin se sabía que era dejarles morir, bien fuera deliberadamente de hambre y frío (lo fueron 90.000 de los 100.000 prisioneros italianos) o tras someterlos a trabajos forzados en condiciones inhumanas.

 

Por último, la guinda del pastel de las razones del Caudillo:

  • Porque durante toda la II Guerra Mundial, la misma España había acogido a cerca de 3.000 combatientes aliados, sobre todo pilotos que, escapando de la Europa ocupada a través de los Pirineos, fueron protegidos, nunca entregados a los alemanes y pudieron, tras pasar a Marruecos, reincorporarse a la lucha.

 

Como en tantas otras cosas, el tiempo le dio la razón al Generalísimo y un nuevo galardón: el de haber sido amparo de refugiados y freno de venganzas.

 


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