Franco y Cataluña, por Salvador Sostres

 Salvador Sostres

ABC

Algún día, no digo ahora, tendremos que admitir que Franco fue nuestro gran aliado. El gran aliado de Cataluña. El concierto económico que tanto han reclamado los políticos nacionalistas, y cuya infructuosa reivindicación sirvió a Mas para adentrarse en la locura independentista, lo había concedido muchos años antes el Caudillo, con el desarrollismo, su política arancelaria y el proteccionismo.

Franco mejoró también el uso público del catalán. Lo prohibió en las escuelas pero propició la enseñanza clandestina, que es el terreno en el que se siente cómoda Cataluña. Gracias a la censura, los cantautores agudizaron el ingenio de sus letras y adquirieron un prestigio y una épica que, a juzgar por sus trabajos posteriores, no les habría concedido la

democrática. Josep Pla, Mercè Rodoreda o Baltasar Porcel -por citar los más brillantes- pudieron publicar en catalán su obra, y cuando el líder murió no salió del cajón de la censura ningún gran ensayo, novela o poesía que no pudiera haber sido publicada durante el Régimen.

Franco interpretó mejor que nadie a Cataluña: le dio victimismo moral -es decir, supremacismo- y propició el negocio, de modo que la mitad de los catalanes, los más estúpidos, pudieron tener un pretexto heroico para justificar sus ridículas vidas y la clase media y la alta pudieron ganar sin control grandes sumas de dinero. Franco nos amaba tanto, a los catalanes, que hasta en los últimos momentos de su vida se tomó la molestia de no contestar la llamada del Papa y dar garrote al criminal Puig Antich, para dejarnos algún agravio en herencia, algo de lo que pudiéramos aún vivir muchos años después de que él hubiera muerto.

Franco, en definitiva, dedicó su vida a hacernos el trabajo sucio: fusiló a Companys, que además de un asesino era un perturbado, puso el miedo en el cuerpo a la sociedad catalana, que sin un padre se pierde en ensoñaciones estériles, carísimas e innecesarias. Delimitó un terreno de juego en el que podíamos ser felices y además estar tranquilos, porque ahí estaba él para recordar el recto camino a cualquiera que se despistara por un exceso de azúcar.

Si alguien en serio -y sin miedo- se tomara el trabajo de revisar el franquismo en Cataluña, hallaría no más que empresarios enriquecidos y agradecidos, una clase media temerosa de cualquier cambio y victimistas que todavía hoy viven y facturan de la gloria que les dio haber podido vivir algunos años con el dictador. Algunos incluso se inventan más años, como un mérito curricular.

La comedia catalanista debe todo a Franco. Lo de Laporta del lunes fue un ejemplo entre tantos. Nos fue tan bien y fuimos tan felices, que cantamos ‘Al vent’, ‘Què volen aquesta gent’, y ‘L’Estaca’, tres canciones malísimas, las peores de sus respectivos autores, pero que nos permitieron ser catalanes al modo en que siempre nos ha gustado: quejándonos de todo, responsabilizándonos de nada , con un enemigo claro al que culpar de cualquier fracaso, y robando a lo bestia todo lo que estuviera a nuestro alcance.


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