Homilía del Obispo Complutense durante la Santa Misa en el Cementerio de los Mártires de Paracuellos

 
Juan Antonio Reig Pla
Obispo Complutense 
 
 
 
   “El 23 de julio de 1991 San Juan Pablo II firmó la Bula «In hac beati Petri cathedra» por la que se restauraba la antigua Diócesis Complutense cuyo territorio estaba vinculado en los últimos años a la Archidiócesis de Madrid-Alcalá. El próximo año celebraremos las Bodas de Plata de este acontecimiento. Con este motivo la Penitenciaría Apostólica nos ha concedido un Año Jubilar que inauguramos el pasado 24 de octubre y que se prolongará hasta el mismo mes de octubre de 2016. Durante todo este tiempo se podrá alcanzar la gracia de la indulgencia plenaria siguiendo las pautas habituales indicadas por la Penitenciaría Apostólica y peregrinando a la Catedral de Alcalá de Henares para venerar las reliquias de los Santos Niños Justo y Pastor, mártires y patronos de nuestra diócesis.  
 
   La Providencia ha querido que la misma Diócesis Complutense que nació en el siglo V al calor del testimonio martirial de los Santos Niños, sea ahora la responsable de esta “Catedral de los mártires” que en 1936 regaron con su sangre esta bendita tierra de Paracuellos de Jarama. Ahora podréis comprender por qué como obispo he querido celebrar el Día de la Iglesia Diocesana y la clausura del Año de la Caridad aquí, en este Camposanto, unido a la Hermandad de Nuestra Señora de los Mártires, acompañado de los provinciales y delegados de las congregaciones y órdenes religiosas de los 134 beatos aquí sepultados, por el clero diocesano, seminaristas, familiares de las víctimas y cuantos peregrináis a este lugar para guardar memoria de todos aquellos que nos precedieron como testigos de la fe.  
 
   Unidos a los Santos Niños Justo y Pastor, a San Félix de Alcalá martirizado en Córdoba en el siglo IX, los mártires de Paracuellos son el mejor regalo que nos hizo San Juan Pablo II, poniendo en evidencia la vocación martirial de nuestra querida diócesis de Alcalá de Henares.  
 
   Como nos recordaba el profeta Daniel «los que duermen en el polvo despertarán…para la vida eterna» (Dan 12, 2). Esta es la justicia para los que mueren en el Señor: participar de la victoria de la resurrección y el gozo pleno por toda la eternidad. Ellos están inscritos en el libro de la vida con letras de sangre y, ahora, brillan con fulgor como las estrellas en el firmamento. Revestidos con los dones del Espíritu Santo murieron dando testimonio de la fe con fortaleza y de sus labios brotaron palabras de sabiduría y perdón: «Sabemos que nos matáis por católicos y religiosos: lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdonamos de todo corazón. ¡Viva Cristo Rey!» (P. Francisco Esteban Lacal, 48 años, Provincial de los Oblatos, 1936).  
 
   Hoy cuando contemplamos la decadencia moral de España y la pérdida de sus raíces cristianas, hemos de volver la mirada hacia estos gigantes del espíritu para aprender el verdadero sendero de la vida (Sal 15). Ellos son los «sabios que enseñaron a muchos la justicia» (Dan 12, 3) y supieron entregar a sus hermanos el fruto granado de la Tradición. Con el testimonio de su muerte, con sus palabras y escritos, ellos nos enseñan, en efecto, que la grandeza de España depende de los fuertes vínculos con la familia, con la Religión y con la Patria, la tierra de nuestros padres. Estos fueron sus grandes amores que hoy solicitan de nosotros la fidelidad a quienes nos dieron la vida y nos enseñaron la fe, la adhesión a Jesucristo, a la Iglesia nuestra Madre y a esta tierra bendita que, inspirada por un alma católica, ha florecido con tantos santos y mártires.  
   
   Hoy los católicos, como los primeros cristianos, hemos de hacer de nuestras familias, parroquias, movimientos eclesiales, colegios, comunidades de vida consagrada, etc. verdaderos oasis donde se pueda vivir cristianamente ganando terreno al desierto cultural y social que vive España. Como San Benito ante la decadencia y caída del Imperio Romano, hemos de volver a Dios, buscándole infatigablemente para recuperar la vida del espíritu y seguir las palabras del Evangelio. «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará como añadidura» (Mt 6, 33). Si expulsamos a Dios de las leyes del Estado, si lo expulsamos de la sociedad y del corazón humano, nuestra tierra será una estepa y el desierto irá avanzando. Pero los reunidos hoy aquí estamos convencidos de que éste no es el destino de nuestro pueblo. Por eso, alentados por el testimonio de nuestros hermanos mártires, de nuevo queremos proclamar ante sus tumbas las palabras del salmo: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15, 5-6).  
 
   Esta es la Buena Noticia que llevó a San Benito a reemprender la cristianización de Europa, a comenzar de nuevo con la certeza que deriva de las palabras del Salmista: «Tengo presente siempre al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré…porque no dejarás a tu siervo conocer la corrupción» (Sal 15, 8-10). La fe que nos transmitieron nuestros padres es nuestro mejor escudo para llevar adelante la obra de la evangelización. España necesita de nuevo ser evangelizada, necesita, como nos recuerda el Papa Francisco, de nuevos discípulos y misioneros que lleven en sus labios y en sus corazones la Buena Noticia de la paz y de la reconciliación. Sin Dios no hay futuro y no se ve más horizonte que la muerte. Por eso el testimonio de los mártires es como la lluvia que necesita nuestra tierra para no acabar agostada y sin vida. Su muerte, como la de Cristo, fue una victoria, no un fracaso. Es la victoria del amor, la victoria de la esperanza que posibilita la verdadera alegría. Ellos, comulgando clandestinamente en las cárceles, supieron después asociarse con su sangre al sacrificio de Cristo (Hb 10, 12) para el perdón de los pecados y en su muerte podían proclamar: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena» (Sal 15, 9).  
 
   Como el diácono Esteban, los mártires van a la muerte viendo el cielo abierto. Del mismo modo nosotros estamos llamados a devolver a nuestro pueblo la verdadera justicia: el cielo abierto, donde el Señor «enjugará nuestras lágrimas, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4). No hay verdadera justicia sin la resurrección de la carne y sin la gloria del cielo. Esta es la verdadera herencia que esperamos y que queremos anunciar con palabras y obras a todos nuestros hermanos. Queremos aprender la parábola de la higuera como nos recordaba el Evangelio. Como centinelas en la noche cultural que vive nuestro pueblo, queremos reconocer los signos de los tiempos, convencidos de que el Señor cumple todas sus promesas y volverá como acabamos de escuchar en el texto de San Mateo: «Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos de horizonte a horizonte» (Mt 13, 25).  
 
   Mientras tanto, queridos hermanos, en este Año del Jubileo de la Misericordia, nosotros estamos llamados a promover el amor y la reconciliación. Este Camposanto es un lugar sagrado que nos invita a edificar, por la gracia de Dios, una sociedad fraterna donde reine el perdón; una sociedad justa inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia, donde la vida sea respetada, cuidados los matrimonios y fortalecidas las familias; donde los pobres, los enfermos y los mayores sean acogidos con el mismo amor que hemos recibido de Jesucristo, el icono de la misericordia, como nos recuerda el Papa Francisco. Si Él reina en nuestros corazones y en nuestra sociedad, España dejará de ser un desierto para convertirse en un vergel.   Así lo pediremos a nuestros hermanos mártires, cuando, al finalizar la Santa Misa, realicemos una procesión con el Santísimo (Cf. C.I.C. c. 944§2 y Ceremonial de los Obispos nn. 1093-1101). Del mismo modo que en su momento Pío XII nos invitaba a «promover y consolidar el reinado social de Jesucristo en el Santísimo Sacramento» (Radiomensaje al Primer Congreso Eucarístico Nacional de Guatemala, 22-4-1951), nosotros le pediremos al Amor de los amores, que interceda por nuestro pueblo y, deteniéndonos en cada una de las fosas, oraremos por nuestros hermanos difuntos y les “anunciaremos” que Cristo ha resucitado y que en Él está depositada toda nuestra esperanza de salvación.  
 
   No quiero acabar esta homilía sin pediros a todos que oremos por los asesinados en los recientes atentados terroristas de París. Elevemos una oración por el eterno descanso de sus almas; oremos también por los heridos, por las familias y amigos, por los equipos de emergencia, por las fuerzas de seguridad, por los gobernantes y por todo el pueblo de Francia. También debemos orar para que triunfe la paz y la justicia y, por la gracia de Dios, también se conviertan todos los terroristas. Sin faltar a la justicia, frente al odio, la fuerza del cristiano es el perdón al enemigo y el amor que redime: sobre estos pilares, que ahora se dinamitan desde dentro y desde fuera, se ha edificado la civilización cristiana durante dos mil años.  
 
   A la misericordia de Dios nos confiamos todos, dispuestos a celebrar con toda la Iglesia Católica el gran Jubileo que abrirá el Papa Francisco el día de la Inmaculada Concepción, Patrona de España. A la Virgen María encomendamos nuestras vidas y el destino de nuestro pueblo. Que la sangre de nuestros mártires sea nuestra intercesora con todos los santos que han hecho brillar la luz de Cristo en nuestra tierra. Amén.”   
 
 

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