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Queridos hermanos:
En el aniversario de su muerte, ofrecemos hoy especialmente el Santo Sacrificio de la Misa por las almas de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco. A ellos unimos, como se hace en esta Basílica todos los días del año, la oración por las almas de todos los Caídos en la Guerra Española de 1936-1939, tanto del bando nacional como del bando republicano, y por las almas de otros difuntos sepultados en el Valle.
Como sabéis, la Iglesia dedica de forma singular el mes de noviembre a los difuntos. Y como también conocéis al haber estudiado el Catecismo, hay dos obras de misericordia que se refieren a los difuntos: entre las obras corporales de misericordia, está la de enterrar a los muertos, y entre las obras espirituales de misericordia, la de rezar a Dios por vivos y difuntos.
El deber de enterrar a los muertos nace de la convicción de la resurrección de los cuerpos al final de los tiempos, cuando tenga lugar la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo en gloria para el Juicio Final; entonces, como nos enseña nuestra fe, los cuerpos resucitarán conforme al modelo del suyo y se reunirán definitivamente con el alma. Por eso los cristianos siempre hemos dado sepultura a los difuntos, sabiendo que sus restos corpóreos se corrompen de forma natural, pero que gozan de dignidad y respeto y deseamos que puedan reposar en paz. En esos cuerpos ya no hay vida y por eso no encontramos ningún peligro en ellos. Nosotros no creemos en fantasmas, no nos asustan los muertos y no vivimos angustiados y temerosos ante el mal que nos pudieran hacer los cuerpos de los difuntos, pues ciertamente no nos pueden hacer ningún daño. Con la altura de miras que tenía un gobernante de la talla humana de Carlos I, se explica que él dejara reposar en paz los restos de Lutero cuando estuvo ante su sepultura en Wittemberg, dejando su juicio en las manos de Dios.
En cuanto al deber de orar por los difuntos, nace de la fe que tenemos en la vida eterna. Los cristianos rezamos por todos los difuntos, no sólo por los cercanos a nosotros ni sólo por los que nos caen bien, ni tan siquiera sólo por los cristianos. Lo hacemos para rogar a Dios que por su Misericordia infinita borre sus pecados y permita que gocen de su visión y su compañía por siempre, para que, si sus almas se encuentran en el Purgatorio, puedan pasar lo antes posible al Cielo; y sabemos asimismo que, si ya se encuentran en el Cielo, la comunión de los santos hace que esta oración sea eficaz en beneficio de otras almas. Es nuestro deber orar por todos los difuntos, amigos y enemigos, así como debemos también orar por los vivos, tanto amigos como enemigos. Ésta es la grandeza del cristianismo, que supera la cortedad de miras humanas para trascender hacia la Misericordia y el Amor infinitos de Dios.
De un modo muy especial, el Santo Sacrificio de la Misa posee una fuerza extraordinaria para alcanzar la dicha eterna del Cielo a las almas de los difuntos, ya que se trata del mismo Sacrificio redentor de Cristo en la Cruz que se renueva y actualiza en el altar. Según San Gregorio Magno, el primer papa-monje y biógrafo de San Benito, la Misa alcanza ante Dios un gran valor al ofrecerse por las almas de los difuntos. Como sabe todo aquel que tiene una cierta formación religiosa, la Misa por un difunto no es un homenaje humano hacia él, sino el acto máximo de nuestra oración por él ofreciendo el mismo Sacrificio de Cristo, que ha derramado su Sangre por la salvación de su alma y por la de todas las almas, incluidas las de aquellos mismos que le llevaron a la muerte, para los cuales pidió al Padre celestial el perdón desde la Cruz.
En consecuencia, los cristianos no nos vemos turbados por los difuntos. Ellos han podido hacer bien o mal en sus vidas, pero hoy ya no pueden hacer ningún mal. De ahí que la presencia de los restos de tantos difuntos sepultados en el Valle nos conduzca a orar por las almas de todos ellos y a aprender la lección que sin duda nos quieren ofrecer: que si un día se enfrentaron y murieron en campos opuestos, hoy seamos capaces de alcanzar la paz sin odio, sin rencor, sin venganza, siendo capaces de construir el futuro de España sin destruir su pasado y venciendo el odio con el amor.
Ésta es la lección que se puede aprender también bajo los brazos redentores de la Cruz, donde el Mediador entre Dios y los hombres, el único Salvador y Redentor, Jesucristo, nos alcanzó la Misericordia divina, nos obtuvo la filiación como hijos adoptivos de Dios y perdonó a sus verdugos. La reconciliación de los hombres con Dios, de quien nos habíamos apartado por el pecado, nos la alcanzó Cristo en la Cruz, y la reconciliación entre los hombres nace así de esa reconciliación teologal.
Que María Santísima, que permaneció fiel al pie de la Cruz y recibió en sus brazos a su Hijo muerto, nos enseñe a los españoles a vivir en paz e interceda para que las almas de todos los difuntos gocen de la visión eterna de Dios.