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Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
«Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de Sacramentos y recomendaciones del alma: es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional. Pero esto no se elige (…)». Estas palabras, escritas hace 83 años por un joven de 33 años condenado a muerte la noche antes de su fusilamiento, nos estremecen y apelan estos días viendo como tantos de nuestros mayores cierran los ojos sin el consuelo de una mano, de un beso, del cariño de sus familiares, quienes al mismo tiempo sufren el desgarro emocional de no haber podido dárselo.
Yo tuve la fortuna y el privilegio de poder cuidar de mi padre en sus últimos días. Un privilegio que compartí con mis siete hermanos y con mi madre. Nunca le faltó la mano, el beso ni el te quiero de cada día. No le faltaron los sacramentos, ni el cariño de sus amigos. Y aunque estaba en paz con todos y esperaba la muerte con enorme serenidad, sé que su marchito corazón era sensible a tanta ternura. Y también sé que, después de su partida, los que nos quedamos sentimos el consuelo de no habernos dejado ningún beso, ningún abrazo, ninguna oración, ningún te quiero por decir. Hoy, cuando se cuentan por millones los besos que nunca llegarán a su destino y tantos te quiero han quedado para siempre amordazados, la impuesta soledad de nuestros mayores en la hora del sufrimiento parece interpelar a una sociedad que los aparta y parece más empeñada en buscar fórmulas que faciliten su tránsito que en atender a su dignidad como personas y proporcionarles el consuelo y compañía que merecen en el ocaso de sus vidas. Fiel reflejo de lo que escribo es la escandalosa, por indecente, reacción de las autoridades holandesas, paladines de la eutanasia, por la excesiva presencia de ancianos en las unidades de cuidados intensivos ocupando el lugar de personas jóvenes.
Esos mayores fueron los que levantaron una España rota y en ruinas con su trabajo y su ilusión; los que soñaron con la bicicleta que no tuvieron y fueron felices al poder comprársela a sus hijos, los que hicieron posible que sus hijos vivieran en una España mejor que la que les había tocado vivir; los que estaban dispuestos a abrazarse con los que habían combatido en distinta trinchera, o con los que mataron a su padre, porque creían en el futuro de España. Son los mismos que han cuidado de nuestros hijos para que nosotros pudiéramos trabajar o irnos de viaje, los que les han enseñado a rezar; los que hoy mueren en soledad para que podamos vivir los demás. Quisiera pensar que esta maldita catarsis, además de llevarse tantos abrazos perdidos, pueda barrer todo lo vacuo y egoísta que infecta esta sociedad desde hace décadas. Quisiera creer que la cultura de la muerte (aborto, eugenesia y eutanasia) ceda frente a la cultura de la vida, de la esperanza, del amor; y que el espíritu de unión y socorro que nos hace fuertes aplaste el gregarismo aldeano de una nación que parecía abocada a su desaparición. No podemos rendir mejor homenaje a nuestros mayores que enderezar el rumbo de una nave que dejaron en nuestras manos y se encuentra a la deriva.
Cuando todo esto termine, cuando volvamos a llenar las calles, cuando sonriamos en medio de un atasco, cuando nos apretemos en el tendido de la plaza y nos demos codazos ante un natural interminable, cuando nos abracemos jubilosos por un gol en el descuento, cuando recuperemos nuestras vidas, no estaría de más que nos acordásemos de los que lo dieron todo ayer y están dándolo todo hoy y les rindamos el enorme tributo de admiración que se merecen. Mientras tanto, los que aún podáis, besad y abrazad a vuestros padres y a vuestros abuelos. Saboread cada minuto de su compañía, decidles mil veces te quiero y pedidles que os repitan otras mil esa historia que ya os sabéis de memoria pero que les gusta contar, porque mañana puede ser muy tarde. Dicen los hombres de la mar que el momento más oscuro de la noche es el que precede a la aurora. Aún desde esta ardiente oscuridad no debemos perder la esperanza en una nueva amanecida. Detenernos, volver la vista atrás y repetir nuestros errores, sería traicionar el mandato de nuestros mayores, desoir su exigencia, hacer inútil su sacrificio e incapacitar la posibilidad de conquistar con su ejemplo la dignidad fraterna de un nuevo mañana fraterno y solidario, que haga que nuestros hijos se sientan orgullosos de esa empresa, grande y apasionante que se llama España.