Ideología de género y feminismo: una locura de nuestro tiempo, por Fernando Paz

 
Fernando Paz 
 
   Asumida de modo cada vez más entusiasta por la práctica totalidad de las sociedades occidentales, pocos reparan en que la ideología de género es en realidad la vanguardia de la revolución antropológica, una revolución invisible que está transformando el mundo tal y como lo conocíamos hasta el siglo XXI.         
   Pero, aunque todos hemos oído hablar de ideología de género y de feminismo, ¿sabemos qué dicen sus principales teóricos? ¿sabemos siquiera quiénes son estos?  
 
   Herederos de la ominosamente naufragada lucha de clases, transmutada en lucha de  sexos, la ideología de género y el feminismo rechazan la idea de que la distinción entre hombres y mujeres sea algo más que estrictamente social y que el ser humano sea una realización cultural que se erige sobre una realidad natural que le precede y determina en su sexualidad. Niegan, pues, la evidencia de una sexualidad previa a la construcción cultural y a la asignación de roles sociales.   
 
   En su imaginario, la realidad es un producto puramente subjetivo que cada cual puede proyectar desde las fibras más íntimas de su propia voluntad.   
 
Los precursores  
 
   En esa apelación a la voluntad pareciera resonar un nítido eco nietzscheano. Y, en efecto, así es. Al menos para la destacada feminista española Amelia Valcárcel, quien  reivindica explícitamente al filósofo alemán debido a su repulsión por un cristianismo que ha elaborado una moral social frente al derecho individual a la propia moral. Rebasando incluso los límites del relativismo convencional, Valcárcel habla del “derecho al Mal”.  
 
   Desde luego, no cabe duda de que Nietzsche es el precursor de una ideología que comienza por proclamar la primacía de la voluntad sobre todas las cosas, explicitando un rechazo absoluto a toda moral fundamentada en el amor y la misericordia. Sobre esta negación básica levantan los teóricos de género y feministas su edificio ideológico. Así, el “rechazo de la dulzura” de Valcárcel termina desembocando en la afirmación de Bataille de que el erotismo, lejos de ser una expresión de amor, no es sino “puro odio”.  
 
   Como adecuado precursor, no olvidemos que Nietzsche terminó sus días en un largo peregrinaje de una clínica psiquiátrica en otra y al cuidado de sus familiares –guarecido en su piedad-, aquejado de una enfermedad mental manifestada a los 44 años de la que aún hoy se ignora en qué medida pudo haber afectado al conjunto de su obra. 
 
   Pero si hablamos de liberación sexual hay que citar a Wilhelm Reich, una de las deudas intelectuales más reconocidas por los teóricos de la despatologización de todo comportamiento sexual. Masturbador compulsivo desde su más tierna infancia, Reich desarrolló un particular odio a la familia, seguramente como proyección de la angustia que sentía por la suya; su madre se había suicidado a causa de la revelación a su marido de las relaciones que ella mantenía con un menor de 13 años. El informante había sido el joven Wilhelm. De ahí nació un trauma insuperable que, en una transferencia de la culpabilidad a su padre, cuajó en un ardor anti-patriarcal que ya no encontraría freno.  
 
   Reich proclamó como objetivo la destrucción de la moralidad, la familia y toda forma de represión. De hecho, el pequeño infante Wilhelm solía practicar el bestialismo con los animales de la granja familiar, de donde derivó algunos años más tarde a la asidua visita a burdeles. Las casas de lenocinio, sin embargo, dejaron de hacérsele imprescindibles cuando abrió una exitosa clínica psicoanalítica en Berlín, pronto acusada de simple tapadera de las más variadas perversiones sexuales.  
 
   Expulsado del Partido Comunista Alemán –al que pertenecía desde 1930-, marchó a vivir a EE.UU., país en el que, ya en la década de los cincuenta, perpetró un fraude masivo que dio con sus huesos en prisión. Una vez allí, fue redirigido a la penitenciaría psiquiátrica, donde moriría diagnosticado de paranoia y esquizofrenia progresiva.   
 
   Parecida interpretación de la sexualidad sostenía Alfred Kinsey, uno de los principales teóricos del pansexualismo hedonista, que se convirtió en la figura central de la revolución sexual del siglo XX. Kinsey y su esposa construyeron una especie de comunidad sexual más o menos secreta en la universidad de Indiana, en la que, junto a numerosos profesores progresistas, dieron rienda suelta a todo tipo de perversiones, entre ellas las más extremas prácticas sadomasoquistas. En poco tiempo, la homosexualidad se extendió a todo el círculo en torno a Kinsey, y más tarde, en busca de novedades suficientemente estimulantes, aparecieron las prácticas pedófilas y zoófilas.   
 
   Kinsey utilizó métodos clamorosamente fraudulentos para demostrar que la sexualidad considerada por la sociedad como “invertida” era, en realidad, normal. Aunque ha sido denunciado repetidas veces como falsario, durante mucho tiempo fue citado como “el mayor científico sexual del siglo XX”. Igual que Reich, desde su infancia se manifestó un masturbador compulsivo con tendencia al bestialismo. Pederasta confeso, utilizó el pretexto científico como justificación de una perversidad que jamás encontraba satisfacción.  
 
Los contemporáneos  
 
   De entre los más recientes, mención especial merecen Michael Foucault y George Bataille. Confeso admirador del marqués de Sade, Georges Bataille estuvo en su juventud inclinado originariamente hacia la Iglesia católica (llegó a considerar hacerse sacerdote) para concluir unos años después en que sus iglesias eran “los burdeles de París”.  
 
   Pero Bataille fue más allá, mucho más allá. Convertido en partidario del satanismo orgiástico, propagó las bondades de los sacrificios humanos rituales y fundó una sociedad secreta (“Acephale”) para llevar a cabo este tipo de actos. Curiosamente no faltaron voluntarios para ser inmolados, aunque sí para llevar a cabo los crímenes.    
   Bataille es el teórico del “erotismo narcisista”, basado en la consideración de que “el hombre soberano es un asesino en potencia”. De donde concluía que el sadismo sexual es la consecuencia más depurada de la sexualidad. Para el feminismo radical y los teóricos del género, Bataille representa la inserción “del olvidado tema del placer en la lógica de la lucha de clases”. A través de Bataille la ideología de género considera que el placer es, en realidad, equivalente a la trasgresión. Como es de suponer, sobre el estado mental de Bataille se han vertido todo tipo de opiniones.  
 
   Uno de los autores más reputados de entre los ideólogos de género -y admirador de Bataille, aunque ha superado a éste con creces-, es Michael Foucault, quien también reclamaba una filiación espiritual con el marqués de Sade. Nietzscheano y homosexual obseso, Foucault creó una obra dependiente de modo extraordinariamente visible de sus propias vicisitudes personales.  
 
   Foucault fue también militante del Partido Comunista durante unos años -etapa que él mismo consideró como “el camino hacia la filosofía”– siguiendo el itinerario de su maestro marxista Louis Althusser (internado en distintas clínicas psiquiátricas más de una veintena de veces, y que terminó estrangulando a su propia esposa).   Foucault fue iniciado en los EE.UU. en el sadomasoquismo homosexual y en el consumo masivo de drogas de todo género, y se ha convertido en el referente intelectual de homosexuales, bisexuales, transexuales y lesbianas. Es, probablemente, el más considerado de todos los filósofos de género. Sobre su estado mental, baste decir que en sus años más jóvenes llevó a cabo varias tentativas de suicidio. Además, hay testimonios de que perseguía a sus compañeros de universidad con una daga en la mano, y concibió un intenso odio por su cuerpo que le condujo a tratar de despellejarse con una cuchilla de afeitar. En alguna ocasión hasta compró una soga para ahorcarse.   Murió de SIDA en 1984, después de haber sufrido un grave accidente de tráfico causado por su politoxicomanía.    
Las contemporáneas  
 
   No existe un solo creador de la ideología de género o del feminismo en sentido estricto, sino que ambos paradigmas se han ido construyendo a partir de aportaciones relativamente diversas. Pero sí podemos recorrer las ideas comunes que caracterizan las formulaciones feministas y relacionarlas con sus protagonistas y con la ideología de género, ya que el feminismo es una de sus corrientes nutricionales.  
 
   La fundadora del más universal de los lobbys abortistas del mundo, Planet Parenthood, fue Margaret Sanger, quien se entregó al goce sexual tan obsesivamente que se desentendió de sus propios hijos. Sanger identificó la ruptura de la moral tradicional con una apasionada defensa de la eugenesia, y proclamó como algo específicamente femenino “el derecho a destruir”. Tras una turbulenta vida que incluyó nupcias con un multimillonario, terminó sus días en un delirio alcohólico que le condujo al internamiento en una clínica.   
 
   Bisexual fue Margaret Mead, que elaboró uno de los fraudes de más largo recorrido de la historia, el de la idílica Samoa virgen en la que el sexo se disfrutaba en una suerte de paraíso libre de los complejos de culpa judeo-cristianos. El sonrojante descubrimiento de que se trataba de una notable mistificación –la samoana era, en realidad, una sociedad notoriamente represiva- no ha obstado para que su nombre esté ligado a una credibilidad incomprensible. Cuando sintió la muerte cercana, pese a todo su pretendido cientifismo, no dudó en recurrir a un curandero.  
 
   Una de las feministas más celebradas ha sido Shulamith Firestone, quien hizo de la supresión de la familia su objetivo prioritario, a través de “la eliminación de la distinción sexual en sí misma”. Para Firestone, la maternidad representa una “opresión radical” que sufre la mujer, “la servidumbre reproductiva determinada por la biología”, tanto más insufrible cuanto que, según ella, “los hombres son incapaces de amar”. La autora de “La dinámica del sexo” manifestó una enfermedad cerebral en 1970 –fecha de publicación de su principal obra- y, tras pasar unos años internada en una clínica psiquiátrica, murió sola en su apartamento de Manhattan en agosto de 2012.   
 
   No han sido menores los problemas mentales que han aquejado a otra de las grandes, Kate Millet, fervorosa militante maoísta casada con un japonés y devenida en lesbiana tardíamente al comprender que el rechazo al varón debía incluir las relaciones sexuales, fiel al concepto genuinamente feminista de que “lo privado también es político”. Aunque claramente preterida en las últimas décadas, el tiempo no ha aminorado la radicalidad de sus postulados. En la primavera del 2010 estuvo en Madrid, donde entre varias perlas dejó la de que “una moneda puede hacer descarrilar un tren, pero aseguraos de que no es en el que vais vosotras”. El deterioro mental que le aqueja la ha conducido primero a una institución psiquiátrica y después la ha arrastrado a la tentación suicida. Su situación mental posiblemente explique la idea que concibió en 1979, cuando marchó a Irán para reivindicar los derechos de la mujer. La propia Millet ha pedido que no se la deje sola, como le ocurrió a Firestone, pues, de otro modo, terminará quitándose la vida. En el progre mundo universitario de los EE.UU. ninguna universidad ha querido contratarla.  
 
   Una de las amigas de Millet era Elizabeth Fischer -bohemia radical de Greenwich Village que fundara Aphra, el primer periódico literario feminista-, que terminó suicidándose, como lo hizo otra persona de su entorno, María del Drago. Así mismo la conocida autora feminista Ellen Frankfurt, quien se suicidó en 1987, con 50 años.    
 
   Mención aparte merece la controvertida Germaine Geer quien se cuenta, sin duda, entre las más importantes de finales del siglo XX, autora de La mujer eunuco, obra en la que se absolutiza el valor del orgasmo, especialmente el clitoriano. De acuerdo a Greer, el dominio del varón ha sufrido un grave quebranto “a partir de la admisión de las mujeres en la política y en el mundo profesional; los conservadores estaban en lo cierto cuando veían esto como un menoscabo para nuestra civilización y como el final del estado y el matrimonio: y ya es hora de que comience la demolición”.  
 
   Sin embargo, Greer ha terminado abominando de algunos de los postulados clásicos del feminismo, valorando la familia e incluso la castidad, a la vez que se casaba con un transexual. Aunque nunca ha terminado de irse, volvió a los medios después de haber sido secuestrada en su propia casa por una estudiante a comienzos de la década pasada. Posteriormente, su estilo algo más camp le ha llevado a participar en la edición inglesa de Gran Hermano. Un apropiado final, sin duda.     
 
 
 
 
 

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