¡Tu carrito está actualmente vacío!
Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:
- POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
- SUS DATOS SON SEGUROS
Fernando Suárez González
Exvicepresidente tercero del Gobierno y exministro de Trabajo
De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Revista Razón Española nº 218
No hay Ley de memoria histórica, en vigor o en trámite de reforma, ni Vicepresidenta del Gobierno que me impida decir que cuantos carecen de experiencias propias o de conocimientos sobre la historia contemporánea de España están siendo sistemáticamente bombardeados por cinco enormes mentiras: La idealización de la segunda República, la legitimidad del gobierno del Frente Popular surgido de las elecciones de febrero de 1936, la guerra civil como una lucha entre la democracia y el fascismo, la presencia en esa lucha de las brigadas internacionales como inequívocas defensoras de la democracia y la atribución al Partido Comunista de España de las primeras propuestas de reconciliación nacional, allá por el año 1956.
Son cinco inmensas falsificaciones, contra las que hay pruebas terminantes, tanto testificales como documentales, y docenas de libros que pueden invocarse para deshacer tanta leyenda. Por no faltar, no faltan tampoco las confesiones de algunos responsables.
Lo de la reconciliación comunista de 1956 es una broma. La declaración del Partido Comunista de España titulada “Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español” se aprobó por el Comité Central en junio de aquel año y de una de sus primeras frases parece deducirse un buen espíritu: “Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte”.
Se engaña o nos engaña, sin embargo, quien sostenga que aquel documento pretendía intentar cualquier aproximación entre vencedores y vencidos. Lo que intentaba era cabalmente exhortar a alguno de los sectores que habían participado en el que se llamó Movimiento Nacional a que se distanciaran e incluso se enfrentaran con el Caudillo que les había llevado a la victoria, para sumarse con los demás partidos perdedores a las falaces propuestas del Partido Comunista. Quien revise aquel texto encontrará en él la afirmación de que “hay que enterrar los odios y rencores de la guerra civil, porque el ánimo de desquite no es un sentimiento constructivo”, pero podrá leer también que Franco hacía una política de azuzamiento de rencores; que, después de la derrota del fascismo en el mundo, España era casi el único país que conservaba un régimen fascista, cuya pervivencia era funesta para los españoles; que los círculos dominantes en los Estados Unidos preconizaban una política imperialista de bloques agresivos; que el pacto de España con ellos era un pacto de guerra y que Franco realizaba una política de rearme, mientras el poderío creciente de los Estados Socialistas estaba al servicio de la paz. “Franco -se dice literalmente en el documento pretendidamente reconciliador- ha colocado a España en la humillante situación de apéndice de los Estados Unidos, de instrumento de su política belicista y de coto libre para el capital norteamericano”.
Con premisas tales, el comunismo reconciliador convocaba a los monárquicos y a los democristianos para la democratización de España, que era el camino por el que estaban dispuestos a marchar, lo que suponía que no trataban de imponer a nadie su política y sus soluciones por la fuerza y la violencia. Los discrepantes de la dictadura franquista tenían que encontrarse así en la democracia parlamentaria. He dicho que se trataba de propuestas engañosas porque en ninguno de los países sometidos al modelo socialista de la Unión Soviética se podía hablar siquiera, en 1956, de democracia parlamentaria. Recuerdo a los más jóvenes que en febrero de aquel año Nikita Jrushchov había pronunciado el famoso discurso secreto denunciando las purgas del fallecido Stalin y que el 4 de noviembre de ese mismo año 1956 el ejército soviético invadió Hungría, porque corría peligro el régimen prosoviético de partido único.
Bastarían el “no es esto, no es esto” de Ortega y Gasset, o los pronunciamientos y los destinos de quienes con él propiciaron el Régimen que derribó la Monarquía -Marañón y Pérez de Ayala- para que incluso los más fervientes republicanos lamentaran aquella experiencia y propusieran una República nueva, bien alejada de los errores que cometió la segunda. Lejos de ello, entre los actuales republicanos, se habla sólo de lo positivo de ésta -la Residencia de Estudiantes, con Dalí, Buñuel y García Lorca o los avances frente al analfabetismo- pero nadie recuerda que durante los sesenta y tres meses y cuatro días que duró, España conoció dieciocho gobiernos, veintiún estados de excepción, veintitrés estados de alarma y dieciocho estados de guerra. Entre los actuales republicanos, no hay nadie que condene el sectarismo, los incendios de iglesias, las sublevaciones campesinas, las huelgas desenfrenadas, los movimientos anarco-sindicalistas o las proclamaciones de comunismo libertario. Con mutua intolerancia, ni algunos sectores de la derecha ni influyentes sectores de la izquierda aceptaron la victoria electoral de los otros y así lo dejó escrito definitivamente el liberal Salvador de Madariaga cuando explicó que la República había tenido tres fases: Durante la primera, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente al alzamiento armado de la derecha, de agosto de 1932; durante la segunda, la derecha en el poder tuvo que hacer frente al alzamiento de la izquierda, de octubre de 1934; y durante el tercer período, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento armado de la derecha. “La República sucumbió a estas violentas sacudidas. Lo demás es retórica”. Fue también Madariaga quien sostuvo que “con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”.
Me causa cierto rubor recordar estos datos, que deberían ser de dominio público si los medios de difusión mantuvieran cierta objetividad, pero he tenido la experiencia de que jóvenes universitarios, a quienes habría que suponer una ilustración superior a la media, abren los ojos como platos cuando se les enseña el texto de la Ley de 26 de noviembre de 1931 declarando solemnemente fuera de la Ley a D. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Privado de la paz jurídica, -dice- cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional. D. Alfonso de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores. De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá del uso conveniente que deba darles.
De la revolución de 1934, programada con todo detalle por Largo Caballero y preparada minuciosamente por el Partido Socialista, se ha intentado también una versión liberadora y justificada, poniendo el acento en la excesiva dureza de la represión, pero fue Fernando de los Ríos quien la definió como “la más violenta perturbación social de que tiene noticia la historia del mundo moderno”. lndalecio Prieto pronunció años después su conocida frase: “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria…”. No era para menos: En una semana fueron asesinados en Asturias noventa y dos guardias civiles y treinta y tres religiosos, sacerdotes y seminaristas, entre ellos los ocho hermanos de la Doctrina Cristiana de Turón que no habían cometido otro delito que el de escolarizar a los niños del pueblo.
Según Melquíades Álvarez, en aquella revolución se cometieron crímenes de tal naturaleza y de tal ferocidad que, con solo recordarlos, el sentimiento de la piedad se ahuyenta siempre de las almas más generosas y clementes.
Al abrirse el archivo secreto vaticano hemos podido conocer el despacho que el Nuncio Apostólico en Madrid, Federico Tedeschini, envió al Secretario de Estado de Su Santidad, el Cardenal Eugenio Pacelli, el 25 de octubre de 1934, hablando de la que denomina “infernal revolución asturiana”. “En esa región –dice– parecía, que en vez de seres humanos, hubieran salido de la profundidad de las minas furias infernales”. La conclusión del Nuncio es sumamente interesante: “Solo la fuerza del ejército ha podido vencer; pero si ésta hubiese faltado, hoy tendría Europa en su extremo confín occidental una nación bolchevique, igual a la que cierra sus confines orientales, pero inmensamente más bárbara y más feroz”.
Es absolutamente imposible buscar justificación alguna a la revolución del 34 y tanto el incendio de la biblioteca de la Universidad donde enseñaban tantos ilustres reformadores sociales españoles como la destrucción de la Universidad misma y de la Cámara Santa de la Catedral son manchas indelebles en la historia pretendidamente democrática de la izquierda española.
La revolución de 1934 fue la primera batalla de la guerra civil. Lo han dicho recientemente muchos, para defender que no fue Franco quien inició esa guerra, pero ya lo habíamos leído en El laberinto español, de Gerard Brenan. Guerra civil la llamaron sus dirigentes Grossi y Gorkin y más recientemente, el italiano Gabriele Ranzato, que simpatiza poco con la derecha, ha expuesto su tesis de que los principales protagonistas del ataque contra la democracia fueron los socialistas que, valiéndose del pretexto de la entrada de la CEDA en el gobierno, intentaron acabar con la República en octubre de 1934 con el fin de instaurar un régimen inspirado en el modelo bolchevique.
Una nación o un modelo bolchevique. Tampoco se hace notar a los jóvenes que la revolución rusa de 1917 se había producido sólo catorce años antes de la proclamación de la República y que, no ya los comunistas, sino también los socialistas de la época estaban en buena medida hechizados por el modelo. No son opiniones: Son documentos. En las actas del Congreso del Partido Socialista de 1919 figura la declaración formal de que “sean las que quieran las deficiencias del gobierno de los soviets, el PSOE no puede hacer otra cosa sino aprobar la conducta de las organizaciones proletarias que, desde la revolución de octubre, vienen ocupando el poder en Rusia”, añadiendo que “la dictadura del proletariado es condición indispensable para el triunfo del socialismo”. No estoy en condiciones de asegurar si esto lo supo Lenin, pero un año después, en el II Congreso Nacional de la Internacional Comunista, dijo lo siguiente:” Yo afirmo, y la historia me dará la razón, que el segundo país de Europa que establecerá la dictadura del proletariado será, desde luego, España”.
A cualquier joven actual le sorprende infinitamente que el Tribunal Supremo de la República decidiera, en su sentencia del 27 de noviembre de 1934, que era conforme a Derecho la clausura judicial de la Casa del Pueblo y la disolución de cuarenta y cinco asociaciones o sociedades vinculadas al Partido Socialista Obrero Español, porque se encontró en ella “acopio de explosivos y armamento”.
También les deja estupefactos que el Presidente de la República, Alcalá Zamora, escriba en la Gaceta de Madrid del 7 de octubre de 1934 que el Presidente de la Generalidad se ha permitido proclamar el Estat Catalá, “con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su honor y su responsabilidad”. Condenado por la Sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales de la propia República de 6 de junio de 1935 a treinta años de reclusión mayor, Companys fue amnistiado en febrero de 1936 cuando, según Ossorio y Gallardo, “España olvidó toda norma legal y todo Estado de Derecho”.
La estrategia es bien clara: Si el Frente Popular era un gobierno elegido democráticamente, levantarse frente a él no es más que un incalificable golpe de Estado. La realidad es, sin embargo, otra.
Ha habido que esperar ochenta y seis años para conocer los resultados de las fraudulentas elecciones de febrero de 1936, nunca publicados. Se conocía, sin embargo, lo ocurrido en la Comisión de actas del Congreso, donde la pretensión de anular las actas de Calvo Sotelo y de Gil Robles provocó la dimisión de su presidente, que era precisamente Indalecio Prieto. A la ilegitimidad de origen se añadió la ilegitimidad de ejercicio. Se conoce bien la catástrofe de los ciento quince días que transcurren entre la recuperación del gobierno por parte de Azaña y el asesinato de Calvo Sotelo, que era el jefe de la oposición. Fueron ciento quince días de violencia inenarrable, con huelgas constantes, motines en las cárceles, episodios incendiarios, saqueo de tumbas cristianas y ocupación generalizada de tierras por parte de campesinos. Alguien tan poco sospechoso como Manuel de Irujo, nacionalista vasco que aceptó ser Ministro de Justicia en el Gobierno Negrín de 1937, describía en marzo de 1936 una situación escalofriante, en la que se mascaba el estampido: “En Madrid, Extremadura, Andalucía y Levante se queman iglesias, conventos, fábricas, almacenes, casinos, casas particulares, archivos del Juzgado y del Registro. Se hace salir desnudas a las religiosas y se las somete a un trato que no se da a las mujerzuelas profesionales. Después de deshonrar a las hijas y a las esposas, son paseadas en pica las cabezas de sus maridos y padres por oponerse al “regocijo”… Se asaltan y ocupan fincas por alcaldes, asociaciones o bandas de pistoleros y se asesina a la Guardia civil”…
La destitución del Presidente de la República el 7 de abril de 1936 es un verdadero golpe de Estado y todos los juristas reconocen que, por lo menos desde esa fecha, la República estaba fuera de la ley. Como escribió el propio Presidente destituido, al principio del verano de 1936, el Frente Popular podía cantar con una alegría ruidosa su victoria, obtenida gracias a esa serie de golpes de Estado: Se habían apoderado de todo él. Nada quedaba en pie del edificio constitucional. De ahí que el hijo de D. Niceto, José Alcalá- Zamora y Queipo de Llano, catedrático y miembro de la Real Academia de la Historia, concluya que quienes destituyeron a su padre fueron golpistas, más tempranos que los otros. El asesinato del jefe de la oposición por policías miembros de la escolta de un gobernante decide a Franco a sublevarse contra aquel estado de cosas.
Los inapelables testimonios de Pedro Salinas, de Clara Campoamor, del historiador Seco Serrano, de Martínez Barrio y de tantos otros demuestran que la amenaza cierta de la dictadura del proletariado hizo inevitable la intervención militar. Cuenta un socialista tan cualificado como Juan Simeón Vidarte que, en el año 1935, “las juventudes socialistas estaban cada día más influidas por la política del Partido Comunista y en el congreso de juventudes celebrado el 1° de septiembre se planteó el tema de la fusión de las juventudes que fue aprobado por la mayoría con arreglo a unas bases redactadas por delegados especiales del comité. Grandes aclamaciones acogieron la lectura de los párrafos más importantes del folleto “Octubre”, editado por la Federación Nacional de Juventudes Socialistas”.
Los acuerdos adoptados en ese congreso por la Federación no tienen desperdicio: “La Federación de Juventudes Socialistas luchará con denuedo por la bolchevización del Partido Socialista, por la derrota de la burguesía y el triunfo de la revolución, bajo la forma de la dictadura proletaria y por la reconstrucción del movimiento obrero internacional sobre la base de la Revolución rusa”. La fusión de las juventudes socialistas con las comunistas es, para Vidarte, uno de los acontecimientos políticos, de los preliminares de la guerra civil, menos conocido y, sin embargo, de mayor trascendencia política de la época y en ella tuvo decisiva intervención el secretario de las juventudes socialistas, Santiago Carrillo, que ya se había hecho comunista e invitado a visitar Moscú.
Por su parte, Largo Caballero no se arrepintió de nada y sus discursos de 1936, son inequívocos: “No vengo aquí arrepentido de nada, absolutamente de nada. Yo declaro paladinamente que, antes de la República, nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando yo hablo del socialismo a secas, hablo del socialismo marxista. Y al hablar del socialismo marxista, hablo del socialismo revolucionario… Si las derechas no se dejan vencer en las urnas –diría también– tendremos que vencerlas por otro medio, hasta conseguir el pleno triunfo de la bandera roja. Porque, oídlo bien: Si ganan las derechas, nos veremos obligados a ir a la guerra civil”.
Bastaría reproducir la fotografía de la Puerta de Alcalá con el escudo de la URSS y sus tres arcos centrales ocupados por gigantescas fotografías de Stalin y dos de sus jerarcas, en homenaje al vigésimo aniversario de la revolución soviética, para que nadie tuviera el impudor de sostener que quienes defendían Madrid al grito de “!no pasarán!” estaban defendiendo democracia alguna. Nadie solvente niega que la victoria del Frente Popular hubiera supuesto la instauración en España de un régimen comunista.
Cuenta en sus memorias Anthony Eden, Ministro inglés de Asuntos Exteriores cuando estalló la guerra civil española, que su amigo Julio López Oliván, Embajador en Londres de la República Española, le visitó el 24 de julio de 1936 “en un estado de ánimo deprimido y preocupado”. “Del modo en que habló -añade- extraje la conclusión de que, a su juicio, la consecuencia más probable de la guerra civil, sería un gobierno comunista”. Algunas páginas después, Eden relata su encuentro en Ginebra con el Ministro de Exteriores español, Álvarez del Vayo, cuya actitud “fue coherente con sus tendencias comunistas”.
También Winston Churchill ha dejado escrito su punto de vista: “A finales de julio de 1936, la creciente degeneración del régimen parlamentario en España y la creciente fuerza de los movimientos partidarios de una revolución comunista o, en su defecto, anarquista, provocaron una sublevación militar que venía preparándose desde hacía mucho tiempo. Forma parte de la doctrina y el libro de instrucciones de los comunistas, dictado por el propio Lenin, que éstos deberían asistir a todos los movimientos que se inclinen hacia la izquierda y ayudar a que suban al poder gobiernos débiles de signo constitucional, radical o socialista. Deben socavar los cimientos de dichos gobiernos, arrancar el poder absoluto de sus manos vacilantes y fundar el Estado marxista. De hecho, en España tenía lugar en aquellos momentos una reproducción perfecta del período Kerensky en Rusia. Pero España no se había quedado sin fuerzas a causa de una guerra exterior. El Ejército conservaba cierto grado de cohesión. Paralelamente a la conspiración comunista se elaboró en secreto un profundo contragolpe militar. Ninguno de los dos bandos podía reivindicar con justicia ser propietario de la legalidad… Empezó una feroz guerra civil. Los comunistas, que se habían adueñado del poder, perpetraron matanzas en masa, a sangre fría, de adversarios políticos y personas acomodadas. Las fuerzas de Franco se desquitaron con creces. En este conflicto, yo fui neutral. Naturalmente, no estaba a favor de los comunistas ¿Cómo iba a estarlo si, de haber sido yo español, me hubieran asesinado a mí y a mi familia y a mis amigos?
El propio Willy Brandt que a sus veintipocos años se incorporó al bando republicano en Barcelona recordaba, cuando había cumplido los setenta y cinco, que “tres mil asesores soviéticos ocuparon puestos clave y crearon un servicio secreto que se elevó a la categoría de Estado por encima del Estado”. Es en un libro del socialdemócrata alemán donde se puede leer que el Komintern tenía el insensato objetivo de aniquilar a todas las fuerzas que no quisieran unirse a él.
Es muy grave que los actuales socialistas españoles ignoren o nieguen estos datos inesquivables. Pero me parece más grave aún que desconozcan la experiencia de sus propios predecesores, muy especialmente la definitiva frase de Julián Besteiro que, en las vísperas del 1 de abril de 1939, deja para la historia la siguiente confesión: “Estamos derrotados por nuestras propias culpas. Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos… La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique, la representa genuinamente, sean los que quieran sus defectos, los nacionalistas que se han batido en la gran cruzada Antikomintern”. Es curioso que la referencia a la cruzada no sea monopolio episcopal.
Tampoco han debido leer a Indalecio Prieto, que en 1939, en 1940 y en 1942 mantuvo que habían reaccionado a destiempo contra la influencia comunista, que había que liquidar de forma definitiva la torpe política de sumisión al comunismo y que “con los comunistas no podemos ni debemos seguir, no sólo porque nos agobia el recuerdo de las viles coacciones que han sido eje de su política con nosotros a lo largo de la guerra, sino por razones de conveniencia colectiva en cuanto al Partido y patriótica respecto a España”. Prieto consideraba necesario arrojar por la borda el comunismo, que repele España entera, para que se pudieran restaurar las instituciones democráticas en España.
El desmontaje de esta superchería no debería requerir el menor esfuerzo porque está terminantemente claro que vinieron a colaborar en la instauración de la dictadura del proletariado. Lo dijo David T. Catell y lo sabe todo el mundo: Las Brigadas Internacionales fueron, sencillamente, una fuerza soviética en España. La documentación y los testimonios que lo acreditan son abrumadores y se resumen en la declaración del jefe de la XI Brigada Internacional, el comunista austriaco Manfred Stern, llamado General Kleber: Las Brigadas Internacionales son parte integrante del verdadero ejército rojo soviético; son su fuerza de asalto. Estas brigadas están a disposición del Komintern y al terminar la guerra española serán utilizadas en la forma que el Komintern juzgue oportuno.
La bibliografía sobre las Brigadas Internacionales es inmensa. Stanley G. Payne resume que fueron reclutadas por el Komintern, abreviatura, como se sabe, de la Internacional Comunista; que su principal asesor era el líder del Partido Comunista francés André Martí, el tristemente célebre carnicero de Albacete; que, aunque había algunos jóvenes idealistas de izquierdas, la mayoría eran comunistas y que el escritor norteamericano William Herrick, veterano de las Brigadas Internacionales, confesó que luchaban contra el fascismo, pero su objetivo no era la democracia. Dígase ahora lo que se quiera, la ayuda al Frente Popular es iniciativa de la Internacional Comunista y de los dirigentes de los Partidos Comunistas de otros países de Europa.
Creado el ambiente que se deduce de esas cinco patrañas, es más fácil desfigurar hasta la demonización al victorioso Generalísimo Franco y tratar de equipararlo a los vencidos Hitler y Mussolini. Yo mismo he escrito en otro lugar que a ninguno de ellos vinieron a visitarlesvarios Presidentes norteamericanos o el General De Gaulle, que ninguno de ellos murió en la cama rodeado del gran respeto de la mayoría de su pueblo, y que ninguno de ellos tuvo la posibilidad de designar un sucesor que, sobre la base del progreso económico, social y cultural alcanzado durante los años de su gobierno, pudiera transitar pacíficamente del autoritarismo a la democracia.
Creado el clima arriba descrito, es bien fácil extender también la falsa especie de que en la España de nuestros días no se pueden otorgar credenciales democráticas a quien no repudie sin reservas al Régimen de Franco. Las iniciales torpezas de la UCD y los eufemismos de los gobiernos de Aznar y de Rajoy han vigorizado las tesis de la izquierda más sectaria.
El 18 de septiembre de 2002, gobernando Aznar con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, Alfonso Guerra presentó, con el aval del grupo socialista, una proposición pidiendo que la España constitucional saldara la deuda material y moral con los exiliados y aprovechó esa propuesta -en principio, razonable- para conseguir también una condena de la “dictadura franquista”. La receptividad del presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, el conocido ucedista Jaime Ignacio del Burgo, permitió al diputado socialista conseguir, precisamente en un aniversario de la muerte de Franco, la unanimidad en aquella condena, la primera votada por el Partido Popular, con las siguientes palabras: “El Congreso de los Diputados reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”.
Como otras resoluciones de aquel mismo día homenajeaban a quienes habían padecido la represión del régimen franquista por defender valores republicanos, quedaba clara la condena de los vencedores y el enaltecimiento de los socialistas, de los comunistas y de los separatistas vencidos. Todo lo contrario de la reconciliación. El Partido Popular se colocó así abiertamente enfrente del Régimen del que sus fundadores procedían.
Ante la indefensión del Régimen de Franco, se creció la izquierda, amnésica de su propia historia y con Rodríguez Zapatero se preparó ya una ofensiva en toda regla: El PSOE aprobó la Ley 24/2006, de 7 de julio, que declaró ese año como el Año de la Memoria Histórica, evocando el 75 aniversario de la proclamación de la segunda República Española y el 70 del comienzo de la guerra civil. En esa Ley se asegura que recuperar la memoria histórica es la forma más firme de asentar nuestro futuro de convivencia, para lo cual se cantan las excelencias democráticas de la República y se condena la represión de la dictadura franquista. Hay que leerla para valorar su sectarismo y su insistencia en que los republicanos luchaban por la democracia, enalteciendo incluso a Luis Companys, de quien ya hemos contado que fue condenado por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República a treinta años de reclusión por el delito de rebelión.
Después se aprobó también la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, reconociendo y ampliando derechos y estableciendo medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil o la dictadura. Es la generalmente conocida como Ley de memoria histórica que, junto a la legítima pretensión de enterrar a los muertos como debemos, esconde el propósito de que ganen la guerra quienes la perdieron o, por lo menos, que se reconozca que éstos últimos eran los buenos y que los malos eran los vencedores.
Aunque en su programa electoral Rajoy prometió la derogación de tan guerracivilista disposición, cuando obtuvo la mayoría absoluta se olvidó de tal promesa. A ella se añadirían el Real Decreto 1791/2008, de 3 de noviembre, en el que se hace firmar al Rey Juan Carlos que la sublevación del 18 de julio de 1976 fue ilegítima y, por fin, el Real Decreto Ley 10/2018, de 24 de agosto, imponiendo la exhumación de Francisco Franco. El Partido Popular, en el debate consiguiente, se limitó a cuestionar la extraordinaria y urgente necesidad, sin denunciar siquiera la falacia gubernamental de atribuir a las Naciones Unidas las decisiones del relator Pablo de Greiff, y en vez de votar en contra, como sin duda le exigiría la inmensa mayoría de su electorado, se limitó a abstenerse, permitiendo así que el Gobierno argumentara en lo sucesivo que el Decreto-Ley no había recibido votos en contra. “En sede parlamentaria -reiterará el Tribunal Supremo para descrédito irrecuperable del Partido Popular- no hubo oposición a este Real Decreto-Ley”. Un Real Decreto-Ley, por cierto, en que se anunciaba que los familiares podrían disponer sobre el destino de los restos mortales, si así lo deseaban. España entera sabe como se ha cumplido esa promesa del legislador.
Los actuales dirigentes del mayor partido de la derecha se han puesto de perfil, alegando que no quieren saber nada de lo que ocurrió en España hace cincuenta años. Es una excusa pueril de quienes temen que les descalifiquen si no se someten a la dictadura de lo políticamente correcto. Precisamente por la edad que tienen podían haber matizado con claridad rigurosa que son tan defensores como nadie de la actual democracia y que ello lo consideran compatible con el respeto a la tarea política que llevaron a cabo sus propios fundadores, patriotas sin tacha e hijos de un tiempo en el que trabajaron por España y por los españoles en las circunstancias en que se encontraron. Claro que también metieron la cabeza bajo el ala cuando los socialistas votaron a favor de privar a Manuel Fraga de su título de hijo adoptivo de La Coruña y a las veinticuatro horas acudieron compungidos a dar el pésame por el fallecimiento de Rubalcaba. Están tan alejados de los fundadores de la organización política que lideran y que combatió hasta vencerlo al equívoco centrismo de las nacionalidades y de las autonomías indeterminadas, que creyeron mejorar su imagen incorporando a su lista electoral a Adolfo Suárez Illana.
El nuevo diputado, el 4 de octubre de 2017, escribía lo siguiente: Mi padre no fue un presidente democrático en su inicio, pero asumiendo esa falta de legitimidad democrática inicial fue capaz de dirigir todo un pueblo hacia el sueño colectivo de un país plenamente democrático… Lo que no se había visto jamás es que aquellos que mataron y murieron en la guerra más brutal se pusieran de acuerdo, sin olvidar ni violar ley alguna, para no volver a morir ni a matar nunca. Aparte de que los que murieron en la guerra no se pusieron de acuerdo ni con su padre ni con nadie, quienes se tenían que haber reconciliado eran quienes ganaron y quienes perdieron, pero estando muy claro quienes en la transición actuaron en nombre de quienes perdieron -Carrillo, la Pasionaria, Alberti, Tarradellas, Rafael Fernández, Justino Azcárate, la Esquerra, el PNV y el PSOE que invocaba los cien años de su historia- no ha quedado demostrado que la UCD que se reconcilió con ellos lo hiciera en nombre de los vencedores.
Vencedores, repito, del comunismo, a las órdenes del único militar que les ganó en los campos de batalla y quien desde muy joven anunció “donde yo esté, no habrá comunismo”. Eso es lo que de verdad no le perdonan y lo que ha provocado esta nueva conmoción en lo que venía siendo una aceptable convivencia democrática. No sé si se trata sólo de una obsesión de los actuales líderes socialistas, que no tuvieron quienes alcanzaron la desbordante mayoría absoluta de 1982, o de una exigencia de los radicales cuyos votos necesitaron para la investidura. Lo que yo sé -y lo sabe toda España- es que las permanentes invocaciones teóricas al “reencuentro entre españoles”, a la “cultura de la reconciliación”, a los “homenajes igualitarios”, al “cierre de las heridas”, a la “vocación integradora” y al “espíritu de concordia” se compadecen mal con la eliminación de cualquier recuerdo de Franco, de José Antonio, de Moscardó, de Girón, de Fraga o de Pemán y la simultánea exaltación de Companys, de Largo Caballero, de Prieto, de Azaña, de Dolores Ibarruri o de las Brigadas Internacionales.
En estos días en que se sostiene -nada menos- que era una indignidad que Franco estuviera enterrado en la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos que él fundó, que nuestra democracia ha mejorado mucho con su exhumación y que la reconciliación y la concordia exigían precisamente esa decisión gubernamental, los españoles preocupados por el futuro no podemos menos de esperar fervientemente que la exhumación de Franco no afecte a tres instituciones que han permanecido en silencio, cuando parece que debían sentirse aludidas por tan significativo quiebro de la historia: La Corona, el Ejército y la Iglesia.
Esperemos, en primer lugar, que sean minoritarias las voces que se empiezan a oír recordando que la restauración de la Monarquía fue una decisión libérrima de Francisco Franco, cuya pretendida ilegitimidad contagiaría a la de los sucesores en la Jefatura del Estado. Después de casi medio siglo de estabilidad y de progreso bajo el poder moderador de una Corona que ha acreditado abrumadoramente ser “de todos”, sería una catástrofe que triunfara la tesis de una tercera República, necesariamente parcial y revanchista.
El Ejército cumple escrupulosamente su deber de obedecer a las autoridades democráticas y de no implicarse en las batallas políticas, pero tiene que saber que empezamos a ser muchos los que pensamos que, sin la más leve indisciplina, las altas jerarquías del Ejército están en condiciones de expresar a esas autoridades su malestar por hechos que, en definitiva, constituyen una tergiversación de su propia historia. Claro que ya en enero de 2018 nos impresionó una publicación del Ministerio de Defensa, prologada por el General Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, en la que se incluían treinta y dos ejemplos de valores militares, desde Guzmán el Bueno a Agustina de Aragón y desde el General Prim a los últimos de Filipinas, con un salto gigantesco de 1925 a 1993, seguramente para no incluir a Millán Astray, a Franco, a Moscardó o al Capitán Cortés.
En cuanto a la Iglesia Católica, como deseo fervientemente mantenerme fiel a ella, no puedo utilizar una sola de mis torpes palabras para juzgar la actitud adoptada por las jerarquías en el trance que acabamos de vivir, con olvido manifiesto de cuanto Franco significó para esa Iglesia, en cuyo seno vivió y murió. Por eso prefiero recurrir a un texto de sus predecesores en el episcopado, que en 1937 tuvieron la valentía de recordar “el tremendo apelativo de “canes muti” con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia”.