La decisión de la familia Primo de Rivera de solicitar la exhumación de los restos de José Antonio al abad de la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos antes de que el Gobierno decidiese profanar su sepulcro al amparo de la recién aprobada Ley de Memoria Democrática, debe entenderse, entre otras cosas, a la luz de lo que ha sido el proceder de las distintas instituciones en el único precedente existente en nuestro derecho, que es el proceso de exhumación –más bien profanación– de los restos del que fuera jefe del Estado español Francisco Franco Bahamonde.
En primer lugar, y más importante, la actuación de la jerarquía de la Iglesia Católica, que, en lugar de hacer valer el principio de inviolabilidad de los lugares sagrados consagrados en el artículo 1.5 de los acuerdos Iglesia Estado de 1979 –los agentes del Estado no podían penetrar en los lugares sagrados sin autorización de la autoridad eclesiástica–, permitió la profanación del sepulcro de Francisco Franco, no sólo en contra de la voluntad de su familia –a la que negó el amparo solicitado– sino también de la máxima autoridad en la basílica de la Santa Cruz que denegó la autorización solicitada por el Gobierno, cumpliendo hasta el final su encomienda de custodiar los restos, firmada por el Rey de España el 22 de noviembre de 1975.
La segunda, la del Tribunal Supremo que, en una sentencia verdaderamente sonrojante para cualquier estudiante de primero de Derecho, validó una actuación gubernamental que violaba el propio Real Decreto Ley 10/2018 –cuya palmaria inconstitucionalidad, por falta absoluta del presupuesto habilitante, jamás fue cuestionada, ni siquiera por el Grupo Popular en el Congreso–, al vulnerar el derecho de la familia a decidir el destino de los restos de su abuelo, sobre la base de un ridículo informe de la Delegación del Gobierno en Madrid alegando razones de seguridad nacional para evitar la inhumación de los restos en la cripta de la Almudena. Sentencia que, por cierto, fue ratificada por el Tribunal Constitucional en el plazo récord de siete días que permitió al Gobierno cumplir con su macabro calendario. Con dicho precedente, difícilmente podría la familia Primo de Rivera esperar que se respetase su derecho a decidir el lugar de inhumación, si al Gobierno le basta el informe de su delegado para burlar la voluntad de los familiares del finado.
La tercera, y más reciente, la de la Comunidad de Madrid, que ha eludido inexplicablemente su responsabilidad en la protección del patrimonio histórico de Madrid al no incoar el expediente de declaración de Bien de Interés Cultural del Valle de los Caídos, alegando carecer de competencias para ello por «tratarse de un bien de Patrimonio Nacional», cuando resulta evidente que se trata de un bien propiedad de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, cuya administración está conferida a Patrimonio Nacional, pero que no está integrado en el Patrimonio Nacional. Ello implica que no concurre el presupuesto establecido en el artículo 6 b) de la Ley de Patrimonio Histórico Español para entender que corresponda al Estado la competencia para la declaración de dicho lugar como Bien de Interés Cultural y que, por el contrario, la competencia está atribuida a la Comunidad de Madrid por virtud del artículo 148.1.16 de la Constitución, el artículo 26.1.19 del Estatuto de Autonomía y la Ley 3/2013 de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid.
Es importante señalar que el sólo acuerdo de incoación del expediente solicitado por diversas asociaciones, habría dotado al conjunto monumental una protección integral que hubiera impedido la alteración del mismo sin la autorización de la Comunidad de Madrid. Pero ha podido más el temor a ser señalada como el sambenito de «fascista» que el cumplimiento de la legalidad vigente.
En definitiva, con estos antecedentes y ante el desamparo por parte de la jerarquía de la Iglesia Católica y del resto de las instituciones antes mencionadas, parecía difícilmente exigible a la familia Primo de Rivera una mínima confianza en las posibilidades legales que cualquier Estado de derecho concede a sus ciudadanos ante una actuación arbitraria y abiertamente inconstitucional de los poderes públicos.
Dejar que el Gobierno utilizase los restos de José Antonio, asesinado por el Frente Popular a la edad de 33 años, como una nueva arma de división entre los españoles hubiese sido difícilmente explicable y, desde luego, poco coherente con la voluntad de concordia manifestada por el propio José Antonio en su extraordinario testamento ológrafo redactado horas antes de su fusilamiento.
Con todo, la exhumación de los restos de José Antonio, de producirse, será un nuevo baldón de ignominia para la historia de España, que debe atribuirse, no sólo al Gobierno que la ha forzado, sino a quienes, teniendo el deber moral y legal de impedirla, han preferido mirar para otro lado con manifiesta cobardía, para evitar ser señalados por quienes no tienen otra bandera que la del odio y la mentira.