La flaqueza de Occidente

Aquilino Duque
 
 
   En la escena tercera del primer acto de Troilo y Cressida, hace Shakespeare decir a Ulises: “Troya resiste por nuestra flaqueza, no por su fortaleza”.  Diez años llevaban los griegos ante los muros de Troya hasta que a Ulises se le ocurrió el ardid del caballo de madera. Más de diez años lleva Occidente de guerra larvada contra un enemigo invisible. Ese enemigo es invisible porque, en algunos países sobre todo, no se le quiere ver, y en cuanto a guerra, tal vez sea una exageración llamar así a lo que no es más que guerrilla.  La guerrilla puede pasar cuando es el arma del débil; lo malo es que también es el arma del cobarde, ya que la táctica guerrillera por excelencia es la emboscada y el asalto por la espalda.  Tampoco la guerrilla distingue entre militares y paisanos y, en la realidad, no en el cine, sus proezas más señaladas las ejecuta entre la población civil.  Aun así, hay una diferencia moral, que no legal, entre los que ametrallan a una tropa regular y los que hacen saltar por los aires un tren de pasajeros.     
 
   Alguna vez he dicho que la democracia no le da pretextos al terrorismo, sino facilidades, y cuando lo he dicho pensaba en el caso español, donde una Constitución surrealista proclama por un lado la indivisibilidad de la nación y por el otro da oportunidades a los que quieren dividirla. Dicho de otro modo, para los demócratas el separatismo no es malo en sí, lo que no está bien son sus métodos y, en todo caso, sus estragos son parte del precio que hemos de pagar por las libertades que nos hemos dado a nosotros mismos. Algo de eso vino a decir el funesto Adolfo Suárez cuando la incipiente democracia comprobaba que no bastaba con un cambio de régimen para que la ETA y el GRAPO renunciaran a sus métodos. Hubo también en aquella época episodios de violencia criminal, como la matanza de los abogados laboralistas de Atocha y algo después el atentado contra la cúpula de Herri Batasuna en Madrid, pero en ambos casos cayó sobre los culpables, como vulgarmente se decía, “todo el peso de la ley”.  El sujeto que se autoinculpó de este último estrago, perdió incluso la vida en circunstancias harto misteriosas cuando, al salir con permiso carcelario, la moto en que se acababa de montar fue laminada por dos automóviles de los que nada más se supo. Quiere eso decir que, cuando hay voluntad política, el terrorismo tiene remedio.    
 
   El caso es que, cuando a una facción o a una ideología se le niegan las libertades y los derechos de que disfrutamos los demás, es perfectamente posible darle el castigo que merece. Que la llamada “ultraderecha” está en las tinieblas exteriores de la democracia es cosa que no admite discusión, y parecía que el terrorismo separatista llevaba el mismo camino hasta que el estrago de Atocha del 11 de marzo de 2004 volvió a situarlo entre las instituciones del sistema.    
 
   La misma relación que el sida tiene con la promiscuidad sexual tiene el terrorismo con el permisivismo democrático. Tanto es así que se recurre a subterfugios semánticos, y se dice que son fenómenos a los que hemos de habituarnos y con los que hemos de convivir. En la jerga de las Naciones Unidas un enfermo del sida es “una persona que vive con el sida”, y por la misma regla de tres un “ciudadano” debería ser “una persona que vive con el terrorismo”.  De sobra se sabe qué es lo que hay que hacer para combatir esas lacras con las que se nos obliga a vivir, pero ningún demócrata, sobre todo si come de la democracia, está dispuesto a renunciar a una parte de esos derechos y esas libertades que de bien poco le sirven cuando le explota a los pies una máquina infernal. Cabría decir, parodiando a Ortega, “¡sálvense los principios aunque se hunda la civilización!”     
 
   Los principios que hacen zozobrar la civilización occidental irrumpieron con violencia en 1968 y ya en ese año hubo pensadores como Mircea Eliade que, desde la curiosidad intelectual y la perplejidad moral, se hicieron reflexiones contradictorias, pues tan pronto los atraía la rebeldía juvenil o el misticismo alucinógeno, o abdominal, como decía Mario Praz, como les repugnaba la anarquía por destructora, antiestética y antihigiénica. Eliade, que en su estudio de las religiones había tomado en serio mucha barbarie y mucho exotismo, decía en unos coloquios celebrados en Kalamazoo en octubre de ese mismo año: “hoy nos encontramos no en una época alejandrina como erróneamente se cree, sino en la de Heródoto; descubrimos y tomamos en serio las cosas bárbaras y exóticas.”  Puede que algunas de esas “cosas bárbaras y exóticas”, ajenas y aun opuestas a la tradición judeocristiana, figuren entre los motivos que, además de las facilidades, nuestra decadente civilización suministre al difuso terrorismo islámico.    
 
   La Historia no tiene vuelta atrás, pero tampoco es previsible, a menos que se confunda la realidad con el deseo. El mío es que venga Ulises con su caballo de madera.   
 
 
 

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