Fernando Paz
En el universo comunista, el hambre ha sido empleada con frecuencia como arma política. Ya Lenin se dio cuenta de que su efecto era el de “eliminar la creencia en Dios y en el zar” al embrutecer a los hombres. Su sucesor, Stalin, la provocó con fines de dominación política causando millones de muertos, y algo más tarde, Mao Zedong, provocó decenas de millones por el mismo procedimiento. Consecuencia de las hambrunas, el canibalismo ha terminado convirtiéndose en una especie de variedad gastronómica propia de las sociedades comunistas.
A comienzos de años treinta, Stalin ya había asentado su poder lo suficiente como para revelar la naturaleza de sus planes: la edificación del socialismo habría de hacerse sacrificando, hasta el extremo si fuese necesario, a toda una generación. El objetivo era el desarrollo de la industria pesada y la colectivización agraria, que habrían de hacer a la Unión Soviética lo suficientemente poderosa como para disuadir a los enemigos capitalistas que poblaban el imaginario comunista de invadirla. El coste del experimento socialista era indiferente. Zinoviev había anunciado durante las jornadas revolucionarias que el 10% de la población debía perecer (aunque ignoraba que él mismo pasaría algún día a formar parte de la estadística). La estimación se quedó corta.
Pero la brutalidad de la colectivización bolchevique produjo ciertos efectos no deseados. Lenin había corregido algunos excesos comunistas en el campo al comprobar la reacción de los campesinos a la ferocidad del comunismo de guerra -que imponía un hambre generalizada-, haciendo aprobar la NPE (Nueva Política Económica) para preservar la propiedad privada como estímulo a la producción y para atraerse a la población rural. Durante un tiempo la NPE pareció funcionar, pero a la muerte de Lenin fue abandonada. El partido acogió entusiasmado el nuevo cambio de rumbo hacia el colectivismo comunista que preconizaba el sucesor de Lenin, Josif Stalin, el hombre de acero.
La colectivización sembró el terror en el campo con enorme rapidez. Comenzó un periodo de terror rural durante el que se detuvo y deportó a millones de campesinos refractarios a los planes del gobierno, a los que denominaron kulaks (“puños”). Los comunistas se presentaban en las paupérrimas casas de los kulaks a primera hora de la madrugada y los conminaban a abandonar sus hogares a la mayor brevedad, sin tiempo para recoger nada, lo que aprovechaban los agentes bolcheviques para apropiarse de todo lo que encontraban. La propaganda comunista había satanizado a los kulaks hasta el punto de hacerles responsables de lo que de malo sucedía en la URSS, que no era poco. Ya estaba claro por qué el socialismo no avanzaba: por culpa de los kulaks.
La deskulakización se produjo como etapa primera del proceso de colectivización agraria: los bienes de producción arrebatados al kulak pasaban a formar parte de la granja colectiva. Los campesinos más pobres que carecían de tierras alentaban el proceso, y la población aprendió a odiarlos enseguida: “Yo caí embrujada: todo el mal proviene de los kulaks. En cuanto sean exterminados empezará una vida feliz para todo el campesinado, así que ¡nada de piedad! No son seres humanos…” Pero las terribles escenas protagonizadas por aquellos que eran expropiados permanecieron en la retina de quienes fueron testigos de su persecución. “Era terrible verlos; marchaban en columnas, se volvían para ver sus casitas aún impregnadas del calor del hogar…¡cómo sufrían! Y las mujeres lloraban sin atreverse a gemir…”
El terror en el campo produjo un movimiento migratorio masivo hacia las ciudades, a donde se enviaba la producción de las granjas colectivas, que era incautada en su práctica totalidad. Se calcula que en torno a unos diez millones de campesinos accedieron a los centros urbanos durante esos primeros años treinta, huyendo del empobrecimiento del campo. La carencia de arraigo, por un lado, les hacía peligrosos puesto que estaban fuera de control, y su procedencia rural les hacía perfectos candidatos a ser considerados elementos contrarrevolucionarios. Para controlarlos, en diciembre de 1932 las autoridades establecieron pasaportes internos en las ciudades, de los que ellos carecían.
Las órdenes de Moscú para el NKVD establecían cupos de detención. Cada distrito debía aportar un determinado número de arrestados, sin que importase su procedencia o la naturaleza del delito. Por lo tanto, las cuotas de detenciones ordenadas impelían al NKVD a calificar como “antisociales” a muchos capturados aleatoriamente; una gran parte de ellos no había cometido delito alguno ni siquiera desde el punto de vista soviético. Pero lo importante era cumplimentar los cupos.
De este modo, los campesinos sin pasaporte se convirtieron en la víctima obvia; ser capturados sin papeles, por no disponer de pasaporte interno en un régimen tan maniáticamente burocrático como el soviético, era una evidente confesión de culpabilidad. La carencia de papeles era, en sí, un desafío al estado. Por eso, muchos considerados inocentes en otros sistemas y de acuerdo a las normas de la civilización, eran culpables en el paraíso proletario.
El infierno de Nazino
Muchas otras personas, además de los campesinos emigrados a las ciudades, resultaron detenidas en aquellos días, la mayoría por pura casualidad. Los archivos nos hablan de una niña de doce años que salió sola a comprar pan y resultó detenida: su madre nunca volvió a saber de ella. O de un grupo de tres personas que asistía a una boda y que bajó a comprar pasteles para la celebración sin portar ninguna de ellas el preceptivo pasaporte y que tuvo la terrible suerte de encontrarse con la policía política; solo sobrevivió uno de ellos. También de un hombre que salió a fumar un cigarrillo a la calle mientras esperaba a que su mujer se vistiera para ir al cine. Y miles de casos de este estilo.
Estos detenidos fueron clasificados como asociales, por lo que virtualmente podía hacerse con ellos lo que se quisiese. Moscú nunca preguntaba cuando se rellenaba el cupo de detenciones establecido. Y como en enero de 1933 el Partido Comunista había decidido llevar a cabo una serie de proyectos de colonización forzosa, una parte de los 800.000 arrestados fueron destinados a estas tareas. Seis mil de ellos se enviaron a la isla Nazino, sita en medio del río Oby, el gran curso fluvial de la Siberia occidental, unos ochocientos kilómetros al norte de la ciudad de Tomsk. Se trataba de una desangelada y alargada isla pantanosa de 3 kilómetros de largo por apenas 600 metros de ancho.
Los desdichados presos llegaron a la isla a mediados del mes de mayo de 1933, sin más equipaje que lo puesto. El mismo día de la llegada a Nazino, los guardias arrojaron por la borda de las barcazas que les transportaban una treintena de cadáveres que no habían resistido el traslado desde Moscú y Leningrado. Durante el trayecto, apenas les alimentaron con una ración de supervivencia de 300 gramos de pan. Aquello era insuficiente a todas luces para colonizar tierra alguna, pero es que Stalin había decidido abandonar sus planes de colonización mientras los “desclasados” de hallaban de camino a la isla. La escasez de comida hizo que los delincuentes comunes arrebatasen a los demás deportados sus raciones, situándoles al borde de la muerte por inanición.
Llegaron sin herramientas y con las ropas raídas tras meses de detención y malos tratos, agujereadas y sucias, para hacer frente a temperaturas de 5 húmedos grados bajo cero por las noches. La recepción por parte del oficial al mando no fue muy cordial: “dejadlos que pasten”, dijo dirigiéndose a sus oficiales. Otros muchos perecieron en los primeros días de estancia en Nazino. El informe oficial habla de casi 300 muertos sólo la noche de la llegada.
Los guardias de la isla trataron de repartir la harina que les había sido destinada a los presos como único alimento, pero los dos intentos primeros desembocaron en alborotos que hubieron de ser reprimidos a tiros. Entonces esta se puso en manos de los delincuentes que se habían hecho con el control del grupo deportado, lo que utilizaron para conseguir todo lo que se les antojaba. Además, no existían cocinas, con lo que la harina se comía cruda y mezclada con agua, provocando terribles diarreas. Para colmo, una semana más tarde fueron enviados a Nazino otros 1.200 deportados.
La desesperación cundió con la rapidez que es de suponer. Los presos comenzaron a construir balsas a escondidas, la mayor parte de las cuales se hundió, llevándose por delante innumerables vidas; docenas de cuerpos aparecían cada mañana en las orillas de la isla, pero pronto dejaron de prestarles atención. El deterioro de la situación se produjo a gran velocidad: los guardias disparaban a los presos por placer o al sentirse irritados o, simplemente, para probar puntería.
La isla se convirtió en el reino de los delincuentes comunes. La mayor parte de ellos habían sido condenados por delitos menores, punibles entre 1 y 5 años, pero durante la deportación se habían convertido en auténticos criminales sin escrúpulos. Pronto, la isla comenzó a presentar un aspecto terrorífico, en el que cientos de personas yacían agonizando sin que nadie les prestase la más mínima atención. Los delincuentes comunes los saqueaban sin ninguna misericordia, arrancándoles aún vivos sus dientes de oro, que cambiaban por tabaco con los guardias. Por su parte, estos, sabiéndose completamente impunes, también ejecutaban a aquellos que tenían cualquier cosa que pudiera interesarles. “Para vosotros, yo soy Stalin”, solía decirles el oficial al mando.
Los cadáveres comenzaron a aparecer mutilados. Las nalgas y las pantorrillas eran lo primero que se echaba en falta; algunos eran eviscerados, pues el hígado también era muy apreciado. A los diez días, ya se habían producido al menos cinco casos de antropofagia, aunque día a día la cantidad se iba incrementando con rapidez. Pese a la dificultad de identificar a los caníbales, medio centenar de personas fueron detenidas durante las semanas siguientes. Alexander Werth, quien mejor ha estudiado este episodio, recoger el espeluznante testimonio de un natural de aquellas regiones:
“Los internos trataban de escapar”. Inquirían “¿Donde está la vía del tren?” Nosotros nunca habíamos visto una. Pero ellos nos preguntaban “¿Donde está Moscú? ¿Y Leningrado?” Preguntaban a las personas equivocadas: nunca habíamos oído esos lugares. “Somos ostiacos –los naturales de la zona, de rasgos asiáticos-; aquella gente huía como fuese, hambrienta. Apenas les habían dado un puñado de harina. La mezclaban con agua y la bebían e inmediatamente sufrían diarrea. La gente moría por todas partes; se mataban unos a otros…¡Las cosas que vimos!”
El hombre había sido testigo de la desesperación que había provocado la huida masiva de la isla, en la que la gente se jugaba la vida aunque sabían que no podían ganar. Pero al menos morían intentándolo, sin resignarse. Sin embargo, lo más terrible del relato venía a continuación:
“En la isla había un guardia llamado Kostia Venikov, un chico joven. Cortejaba a una bonita chica a la que habían enviado allí y la protegía. Un día en que tenía que ausentarse un rato le pidió a uno de sus camaradas: “cuida de ella”, pero con toda aquella gente su camarada no pudo hacer mucho… La tomaron, la ataron a un álamo –en Nazino sólo hay álamos-, le cortaron los pechos, cortaron sus músculos, todo lo que podían comer, todo, todo… estaban hambrientos, tenían que comer. Cuando Kostia regresó, la chica aún vivía. Trató de salvarla, pero había perdido mucha sangre.”
Los verdugos hablan
A principios de junio las autoridades ordenaron la deportación de los detenidos a una zona algo más al norte. Para entonces ya habían muerto casi dos mil de ellos y muchos cientos, probablemente cerca de mil, habían sido dados por desaparecidos. A los ahogados tratando de escapar a través del Oby, había que sumarle los que habían sido muertos en la taiga siberiana por distintas causas; las enormes distancias, la dureza del clima y la hostil naturaleza hacían muy improbable que ninguno sobreviviera a la tentativa de huida.
Cuando los delincuentes veteranos preparaban una fuga siempre contaban con un recién llegado o con alguien ajeno al mundo de la delincuencia que les acompañara, un preso lo suficientemente ingenuo como para compartir la huida con ellos. Los delincuentes los llamaban “vacas”, y su función era la de servir de alimento durante la escapada; las “vacas” generalmente eran devorados crudos, tras ser estrangulados, pues encender fuego pondría sobre aviso a los perseguidores. Con seguridad, no faltaron las “vacas” entre aquellas expediciones que huían de la isla y que jamás encontraron la libertad.
Tras la evacuación de junio, sólo quedaron 157 presos en Nazino, aquellos que no podían ser evacuados por razones de salud. El resto fue enviado a los asentamientos más al norte; muchos murieron durante el traslado, seguramente más de quinientos. Su nuevo destino, empero, no era mejor que el anterior, y pronto se declaró una epidemia de tifus que los diezmó brutalmente, hasta el punto de que hubieron de ser enviados deportados procedentes de Tomsk para efectuar las faenas previstas.
El informe soviético establece que en octubre sólo restaban unas 2.000 personas de las originarias 6.700 que habían sido enviadas a la isla de Nazino durante mayo de 1933. De ese total, menos de un tercera parte de los detenidos, tan solo unos doscientos se encontraba en condiciones de trabajar.
Los datos de esta historia fueron recogidos por una comisión de investigación soviética que se creó a fines de 1933, y sólo han sido conocidos tras la caída de la URSS. Los hechos narrados proceden de un informe elevado a Stalin por Vassili Velichko, activista del partido comunista, a través de Kaganovich, uno de los más altos jerarcas comunistas por su cercanía a Stalin, informe que fue puesto en conocimiento de los miembros del Politburó. La documentación de este caso se conserva en distintos archivos de Novosibirsk, Moscú y Tomsk.
Sin duda se trata de una historia entre otras muchas, pero es de esta, de un modo quizá casual, de la que nos ha llegado testimonio documental. De modo que este relato está contado por los propios verdugos.
La historia de la deportación a Nazino en modo alguno es única. Al contrario, era costumbre del régimen soviético la deportación a zonas insalubres en las que resultaba muy penosa la vida.
Tres años antes, en 1930, las autoridades comunistas enviaron a 10.000 familias de “enemigos del pueblo” a una zona próxima al Oby, las extensas marismas de Vasyugan. Llegaron en invierno, desplazándose sobre la capa de hielo, en unas condiciones que provocaron la muerte de una gran parte de los niños.
Allí fueron abandonados, en medio de los islotes del pantano. No les dejaron comida ni herramientas de ningún tipo para sobrevivir. Pasados los primeros días, tras comprobar que las posibilidades de salir adelante eran nulas, los internos trataron de volver atrás. Las familias, desesperadas, se dispusieron a adentrarse en la gélida taiga aún a sabiendas de que estaban abocadas a una muerte segura.
Los guardias habían montado las ametralladoras en el camino de regreso. Los deportados sumaban varias decenas de miles. No sobrevivió ni uno solo.