La mala memoria

Joaquín Leguina
 ABC
 
 
 
 
   Partiré de una afirmación que comparten todos los historiadores: la memoria histórica no existe, pues la memoria personal «tiende a la ficción». En el libro «Maestros de la República», del que es autora María Antonia Iglesias, aparece el maestro de Móstoles don Gerardo Muñoz, fusilado por los vencedores en 1939. La autora se basa en «las memorias personales» de la hija del maestro, Celia Muñoz, y de la nieta, Graciela Ugarte.
 
   «Me dijeron –habla Celia– que un hermano del cura (Ernesto Peces) fue al campo de concentración de Albatera a buscarlo. Me duele imaginar el calvario que sufrió mi padre sin ninguna culpa, porque era un hombre honrado y decente a más no poder. Sospecho que en su muerte tuvo mucho que ver el cura». Habla Graciela, la nieta: «Por lo que me han contado, participaron el alcalde franquista y el cura, porque mi abuelo era de FETE-UGT. Les rebotaba muchísimo que mi abuelo tratara a todos los niños por igual e incluso que organizara clases nocturnas para adultos.»
 
   Lo que más me sorprende es la actitud del médico, padrino de mi tía y amigo de mi abuelo, quien declaró: “Estallado el Movimiento, fue (mi abuelo) la inteligencia al servicio del Frente Popular. Frío, vengativo, intervino dentro del Comité en la formación de las listas negras”». La autora del libro añade por su cuenta: «Es el párroco de Móstoles quien después de la guerra informó a la Comisión Depuradora del Magisterio de Madrid de que “el maestro ha sido fusilado por la Justicia del Caudillo”».
 
   Oigamos ahora la otra «memoria», la de la familia del cura. Es Jesús Ernesto Peces (hoy magistrado), sobrino del sacerdote, quien escribe:
 
   «En la mañana del día 23 de julio de 1936 unos cuantos jóvenes armados se presentaron en la casa parroquial de Móstoles y detuvieron al cura Ernesto Peces Roldán. Al día siguiente se supo que habían visto su cadáver junto a un camino en un lugar conocido como Retamares, pero el cadáver nunca se encontró.
 
   »Al terminar la guerra, una comisión de falangistas de Consuegra (Toledo) se trasladó a Levante con la intención de encontrar “responsables rojos” en los campos de concentración que allí se habían montado y mi tío Godofredo Peces Roldán (funcionario de aquel Ayuntamiento y hermano del cura asesinado) fue designado conductor del vehículo.
 
   »Al llegar al campo de Albatera mi tío Godofredo reconoció al maestro, Gerardo Muñoz, a quien en Móstoles (ocupado por el ejército del General Franco a finales de octubre de 1936) se le atribuía el asesinato de diferentes personas y entre ellas el del cura. Godofredo se lo dijo a los componentes de la aquella Comisión, que se lo llevaron a los calabozos de Consuegra. De allí pasó a una cárcel madrileña y luego se enfrentó a un Consejo de Guerra que le condenó a la pena capital. El fusilamiento tuvo lugar el 24 de junio de 1939». La conclusión es obvia: de las memorias personales difícilmente puede obtenerse la verdad histórica, pero de los archivos disponibles, incluidos los sumarios y la sentencia que condenó a Gerardo Muñoz, se puede llegar a un par de conclusiones:
 
   1ª) En los primeros días de la guerra gente armada sacó de sus casas en Móstoles a una treintena de personas. Fueron asesinadas y sus cuerpos abandonados en cunetas. Entre esos asesinados estaba el cura párroco… que no pudo denunciar a nadie al final de la guerra porque estaba muerto.
 
   2ª) El maestro Gerardo Muñoz formaba parte del Comité Revolucionario, pero que dicho Comité ordenara los asesinatos no está acreditado, aunque de algún sitio hubo de salir la «lista negra» que sirvió para sacar de sus domicilios a los asesinados. En otras palabras, la inocencia de Gerardo Muñoz queda muy en entredicho.
 
   Además, como ha escrito el sobrino del cura, «ser víctima de una condena injusta no convierte en honorable la conducta del condenado».
 
   El 18 de julio de 1936 en España quedó abolido el derecho a la vida y en ambas retaguardias se impusieron el odio, la venganza y el asesinato político. Quienes aún se niegan a admitir esa vergüenza y pretenden cargar sobre uno de los bandos el furor asesino que reinó en las dos retaguardias son, simplemente, unos sectarios. Por eso la ley de Memoria Histórica (con una exposición de motivos digna de elogio) no ha servido sino para abrir heridas que la ley de Amnistía ya pretendió cerrar.
 
   Esa ley de Memoria es el gancho donde se pretenden colgar comportamientos guerracivilistas y sectarios cuyo más cercano ejemplo ha consistido en arrancar una placa de la tapia de un cementerio madrileño puesta allí en recuerdo de unos frailes que fueron asesinados sólo por serlo.
 
   Convendría echar al olvido toda la vesania que se produjo entonces y dejar que sean los historiadores quienes cuenten la verdad, tal como acaba de hacer el británico Julius Ruiz («Paracuellos. Una verdad incómoda», editorial Espasa), que es, además, hijo de un exiliado republicano.            
 
 
 
 
 
 
 
 

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