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Comenzó la Edad Antigua en fecha incierta. Llegó el Medievo al caer Roma. Arrancó la Edad Moderna cuando Constantinopla pasó a ser Estambul y la Contemporánea al estallar la Revolución Francesa. Esos eran los mojones de la cronología de la historia universal cuando yo la estudié de niño. Hace algo menos de un año empezó en Wuhan la Quinta Edad. Aún no le hemos puesto nombre. ¿La llamaremos, por ejemplo, Edad Viral? Sería lo más idóneo, pues ha bastado la aparición de un virus relativamente nuevo para que la bóveda del templo se desplome sobre nuestras cabezas.
Un tal Fukuyama, estadounidense de origen nipón, anunció el fin de la historia hace ya cosa de cuarenta años. Lo hizo en un libro que gozó de gran notoriedad. En él defendía la tesis de que la democracia liberal, convertida en sistema político casi ecuménico, remansaba las aguas del devenir histórico y frenaba por los siglos de los siglos el ir y venir de la humanidad. ¿Fin de la historia? Ya, ya… Fin, si acaso, del mundo en el que todos hemos nacido y vivido en las ocho últimas décadas al calorcillo fugaz de ese peste que es la socialdemocracia y el subsiguiente intrusismo de lo público en lo privado.
¿Habrá un nuevo mundo? Ya veremos. Y, si lo hay, ¿cómo será? No quiero incurrir en el mismo error que cometió Fukuyama al meterse a profeta, pero me atrevo a decir que no es la historia, en general, lo que se ha detenido, sino la del homo sapiens aristotélicamente entendido como zoon politikon. Será muy difícil que el ser humano posterior a la pandemia vuelva a confiar en los políticos. No les dará crédito, no les prestará su apoyo, se retraerá como los caracoles cuando algo o alguien roza sus cuernecillos. La democracia se batirá en retirada y llegarán regímenes autoritarios. Ya están llegando, por más que esa tendencia aún esconda su verdadero rostro tras la mascarilla de una crisis sanitaria que sirve de tapadera a un sinfín de desmanes políticos, económicos, sociales y morales.
Mire, quien lo dude, no a la lejana China, por ejemplo, y a su eficacísima gestión de la pandemia, sino a lo que sucede, sin ir más lejos, en este rabo de Europa siempre por desollar. El padre de un amigo mío, catalán de noble cepa y a la sazón octogenario, como yo lo soy ahora, me dijo con retranca en los años de la Transición: «Desengáñate, Fernando… Los períodos democráticos son, en España, paréntesis entre dictaduras». Igual, visto lo visto, llevaba razón.
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