La Restauración de la República. Por Javier Montero Casado de Amezúa

                                                                              Javier Montero Casado de Amezúa

Nací en 1945. Como todos los españoles de la época viví mi niñez con la conciencia de pertenecer a un país pobre. Es verdad que no pasé necesidad. Pertenecí a una familia de un profesional de alto nivel aunque no por ello dejábamos de comer garbanzos toda la semana y carne empanada los días señalados. El aceite escaseaba y los pavos de navidad se guardaban vivos un par de días en un aseo al no poderlos conservar en frío.

Desde mi observatorio de niño supe que no todo el mundo apreciaba a quien gobernaba, un general que se llamaba Franco y aunque yo veía que existían importantes diferencias de clase, fui educado en el respeto absoluto a todos. Veía que mi padre tenía un completo respeto a las leyes y yo entonces creía que ese era el comportamiento generalizado. Y de hecho lo era bastante más que ahora.

Con el paso de los años, el famoso mayo del 68 me sorprendió iniciando mis estudios de Derecho en la Universidad. Ese momento fue importante para mí a la hora de apreciar en verdad lo que Franco estaba suponiendo para España.

Por una parte y a pesar de que yo tenía la idea de que el aprecio a la figura de Franco era tan sólo compartida por una parte de los españoles y que en general las clases bajas no le apreciaban como por la indudable mejora del nivel de vida que todos habíamos experimentado deberían, sin embargo empecé a ver para mi sorpresa que muchos de los que antes despreciaban a Franco habían adoptado una actitud distinta, una especie de benevolencia complaciente y un poco de perdonavidas refiriéndose a Franco como el abuelo. En el fondo todos estaban contentos de que ese abuelo estuviera gobernando porque a fin de cuentas el beneficio del famoso desarrollo estaba llegando a todos los estratos sociales. Que todos hubieran apoyado a Franco habría sido demasiado pedir a un pueblo que teniendo sus virtudes, no tiene sin embargo en absoluto la de ser agradecido.

Pero al tiempo, y también para mi sorpresa, empecé a ver cómo una parte de la clase cultivada católica, esa que era la que había apoyado y colaborado estrechamente con Franco en la reconstrucción de España y que lo había hecho bien ya que los resultados eran evidentes, se había de pronto vuelto crítica o claramente antifranquista, adoptando una actitud de conmiseración y de desprecio por la obra política que Franco había culminado precisamente por aquellos años.

Aquello me sorprendió mucho. Con el tiempo he comprendido que dicha postura, verdadera traición de los intelectuales era, en su pretendida defensa de la libertad y la democracia, puramente ideológica, negándose a comprender que Franco nunca fue nacionalista ni quiso un Estado fuerte, sino que hizo de la justicia social su principal objetivo. Y la prueba es lo que acabo de reseñar sobre el fondo de agradecimiento que se ocultaba en la costumbre de las clases bajas de llamarle a Franco el abuelo.

Por otra parte, al haber estudiado el primer curso de carrera en el CEU de los Propagandistas sucesores como es sabido de la famosa CEDA que –conviene decirlo- no supo en absoluto gestionar la catástrofe social y política que culminó con los desastres de la República, también me di cuenta de que la Iglesia estaba jugando un lamentable papel al presentarse como valedora de la anteriormente mencionada conmiseración por la obra política de Franco, en cuya demolición se puso a trabajar también ella con un entusiasmo digno de mejor causa.

Siendo imposible referirse ahora in extenso a la crisis que desde el papado de Pablo VI azota las turbulentas aguas que surca la Iglesia, (de 1964 a 1976, es decir en tan sólo 12 años, hubo 105.712 abandonos entre sacerdotes y religiosos/as) es en cualquier caso imprescindible dejar sentado claramente que fue esta participación de la Iglesia jerárquica en la demolición de la obra del Caudillo la que permitió diseminar por todo el cuerpo de la sociedad española el veneno de muchas de las ideas que en su día quisieron imponer las fuerzas revolucionarias en 1936.

Y para desmontar la obra de Franco la herramienta utilizada fue de una eficacia extraordinaria. Con ayuda de un Rey al que Franco había dejado atado y bien atado en su conciencia, y dejando atadas y bien atadas las manos de los procuradores en Cortes con el peso de la autoridad de ese mismo Rey designado por Franco, queda nombrado Presidente del Gobierno un político que conociendo bien las estructuras del régimen de las que procedía, en particular RTVE de la que fue Director General, supo manipular hábilmente la presentación de la que llamaron reforma política. La imagen más cercana es la de Manolo Morán en la famosa película Bienvenido Míster Marshall cuando se esquilma a los pobres habitantes del Villar del Río con la promesa de un porvenir ideal: la cantinela esta vez no fue la de americanos…sino la de habla pueblo habla.

Y la herramienta era infalible: una ley electoral, anterior a la Constitución que primaba los separatismos –ley que por supuesto nadie había estudiado, nadie claro está, salvo los que querían destruir la obra de Franco- y un año más tarde una Constitución en cuya primera página del ejemplar que se distribuyó a cada votante, yo, que voté en contra, escribí, en aquel entonces y como si fuera su lema: Ambigua indecisión, el desguace del Estado o la Restauración de la República

Y yo voté en contra porque la decisión que se estaba tomando era efectivamente un desguace territorial sin invasión extranjera. Significaba además introducir un poder despótico bajo la apariencia de una división de poderes. Era ocultar que el texto propiciaba la partitocracia más radical. Y las Leyes Fundamentales de Franco lo que pretendían evitar era precisamente esto. Porque Franco ni jamás gobernó como un dictador, ni era en absoluto necio; al contrario, por experiencia sabía que tenía que gobernar a un pueblo políticamente inmaduro al que tenía que defender de los males que había estado sufriendo durante los dos últimos siglos de oligarquía y caciquismo y que, por tanto, era imprescindible instaurar una nueva democracia. Una vía española hacia la democracia.

Cómo habría de ser esa democracia lo explicó muy bien Friedrich Hayek, premio Nobel de Economía, antiguo comunista y posteriormente convertido a un sabio liberalismo de sentido común, en unas conferencias que dio en Madrid precisamente el año anterior a aquel en el que se votó y aprobó la Constitución, en las que dejaba claramente dicho que para preservar la libertad era absolutamente necesario que hubiera dos cámaras electivas entre las que se dividiera el poder de gobernar y el de legislar. Proponía Hayek en sus conferencias -después publicadas en un pequeño libro titulado Democracia, Justicia y socialismo- dividir el poder, habitualmente concentrado en una Cámara, y repartirlo entre dos distintas, una para la gobernación y otra para la legislación, de modo que la primera tarea –que es la gobernación- pudiera encomendarse a una asamblea elegida sobre la base de la representación mediante partidos políticos, pero reservando la legislación para una segunda cámara. Esta última sería un cuerpo también representativo pero elegido entre personas de reconocida autoridad y prestigio profesional, con mandatos más prolongados -15 años en rotación- lo que garantizaría unas leyes coherentes, redactadas con precisión y que serían fruto del trabajo de personas con conocimientos suficientes de la materia, todo lo cual daría la necesaria estabilidad a la sociedad que ha de regirse por ellas.

El momento ofrecido por la reforma de las Leyes Fundamentales resultaba ideal para hacer tal separación y garantizar al pueblo un control del gobierno mediante la ley, ya que si el Gobierno es el que a la vez legisla, el despotismo está servido. En español se dice que quien hace la ley hace la trampa.  

De los acontecimientos posteriores hay poco que contar. España se debate entre una legalidad suicida que niega de hecho la división de poderes y que consiente la división del territorio en comunidades insolidarias y una imposible labor de apuntalamiento de un edificio que se cae a pedazos. Y no se ahorraron mazazos demoledores a base de atentados terroristas, el más significativo de los cuales, el del entonces Presidente del Gobierno, llegó a ser calificado públicamente como algo positivo.

Entre tanto la economía va tirando como puede, favorecida por la UE que nos acogió cuando ya presentábamos los primeros síntomas de una infección que nos carcome. Ahora se nos insiste en que pongamos en marcha reducciones de gasto cuando en su día se aplaudió como una conquista ejemplar una Transición que desguazó el Estado en 17 comunidades, lo que significa todo, menos reducción de gasto.

Estas líneas se escriben ahora recordando el segundo enterramiento de Franco. Volando sus cenizas por encima de la Moncloa hasta llegar a El Pardo, cenizas que desprenderán el bonus odor Christi de quien murió dándoles a los españoles una lección de cómo supo morir quien en la vida supo servir, habrán podido apreciar el no precisamente buen olor que desprende el rencor, el odio y el resentimiento de la clase política, únicos móviles del acto nefando que se ha programado desde el Gobierno y a través del cual se pretende acabar con la reconciliación instrumentada por Franco para terminar de una vez con las divisiones y rivalidades entre los españoles.

La raíz del naufragio de la democracia española está de todas maneras en el hundimiento de la resistencia moral de los españoles, entregados lisa y llanamente al relativismo universal que la Iglesia jerárquica no sólo es que no ha querido evitar, sino que ha propiciado por medio de una torcida interpretación de los ambiguos textos del Concilio.

Se está restaurando pues la República. La República de la división. La Iglesia jerárquica calla. Franco, que como buen vasallo habría merecido mejor señor, también ha tenido su Judas.


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