¡Tu carrito está actualmente vacío!
Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:
- POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
- SUS DATOS SON SEGUROS
Por Luis Felipe Utrera-Molina
Nací en 1968, en un ambiente político que me hizo ser consciente, desde muy temprano, de la trascendencia de los acontecimientos que se vivían en España. Mi padre era falangista. Le dolía España, a la que amaba con voluntad de perfección, era alérgico al sectarismo y siempre nos previno especialmente, frente al poder aniquilante del odio. Como a muchos niños españoles, la guerra le había robado la niñez y sufrió en su familia la trágica división de las dos Españas. Recuerdo el cariño con el que me hablaba de aquel tío suyo que murió de pena en el exilio, de aquél otro del que los alzados recelaron, y del que, sublevado, fue fusilado tras fracasar su pronunciamiento. Los tres eran militares, los tres amaban a España y jamás estableció jerarquías en su afecto por el color de la bandera a la que sirvieron.
Conocí a muchos que hicieron la guerra, en un lado y en el otro. Sentían tanto respeto por los que se jugaron el tipo en el campo de batalla como desdén por los que enredaron en la retaguardia. Pero jamás aprecié en ellos rastro alguno de odio y sí un enorme dolor por una guerra que todos habrían querido evitar y querían olvidar.
Me hice mayor en los 80, cuando los españoles miraban al futuro con esperanza, pese al azote sangriento del terrorismo. Fue un gobierno socialista el que, con ocasión del 50 aniversario del 18 de julio, hizo una impecable declaración que hoy sería tachada de fascista por Sánchez y sus acólitos: «Un Gobierno ecuánime no puede renunciar a la historia de su pueblo, aunque no le guste, ni mucho menos asumirla de manera mezquina y rencorosa. Este Gobierno recuerda asimismo con respeto a quienes, desde posiciones distintas a las de la España democrática, lucharon por una sociedad diferente a la que también muchos sacrificaron su propia existencia.» «El Gobierno expresa su convicción de que España ha demostrado reiteradamente su voluntad de olvidar la heridas abiertas en el cuerpo nacional por la guerra civil, su voluntad de vivir en un orden político basado en la tolerancia y la convivencia, en el que la memoria de la guerra sea, en todo caso, un estímulo a la Paz y el entendimiento entre todos los españoles (…) Para que nunca más, por ninguna razón, por ninguna causa vuelva el espectro de la guerra civil y el odio a recorrer nuestro país, a ensombrecer nuestra conciencia y a destruir nuestra libertad.»
Fue Zapatero quien, con su miserable Ley de Memoria Histórica, volvió a sembrar la semilla de un odio cainita que los españoles habían superado décadas atrás. Incapaz de ofrecer un proyecto de futuro, decidió deslegitimar al adversario cavando de nuevo una profunda trinchera entre los españoles con el arma más perversa y diabólica: la mentira. Se trataba de imponer por ley una visión sesgada de la historia que condenase a media España a pedir perdón a la otra media por existir. Tuvo la desfachatez de escupir a la cara a las víctimas del terrorismo aquello de «entiendo lo que sientes perfectamente. A mi abuelo lo asesinaron en la guerra» estableciendo un obsceno paralelismo entre las víctimas de una guerra fratricida y los cobardes asesinatos del tiro en la nuca.
Tan perversa semilla, regada con subvenciones millonarias a organizaciones que se alimentan de la falsedad y la ignorancia y dejada en irresponsable barbecho por el gobierno del partido popular, ha germinado en manos de un reptil como Sánchez, en una explosión de odio fratricida que los de mi generación no pudimos siquiera imaginar.
Sánchez pretende pasar a la historia por haber profanado la tumba de Franco, como si tuviera algún mérito batir con todo el poder del Estado el cadáver de tu enemigo. Pero ayer, viendo la sonrisa macabra de quienes se jactaban de derribar una cruz, comprendí que su verdadero legado es haber resucitado el odio obsceno de las tiorras que se reían profanando los cadáveres de jóvenes seminaristas; de los que reían viendo desangrarse al obispo de Barbastro, tras castrarlo ante los cadáveres de 51 seminaristas; de los que paseaban ufanos la cabeza de López Ochoa por Carabanchel como un trofeo de guerra tras asesinarle salvajemente en el hospital. Tan horrendos crímenes, hoy justificados por una abyecta ley que se atreve a tildar de demócratas a quienes defendían la dictadura del proletariado, aparecen como espectros en el imaginario colectivo al ver cómo jóvenes que ni siquiera conocieron la transición, dan rienda suelta a un odio brutal en las redes sociales, alentados desde la retaguardia por el colosal poder mediático de la izquierda que ha resucitado el término fascista para denigrar a la oposición, como en 1936.