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Jon Juaristi
ABC
25-4-2007
La
historia de la entrega de las milicias nacionalistas vascas a los legionarios
italianos en el mes de agosto de 1937 es complicada. Implica, sin duda, un
claro ingrediente de oportunismo, pero el juicio histórico no puede quedarse en
eso. El PNV de la época republicana era una formación católica que nunca había
mostrado gran entusiasmo por la deriva antirreligiosa del régimen. Los gudaris
lucharon en defensa de la autonomía de Euskadi, no por una República en la que
no confiaban. La perspectiva de disolverse en el Ejército Popular, bajo mandos
de izquierda, resultaba desmoralizadora para la mayoría de los milicianos nacionalistas,
y sin duda sus dirigentes obraron de acuerdo con lo que estimaban que era el
estado de ánimo general de aquéllos. Ningún gudari acusó jamás de traición a
sus jefes, lo que parece bastante significativo.
Con
respecto a las condiciones del pacto, el asunto es más vidrioso, porque no se
acordó una mera rendición. Los nacionalistas indicaron a los italianos la ruta
por la que debían iniciar el ataque a Santander, a fin de que los batallones de
gudaris no se viesen involucrados en la ofensiva (con todo, algunas unidades,
separadas del grueso de los suyos, tuvieron que entrar en combate junto a los
que defendían la capital cántabra). Obviamente, las milicias de izquierda se
consideraron traicionadas por el PNV, aunque para algunos dirigentes republicanos
la defección de los nacionalistas fue seguramente un alivio.
El
pacto de Santoña no es la página más gloriosa de la historia del nacionalismo
vasco, pero tampoco la más reprochable. De haber triunfado la República, las
izquierdas habrían acabado pronto con el gobierno de Aguirre. No fue una gesta
heroica, pero hubo algún gesto de bastante dignidad, para lo que entonces se
gastaba: por ejemplo, el regreso de Juan Ajuriaguerra desde Francia, decidido a
compartir la suerte de los gudaris prisioneros.