La Universidad Española, quién la ha visto y quién la ve, por Antonio Royan

 

Antonio Royan

A menudo nos preguntamos qué se está haciendo mal en España para que, en los últimos 40 años, la corrupción haya crecido a una velocidad vertiginosa, sin frenos y cuesta abajo. Es frecuente escuchar en tertulias y reuniones acaloradas discusiones sobre cuál es la institución más corrupta o politizada del país: los partidos políticos, los sindicatos, la Fiscalía o, incluso, para algunos, la judicatura. No puedo compartir ninguna de esas opiniones puesto que, si bien es cierto que en todas esas instituciones ha habido -y habrá- casos de corrupción, y que algunas de ellas no mantienen la debida independencia frente a las presiones políticas y mediáticas que sufren, hay una institución que las supera ampliamente a todas: la Universidad española. Y eso es lo que se está haciendo mal: la educación de los que, en el futuro, han de ser los máximos dirigentes de la política española, está sumida en un pozo de corrupción que, obviamente, tiene que dar sus frutos. Frutos, por supuesto, podridos.

La patética situación de la Universidad en nuestro país, con cargos politizados, concursos amañados, despilfarros constantes y una nula actuación de la justicia frente a ello, es la causa de la situación general de nuestro país. No hay que mirar más lejos ni buscar explicaciones metafísicas para saber por qué se ha sustituido al político con una amplia formación académica, educación y, como mínimo, buenos modales, por el macarra barriobajero, chulesco, prepotente e incluso de aspecto sucio y desaliñado en ocasiones. El motivo es la ciénaga de donde salió: la Universidad española.

Antiguamente, el ejercer de profesor universitario era sinónimo de alta capacidad, formación y esfuerzo. La tantas veces denostada Universidad española del franquismo dio como frutos enormes pensadores, catedráticos respetados internacionalmente y alumnos brillantes que, tras su periplo educativo, se convirtieron en grandes profesionales. Para llegar a ser profesor universitario, el candidato había de pasar por una serie de pruebas selectivas que demostraban, como en cualquier oposición estatal, sus conocimientos y capacidades. Hoy en día, los principios de mérito y capacidad que recoge la Constitución española se ven constantemente burlados por Comisiones de selección puestas a dedo, en lugar de por sorteo, perfiles a la medida del candidato amigo y unas leyes que impiden a los Tribunales entrar en las valoraciones de esas Comisiones, a veces surrealistas, al amparo de la denominada “discrecionalidad técnica” que, en realidad, es pura arbitrariedad. Es así, bajo el paraguas de esa protección jurídica al mediocre y en este escenario de pasividad -cuando no connivencia- judicial, nacida de la presión de la izquierda y de la pasividad de la derecha, como pudieron llegar a ser profesores insignes personajes como Monedero, Errejón o Iglesias, entre muchos otros.

Pero el problema de fondo es que los subproductos del sistema se multiplican como las cabezas de la hidra de Lerna. Porque cada profesor universitario que imparte su doctrina en una politizada clase, multiplica por 50 sus efectos, ofreciendo, además, un carguito al alumno “aventajado” que es capaz de tragar sin rechistar durante 4 o 5 años, cobrando una beca y defendiendo su Tesis doctoral frente a un tribunal de amiguetes nombrado, cómo no, también a dedo. Por el contrario, el que se intenta resistir, es tachado de retrógrado, poco progresista, y nunca conseguirá llegar a nada, pues le pondrán mil obstáculos en el camino.

Poco o nada queda de los proyectos que se desarrollaron durante el régimen de Franco y que condujeron a logros como la creación de las Universidades laborales -pieza clave para encontrar salidas profesionales a personas con pocos recursos-, una enseñanza rigurosa en las aulas, un nivel de exigencia que aseguraba la capacidad del Licenciado, unos profesores que educaban en las materias que les correspondían y no perdían el tiempo en burdas “investigaciones” subvencionadas por puro amiguismo, o una libertad de cátedra que, en contra de lo que se cree, se podía ejercer con muchas menos presiones que en la actualidad, donde el disidente de lo progre es automáticamente marcado. Así, no nos puede extrañar que no haya ninguna Universidad española entre las 300, 500 o 1000 primeras del mundo, según el ranking que se elija.

No puedo terminar de escribir este breve artículo sin dejar dos notas más. La primera: 61 años han pasado desde nuestro último premio Nobel en Medicina, Severo Ochoa. Sí, en época de Franco. La segunda, para los defensores de la igualdad entre sexos, por si alguno estaba tentado de argumentar algo al respecto de la política del franquismo en este sentido. El porcentaje de mujeres universitarias en España respecto del censo total de matriculados pasó de un pírrico 7% en la II República a un 40% en 1975.

Algún día escribiré más en detalle sobre prácticas habituales que mucha gente desconoce, como son que la mayoría de las lecturas de Tesis doctorales sean un puro paripé frente a un grupo de amigos y con preguntas pactadas de antemano, que los concursos de profesorado sean una merienda de negros en los que se sabe quién es el candidato ganador antes de sacar la plaza, que los profesores funcionarios trabajen de media unas 6 horas semanales o que los pomposos “proyectos de investigación” no sean más que despilfarros de dinero público en los que se hace de todo menos investigar. Por supuesto, hay honrosas excepciones, pero precisamente no serán esos los que me contradigan. Espero que alguien me intente llevar la contraria para animarme a contarlo todo. Mientras tanto, en lugar de “disfruten de lo votado”, podemos decir “disfruten de lo estudiado”.

 


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