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Por José Javier Esparza.
Guerra civil, guerra social, guerra étnica. Lo de Francia no es propiamente ninguna de esas tres cosas, pero es un poco las tres al mismo tiempo. Guerra civil porque los insurrectos son, al menos formalmente, franceses que atacan a franceses (y lo son porque la propia Francia los ha hecho tales). Guerra social porque lo que se ha sublevado es, muy principalmente, una franja concreta de la sociedad, con la salvedad de que no se trata de los desheredados, como pretende cierto marxismo trasnochado, sino que, muy mayoritariamente, son los subsidiados. Y guerra étnica, por supuesto, porque sus protagonistas pertenecen invariablemente a orígenes no europeos: magrebíes, centroafricanos, etc., y precisamente en su origen encuentran un elemento de unión contra la Francia histórica. En todo caso, estamos ante el ejemplo perfecto, extremo, brutal, del camino de perdición emprendido por Europa. Si algún día Europa muere, será sin duda así: bajo los escombros de su propio modelo de sociedad.
Ocurre que una sociedad no es un contenedor vacío, ni una caja neutra e infinitamente elástica. Una sociedad no es tampoco un conjunto de individuos al que se pueda dar forma a voluntad. Una sociedad es el producto de un devenir histórico, y en el proceso intervienen elementos de carácter cultural, lingüístico, étnico (¿de verdad es pecado decirlo?), económico, político… Todos esos elementos, relacionados entre sí, terminan fraguando en algo que podemos llamar identidad. El de identidad es un concepto complejo que conviene no simplificar. Hay, como decía Ricoeur, una identidad ipse que es la que nos define frente a otros y hay una identidad ídem que es la que nos permite reconocer al prójimo, al que es como nosotros. Eso vale tanto para la identidad individual como para la colectiva. Del juego entre lo ídem y lo ipse, conflictivo no pocas veces, nace esa cosa tan indefinible que llamamos «identidad». Indefinible, pero imprescindible: una persona privada de su identidad se vuelve literalmente loca (se aliena). Una sociedad, también.
El occidente contemporáneo ha intentado crear sociedades sin identidad, cajas neutras y elásticas donde cabe todo cuanto el ingeniero social (el político) desee meter ahí en nombre del desarrollo, el progreso, la solidaridad o cualquier otro pretexto. Para lograr la gran transformación es preciso anular previamente todo lo que había antes en la caja, y así venimos asistiendo a la destrucción consciente y pertinaz de las culturas arraigadas, los lazos sociales naturales, los vínculos políticos nacionales, la religión y, en fin, todo eso que en otro tiempo daba nombre a nuestras cajas. En vez de eso, se ha pretendido teñir el nuevo contenido con vagas alusiones a la convivencia (vivre ensemble, lo llaman en Francia) y al Imperio de la ley dentro del respeto a la pluralidad, la diversidad, la inclusión y lo sostenible, al paso que el sistema (el ingeniero) favorecía la aparición de nuevas identidades sexuales o sociales para terminar de completar la obra. Eso es lo que hemos vivido en el último cuarto de siglo bajo el imperativo de la construcción del orden global.
Hoy ya podemos decir que el experimento ha sido una catástrofe. Quizá no para el ingeniero, que sigue disfrutando de su agraciada condición mientras arde París, pero sí para el ciudadano común, que ha visto claramente cómo se ha quedado sin ciudad. Y sin ciudad, no hay ciudadano.
Porque, no, una ciudad (una sociedad) no es un contenedor vacío ni una caja neutra. O sea que 80 millones de nigerianos trasplantados a Alemania no hacen Alemania, harán Nigeria. Y cientos de miles de magrebíes y centroafricanos trasplantados a París no han hecho Francia, sino que, fuera de su sociedad de origen e incapaces de reconocerse en la nueva, en sus normas y prescripciones e inhibiciones, han terminado construyendo algo parecido al mundo anómico de Mad Max, que es la versión contemporánea de la ley de la jungla. Se acabó el sueño cosmopolita de la sociedad fraternal de individuos iguales. Sencillamente, el proyecto ha estallado. Porque se basaba en premisas falsas.
Ahora debería sonar la hora de las responsabilidades: que la elite política, económica y mediática que nos ha metido a los europeos en este infierno reconozca su error. Pero eso no pasará. No, porque, para ellos, no es un error. De donde se deduce que el problema no es sólo —ni en primer lugar— la presencia de una franja de población hostil en el corazón de Europa, sino la hegemonía de esa casta que está matándonos a velocidad constante. Europa se pudre por la cabeza. ¿Podemos cambiar de cabeza?