Lo inevitable y el Estado de Golpe

Aquilino Duque  
 
 
   En una entrevista radiofónica de madrugada, el historiador Stanley Payne, al ser preguntado si la guerra española pudo ser evitada, contestó que sí, que se pudiera haber evitado si el Parlamento resultante de las elecciones de 1933 se hubiese mantenido unos meses más.  Mi padre, alcalde de nuestro pueblo durante el llamado “bienio negro”, como miembro de la CEDA que era, siempre decía que de todo lo que acabaría pasando quien tenía la culpa era Gil Robles, es decir, su jefe político, el mismo que, a toro pasado, escribió un grueso volumen para explicar que la guerra había sido inevitable. La CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) fue el partido más votado en aquellos comicios, pese a lo cual no se atrevió a encabezar el nuevo Gobierno, ante las amenazas de la oposición, con un Azaña indignado y belicoso al frente, de romper la baraja si tal cosa sucedía.  Tampoco el Presidente Alcalá Zamora quería a la derecha en el Poder, como buen centrista que era, y Gil Robles hubo de ceder el paso al anciano Lerroux, de historial más republicano, cuyo Partido Radical había cosechado bastante menos votos que la CEDA.  De todos modos, no hubo más remedio que dar por lo menos tres carteras a la CEDA, una de las cuales fue a Gil Robles, el joven “jefe” para el que en la campaña electoral pedían nada menos que “todo” los que iban “a por los trescientos”.  “A por los trescientos y todo para el el jefe”, fue el lema de una campaña electoral en la que la primera que se dio por ofendida fue la Academia Española de la Lengua, que desde el 14 de abril dejó de ser Real, para la que la doble preposición era aún anatema. La cartera que correspondió a Gil Robles fue la de Guerra y desde ella le tocó sofocar la revolución de Asturias y de Barcelona, con la ayuda de tres generales: Franco en Madrid, Batet en Barcelona y López Ochoa en Asturias.  El “peso de la ley” cayó casi en exclusiva sobre un tal “sargento Vázquez”, y los cabecillas socialistas (Prieto, González Peña, Belarmino Tomás, Largo Caballero, etc.) y los separatistas (Companys y la compaña) salieron de rositas y no perdieron un segundo en orquestar una campaña sin fronteras acusando a las fuerzas gubernamentales de todas las atrocidades imaginables en el restablecimiento del orden.  Quien más sangre pedía ahora era quien más leña echaba antes al fuego, Largo Caballero, cuyos llamamientos a la guerra civil contra la “República burguesa” le hicieron merecedor del remoquete de “Lenin español”.  Otro que no se cortó fue Indalecio Prieto, que por lo menos tuvo la decencia de reconocer su pecado en unas palabras que nunca está de sobra recordar pronunciadas en México el 1 de mayo de 1942:  “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria…
 
   En una reciente entrevista publicada en la prensa sevillana, otro historiador, José Luis Comellas, se lamentaba de la enseñanza de la Historia contemporánea de España centrada en una guerra civil de la que, como ya dije en otra ocasión y “en público de la gente”, hoy no se hablaría tan mal si la hubieran ganado los que la perdieron, cuando lo que habría que hacer sería explicar todo lo ocurrido en la primera mitad del decenio y que hizo esa guerra inevitable. 
 
   Hasta no hace mucho, junto a los Nuevos Ministerios coexistían las estatuas de tres presuntos “golpistas”, a saber, Largo Caballero, Prieto y Franco.  Tiene gracia que la única estatua removida sea la del menos golpista de los tres, “culpable”, eso sí, de sumarse a un alzamiento militar al que se venía resistiendo hasta que se rindió a la evidencia de que España estaba en guerra desde el punto y hora en que unos individuos de la Motorizada de Prieto le dieron impunemente el paseo al jefe de la Oposición parlamentaria.  La cosa no deja de tener su lógica, ya que, desde el 11 de marzo de 2004 España es, antes que un Reino, un Estado de Golpe, y nada más consecuente y lógico que sus integrantes reivindiquen a sus precursores.  En esos integrantes son indistinguibles Gobierno y Oposición, tan intercambiables como aquellos dos críticos literarios de que hablaba Ricardo de la Cierva. Y para concluir no tengo más remedio que darle la razón a mi padre, pues de lo inevitable tuvieron la culpa tanto los que, como Prieto, pecaron por acción, como los que tanto en 1934 como en 2004 pecaron por omisión.   
 
 

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