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Tomás García Madrid
Durante la pasada campaña para las elecciones autonómicas el candidato de Vox por Badajoz enunció por televisión unos pocos datos incuestionables sobre una pequeña parte de lo que hizo Franco para Extremadura: dijo que creó 65 pueblos de colonización (uno de ellos Guadiana del Caudillo, que ha resistido numantinamente a la ley de Mentira Histórica) con los que se benefició a 16.000 familias, para lo que fue necesario expropiar 225.000 hectáreas (y no precisamente a los “pobres”), y dijo que creó en esa región la mayor reserva de agua de toda España (embalses de Orellana, Zújar, La Serena y García Sola, entre muchos otros). Datos objetivos, no opinables, fácilmente constatables con darse una vuelta por tierras extremeñas o con consultar los anuarios estadísticos. Como es habitual, los reptiles del pensamiento único y de la mentira histórica pusieron el grito en el cielo, con el argumento de que el susodicho estaba haciendo “apología del franquismo” y, por lo tanto, era “un fascista” al que, poco menos, había que inhabilitar, encarcelar y, eventualmente, guillotinar.
Hace falta ser muy sectario, o tener la mente muy carcomida, para no ver la realidad y reconocer, independientemente de la ideología de cada cual, que Franco fue uno de los mejores gobernantes de la historia de España y el que consiguió el mayor progreso conocido de la Nación en todos los ámbitos.
En julio de 1936 España era una nación al borde de su destrucción total. Desde la muerte de Carlos III, en 1788, se habían sucedido en España una serie de reyes que deberían formar parte del museo de los horrores –Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII, además de los brevísimos José Bonaparte y Amadeo de Saboya y de dos efímeras repúblicas– que con la ayuda de jefes de gobierno incompetentes y corruptos (muchos de ellos, no todos) habían convertido lo que en su día fue el mayor imperio de la Tierra en una piltrafa. España perdió el tren de la Revolución Industrial (y si no lo perdió lo cogió in-extremis, instalándose en el vagón de cola), se vio envuelta en numerosos conflictos bélicos –tanto en la Península (guerra de la Independencia, sucesivas guerras carlistas, etc) como en las provincias de ultramar o en Marruecos– que le llevaron a un atraso de décadas frente a la mayor parte de nuestros vecinos europeos y a una situación de pobreza, incultura y postración probablemente sin parangón en su larga historia: una esperanza de vida de las más bajas de Europa, al igual que la renta per cápita, a la vez que unas tasas de analfabetismo mucho mayores que el resto y una dependencia del sector agrícola también mucho mayor, de modo que España en el primer tercio del siglo XX era, fundamentalmente, una nación de campesinos pobres e incultos, llenos de complejos, rencores y odios atávicos. Solo el profundo sentimiento católico de la práctica totalidad de los españoles mantenía en pie a la Nación.
Para acabar de rematar las cosas en abril de 1931 se proclamó la II República y comenzó uno de los periodos más nefastos y más sangrientos de la historia de nuestra Patria. A base de sucesivos golpes de estado (la propia proclamación de la República fue un golpe de estado, la Revolución de Asturias de 1934 fue otro, aunque frustrado, y el tremendo fraude electoral de las elecciones de 1936 fue el tercero) el Frente Popular, formado por una amalgama de socialistas, comunistas, anarquistas, separatistas vascos y catalanes, republicanos ateos y masones, dirigidos y apoyados por la Unión Soviética, se hizo con el poder absoluto y se entró en una época de anarquía autodestructiva, incluyendo el asesinato amparado por los poderes del Estado de miles de personas de orden, el asalto a la propiedad privada, el saqueo de las exiguas arcas del Estado, la persecución a la Iglesia (con la quema de templos y el martirio de consagrados), el desmembramiento del Ejército y la destrucción de la estructura moral secular de toda una Nación.
Así las cosas, ante el riesgo inminente de aniquilamiento de una Nación con casi quinientos años de historia, la más antigua de Europa, en julio de 1936 un numeroso grupo de ciudadanos, sobre todo militares pero también civiles, comandados por el general Franco, entonces el general más joven de Europa, se alzaron en armas contra el gobierno ilegítimo de la República. Como es bien sabido, y a pesar de partir en una inferioridad manifiesta y de contar con la oposición de todos los países desarrollados, excepto Alemania e Italia, se ganó la Guerra y se consiguió echar de España a las fieras; la única vez en la historia que se ha logrado vencer al comunismo en el campo de batalla, lo que nunca se le perdonará al Generalísimo.
La Guerra dejó a España exhausta, con centenares de miles de víctimas (muertos, prisioneros, mutilados, huérfanos, viudas), con la sociedad desgarrada por afrentas y rencores, moralmente rota, con la economía y la riqueza nacional totalmente devastadas: una Nación completamente destrozada.
Ese es el panorama dantesco que se encontró el general Franco cuando en abril de 1939 se hizo cargo, definitivamente, de la jefatura del Estado español en su totalidad y cuando comenzó a gobernar, por fin, una nación en Paz. Para hacer aún más difícil el inmenso reto al que se enfrentaba, el final de la Cruzada de Liberación coincidió con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, que arrasó Europa, lo que complicó aún más –si cabe– la recuperación de nuestra Patria destruida. En la post-guerra mundial, la ingente ayuda norteamericana para la reconstrucción de Europa (‘Plan Marshall’) excluyó a España, que además se vio sometida a una situación de total aislamiento internacional alentada por los ‘soviets’ y por la masonería internacional.
Treinta y seis años después, en 1975, España era algo radicalmente distinto, no tenía absolutamente nada que ver. España era un ejemplo para el resto del Mundo, una nación puntera en la mayoría de los índices con los que se mide a las naciones desarrolladas y una Nación profundamente admirada por todos los países libres. Los logros económicos (crecimiento record de la economía, industrialización, aumento de la renta per capita, etc) son archiconocidos e indiscutibles, pero no son lo más importante, pues la transformación de España fue mucho más allá, no solo fue, ni mucho menos, un simple cuestión de economía.
En 1975 la esperanza de vida de los españoles era de las más altas del mundo; los índices de analfabetismo eran bajísimos, al nivel de los países punteros en este aspecto; la sanidad (gratuita), la enseñanza (gratuita) y la protección social a todos los españoles (seguro de desempleo, vacaciones pagadas, jubilación y sistema de pensiones, etc) era difícilmente superables; se habían creado miles de escuelas y unas excelentes universidades, tanto para títulos propiamente universitarios como para la formación profesional (universidades laborales); el Estado había facilitado una vivienda digna a más de cuatro millones de familias, que de no haber sido así en la mayoría de los casos habrían continuado viviendo en condiciones infrahumanas; se había dotado a la nación de infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, aeropuertos, puertos, embalses, regadíos, etc) absolutamente modélicas; se habían prácticamente erradicado enfermedades (tuberculosis, viruela, polio, etc) que durante siglos habían matado a los españoles en la flor de su vida, entre otros muchos avances espectaculares. Por si eso fuera poco, los españoles habían recuperado su orgullo, sus deseos de vivir y el optimismo ante el futuro. Vivian en entornos en que no se tenían que preocupar por el crimen y la inseguridad, tenían un claro esquema de derechos y obligaciones, que una justicia eficaz se ocupaba de hacer cumplir, y disfrutaban de todas las libertades que –realmente- se necesitan para vivir pacíficamente sin ser un delincuente, excepto, claro está, libertad para actuar en pos de la destrucción o el debilitamiento de España (partidos políticos, huelgas, etc), o para mentir, calumniar y difamar impunemente desde los medios de comunicación, o para destruir la Vida y la Familia (aborto, divorcio, eutanasia, etc), y todo ello con un Estado minúsculo, que no les desvalijaba a base de impuestos para mantener sus gastos inútiles ni para llenar los bolsillos de los cargos públicos y que solo pensaba en el bienestar de los ciudadanos.
¿Quién fue el autor de esa increíble transformación? ¿Los canallas que huyeron de España al terminar la guerra, con los bolsillos bien llenos del producto de su pillaje (recuerden el “Vita”) y se instalaron cómodamente en Mexico donde montaron un ridículo “Gobierno de la República en el Exilio” para seguir “chupando del bote”? ¿Los aproximadamente 10.000 guerrilleros comunistas conocidos como ‘maquis’, pagados con dinero de Moscú, que hasta finales de los años 40 se dedicaron a saquear lo poco que tenían los paisanos de las zonas en las que operaban y a asesinar guardias civiles (unos 250)? ¿Los burgueses y aristócratas a los que Franco salvó la vida y la hacienda y que se dedicaron a organizar patéticos intentos de conspiración “de la señorita Pepis” alrededor del ínclito D. Juan en Estoril, en Lausana o en cualquier restaurante de postín en Madrid mientras vivían confortablemente gracias a la paz y la seguridad que había traído Franco y se enriquecían gracias al progreso económico impulsado por el Generalísimo? ¿Los socialistas, socialdemócratas y liberales de pacotilla que se dedicaban a firmar descacharrantes manifiestos mientras cobraban del Estado franquista en las universidades que había creado Franco, donde habían estudiado con las becas que otorgó Franco, muchos de ellos hijos y nietos de analfabetos pobres de solemnidad que ni en el mejor de sus sueños habrían imaginado a sus hijos en la posición que habían alcanzado gracias a Franco? ¿Los pseudo-intelectuales pagados por los enemigos de España que se dedicaban a calumniar y a intoxicar con estúpidos libelos? ¿Los cuatro comunistas recalcitrantes que se empeñaron (y finalmente lo consiguieron) en volver a traer a España los perniciosos sindicatos de clase?.
Evidentemente NO, ninguno de ellos hizo nada en beneficio de los españoles, bien al contrario. La gran transformación la consiguió el pueblo español, la gente común, millones de personas anónimas sin más aspiración que progresar honestamente -ellos, su familia y sus pueblos-, a base de trabajo, abnegación y sacrificio y haciendo un asombroso y modélico ejercicio de reconciliación y de perdón, olvidando el pasado para mirar solo al futuro y pensando, sobre todo, en el bien de España. Y el pueblo español fue capaz de conseguir ese milagro gracias a que una persona, el general Franco, fundó y lideró con ideas claras y con mano firme un nuevo Estado, nacido del 18 de julio, de una eficacia, una honradez y una altura moral nunca antes conocida. Solo gracias al ejemplo, la clarividencia, la vocación de servicio y la dedicación de por vida, hasta su último aliento, del general Franco se consiguió unir al pueblo español en el virtuoso objetivo de transformar España y crear las condiciones para que el esfuerzo de los españoles diera los frutos deseados. Y lo consiguieron, ¡vaya si lo consiguieron!.
Podrán intentar engañarnos e intoxicarnos con mentiras repetidas incansablemente hasta que toman apariencia de verdad, podrán aprobar leyes totalitarias para tergiversar la historia a su conveniencia, pero la verdad es solo una: España es lo que hoy es gracias a Franco y a todos los que entre julio de 1936 y noviembre de 1975 se dedicaron en cuerpo y alma primero a reconstruir física, económica y moralmente una nación destruida y a continuación a poner a esa nación entre las primeras del mundo. Y eso a pesar de la labor permanente de destrucción de esa magna obra iniciada en 1978 y que hoy continúa con todo vigor.
Ante la evidencia de los hechos, lo verdaderamente complicado es no ser franquista; hay que ser muy necio, muy ignorante, muy fanático o muy malvado (o todo ello a la vez), y empeñarse con obstinación enfermiza en perseverar en el error, para no reconocer que Franco fue una persona y un gobernante excepcional acreedor de la gratitud eterna de todos los españoles de bien.