Los agujeros de la democracia, por Aquilino Duque

Aquilino Duque

El Manifiesto.com

Boletín Informativo F.N.F.F.

 

En los comienzos del régimen democrático en España, se celebró en La Rábida un congreso hispánico de zoólogos de vertebrados, al que fui invitado y en el que incluso llegué a leer una ponencia. Me figuro que se me invitó más por vertebrado que por zoólogo. El caso es que por aquellas fechas había hecho mi libro sobre Doñana y se me tenía poco menos que por especialista en el célebre y conflictivo Coto. A uno de los lados de la explanada de la universidad de verano ondeaban las banderas de los países hispanoamericanos que habían mandado delegados al congreso y en el centro, exenta, la bandera nacional. Una tarde, veo al pie del mástil un grupo de gente y noté que pasaba algo raro. Alguien había arriado la bandera española y la había sustituido por la bandera de la «patria andaluza». El profesor don José Antonio Valverde, con ayuda de un bedel, se disponía a reparar el entuerto entre expresiones de reprobación y desagrado.

Entonces se acercaron al grupo dos congresistas que venían como paseando y uno de ellos, del que sólo supe que era de Córdoba, le dijo a Valverde:

—Que conste, profesor, mi más enérgica protesta por lo que usted está haciendo.

Valverde se encaró con él y le dijo, señalando a la tarjeta de congresista que llevaba prendida en la solapa:

—Mira, muchacho. Ahí pone que tú eres de Córdoba y que yo sepa Córdoba está en España y La Rábida también, y si eres español, ésa es tu bandera.

La bandera volvió a subir, pero el mal nacido aquel no se quedó conforme y hubo varios tiras y aflojas. Yo estaba de simple mirón y aún me duele no haber terciado con la dialéctica de los puños. Tal vez así, con una escena violenta, hubiera evitado la bochornosa transacción a la que se llegó, que fue la de poner en el mismo mástil no dos, sino tres banderas, a saber, la española, la andaluza y la de Moguer de la Frontera. Ya imperaba, como puede comprenderse, el espíritu de chapuza que hizo posible el «Estado de las Autonomías». Como la única dialéctica que yo practico es la de la pluma, a ella recurrí y escribí un artículo, que salió en el diario Informaciones, en el que proponía que, para no ser menos que los vascos y los catalanes, que tenían nombre específico para su enseña regional, le pusiéramos los andaluces a la nuestra un nombre, que a mi juicio debía ser una palabra que tuviera a la vez abolengo árabe y llaneza popular: la palabra «aljofifa». El caso es que cada vez que veo la «aljofifa» siento la humillación aquella de La Rábida y me duelen en la boca del estómago los puñetazos que no le llegué a dar al miserable aquel.

DEMOCRATIZACIÓN DE TEJAS ABAJO

Si algo democratiza al que se cree algo es una humillación a tiempo. A mí me han humillado muchas veces en esta vida, pero sólo dos veces se lo atribuyo a la democracia. Una es la que acabo de referir; la otra, un atraco callejero en que dos desgraciados me asaltaron con nocturnidad y alevosía en una calle sevillana. No sé si tuve miedo; no era para tanto; sí sé que luego me sentí profundamente humillado y, por así decir, con pleno derecho a agachar la cabeza y entrar en el rebaño de la «ciudadanía». Del mismo modo que la Monarquía medieval armaba caballero a un hombre poniéndole el rey una espada en el hombro, la Democracia arma ciudadano al hombre poniéndole un delincuente una navaja en la barriga. Después de pasar por esa prueba, ya puede el españolito gritar a pleno pulmón Civis democraticus sum! Si la democracia tiene por objeto igualar a los hombres, tiene por fuerza que recurrir al despotismo de aquel monarca aragonés que antes que rey fue monje y cortar con la hoz las espigas que sobresalen del trigal. El monarca absoluto lo hace para que nadie esté a su altura; la democracia, para que nadie se crea que es más que nadie y no se note así la enanez congénita de los «padres de la patria».

Fue, sin embargo, con la democracia con la que nació el patriotismo; me refiero a la democracia nacida de aquel matrimonio tan mal avenido del Despotismo con la Ilustración. La lealtad personal al señor natural fue sustituida por la lealtad a la nación, hasta que la nación, organizada en Estado, llegó a ser tan despótica como el monarca absoluto. El Estado-Nación quiso serlo todo y estar en todo, burocratizando a la sociedad, y así se llegó en nuestra época al Estado totalitario en sus dos versiones: la nacional-socialista y la internacional-socialista.

Es lógico que la democracia liberal tema el retorno de esos socialismos de tan triste memoria y que para ello recurra no sólo al igualitarismo a ultranza, sino a la desnacionalización de la «ciudadanía». La democracia ve un peligro en que el ciudadano se sienta patriota, es decir, orgulloso de la nación a la que pertenece, y pone todos los medios para que se avergüence de ella. Al concepto de patria opone el de humanidad, pero todos sabemos que «humanidad» es una abstracción que suele encubrir —como el de «patria» a veces, por otra parte— intereses in-confesables. En Francia, durante muchos años, L’Humanité fue el órgano de una Internacional, la III. Hoy, en cambio, «Humanidad» es la piel de cordero de las empresas multinacionales, a cuyos intereses los gobiernos democráticos de los respectivos países sacrifican los intereses de los pescadores franceses o de los agricultores españoles.

Ese miedo que la democracia siente hacia los totalitarismos lo siente también ante los regímenes autoritarios, como el que tuvimos en España, en el que el Estado, que era mucho, no lo era todo y dejaba bastante libertad a la sociedad civil. Tanto es así que muchos de sus más encarnizados enemigos reconocían que esa sociedad progresó, pero que lo hizo «a pesar del régimen». Uno de éstos, con quien hasta entonces mantuve una colaboración bastante intensa, escribió un artículo sobre las diferencias entre las transiciones rusa y española en el que, entre otras cosas, decía que en España había por lo menos un tejido empresarial que se desarrolló «a pesar del régimen de Franco» y que «al cabo de los dos años de su muerte ni una sola de las instituciones creadas por Franco subsistía». Yo le comenté: «Hombre, yo pienso que subsistía y subsiste gracias a Dios una por lo menos: la Monarquía en la persona del monarca felizmente reinante. Si ese tropo de la «legitimidad dinástica» tuviera algún fundamento, hoy no reinaría quien reina, sino su señor padre a quien Dios dé larga vida. Demos, pues, al Rey lo que es del Rey y al Caudillo lo que es del Caudillo, y si decimos que el tejido empresarial se desarrolló a pesar del régimen de Franco, también habrá que decir, con muchísimo más fundamento, que don Juan Carlos es rey a pesar de la corte de Estoril».

La verdad es que me quedé corto, pues no fue sólo la Monarquía lo que sobrevivió a Franco, sino la paga extraordinaria del 18 de julio y toda la legislación e instituciones resultantes del desarrollo del Fuero del Trabajo, es decir, todas esas «conquistas sociales» de la clase obrera que se veía obligada a recortarle una socialdemocracia que estaba vendiendo el país a las multinacionales.

NACIONALIZAR EL ESTADO

Justamente para luchar contra esos recortes hicieron los sindicatos la huelga general de enero del 94, y un periodista enemigo de la huelga dijo que esto pasaba porque en la «transición» no había habido ruptura. Este ciudadano criticaba una vez por radio a la Seguridad Social como fruto de la «megalomanía» del «régimen anterior», así que ya sabemos cuál era otra de las instituciones —además de la Monarquía— que según él había que haber roto al morir Franco.

Este menosprecio de las conquistas sociales de la era de Franco, inviables en la era de las multinacionales, va acompañado de un menosprecio del patriotismo, ya que para que aquellas «conquistas sociales» se pudieran mantener, habría que renacionalizar el Estado. Eso es pedir peras al olmo. Otro periodista de la situación podía escribir: «Yo, que nací español y espero morir europeo…» y yo, que me tengo por europeo y por español desde que nací, al evocar un hecho histórico a partir del cual ser español fue ser una de las cosas más serias que cabía ser en el mundo, provoqué entre mis críticos perplejidad e incluso admiración. El que haya españoles que se admiren de que quede aún un español que se atreva a dar una voz que debería estar en los labios de todos los españoles, es a mí a quien deja perplejo. En tiempos de la II República, decir «¡Viva España!» podía ser constitutivo de delito; hoy lo es todo, desde una imprudencia temeraria hasta una provocación de mal gusto.

Alguna vez he dicho que la corrupción es el lubricante de la política y que la equivocación de la democracia es usarla como combustible. El 6 de febrero de 1994 se conmemoraban los disturbios parisinos de 1934, cuando al descrédito de la III República contribuyó en no escasa medida el agujero de 500 millones del Crédito Municipal de Bayona: el célebre affaire Stavisky. Esos agujeros volverían a ser, al cabo de los años, moneda corriente en las democracias, y a ellos deben de referirse los que piden que los males de la democracia se curen «profundizando en la democracia».

Cuando a fuerza de profundizar, la democracia amenaza con precipitarse por esos insondables agujeros, los conservadores de las perforaciones que, como todos los conservado-res, se aferran al presente, abominan del pasado y temen al porvenir, denuncian el peligrosísimo retorno de creencias graves, a saber, como es-cribe Pascal Garcin en Le Journal de Genéve: «Seguridad, antiparlamentarismo, xenofobia (o sea racismo), nacionalismo, defensa de los valores tradicionales, etc.». Que en ese totum revolutum se meta a la seguridad y a los valores tradicionales como creencias «paralizantes y retrógradas» dice mucho de la clase de sociedad agujereada que tanto interés tienen en conservar los fabricantes de agujeros. 

 


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