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Eduardo García Serrano
La mujer es la evidencia de la existencia de Dios, su finalidad es impedir que el tiempo se desvanezca en la nada. La mujer es el vínculo entre lo que fue y lo que será, es la permanencia entre un parto de sangre y una tumba de polvo. La mujer es el código de la vida. Sólo ella es capaz de mudar la razón en éxtasis y el verbo en ritmo, en pulso, en temperatura. Con ella, todo. Sin ella, el vacío.
Ella transforma el caos en estabilidad, orden, forma, norma y ley. Es la femineidad quintaesenciada, su risa es la vibración del cristal veneciano y sus lágrimas el dolor a bocajarro, que desnuda la culpa y mancha al hombre que, perdido de la leche materna, ensucia a la mujer con los ojos y las manos, con las palabras y con sus silencios.
Un hombre se hace con las mujeres. Ellas lo forman, por ellas se descubre al hombre. Las mujeres que pasan por cada hombre no le quitan nada, todo se lo dan, hasta le preparan para encontrar un día a la mujer, a esa mujer que entra en tu vida y al final no sabes si la tienes o la sueñas.
Las mujeres y sus hombres del Ocho de Marzo son la perversión y la negación de la vida y de sus fluidos, son la apoteosis de la barbarie y de la imbecilidad que niegan hasta las leyes de la biología y la naturaleza de la Creación. En el salvajismo de su protesta y en el berrido de sus propuestas sólo habitan la mujer masculinizada y el hombre feminizado. O sea, la esquizofrenia y el delirio.