En el aniversario del asesinato del político español, ministro de Hacienda con Primo de Rivera y tiroteado por la Guardia de Asalto en un atentado que desencadenó la Guerra Civil española, su nieto recuerda su memoria y su legado: «El perdón es sagrado en nuestra familia»
Pablo Campos Calvo-Sotelo, el nieto de José Calvo Sotelo, ministro de Hacienda durante la Dictadura de Primo de Rivera, no habla de memoria o de justicia. Sí habla de perdón y de rigor histórico. Acude a la redacción de El Debate el 13 de julio, el día que se cumplen 87 años desde que a su abuelo lo secuestraran, lo metieran en un coche y le descerrajaran dos tiros, para proceder a tirarlo después en el murete del madrileño cementerio de la Almudena.
Nadie pudo acudir a su entierro. No hay placas, ni medallas, ni calles, más allá de un monumento en la Plaza de Castilla que reza: «España a Calvo Sotelo». «¿Cómo conviven memoria y perdón? Es sencillo: es un don. Ese es el legado de mi abuelo». De él quedan frases memorables recogidas en las actas del Congreso, como cuando citó a un santo un par de semanas antes de que le arrebataran la vida: «Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: ‘Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis’». Ese compromiso ético y ese amor a España y a los españoles es el mayor legado de un político a menudo menospreciado, pero nunca del todo olvidado.
–Formó parte de la secretaría personal de Antonio Maura, fue gobernador civil de Valencia, director del Banco Central y luego ministro de Hacienda con Primo de Rivera, se exilió en Portugal y volvió para ser diputado. Pero ¿cómo definiría usted a su abuelo
–Como un hombre bondadoso, en la definición poliédrica de bondad. Yo no le conocí, pero sí su legado, especialmente a través de mi madre, y también a través de su labor profesional y política, de entrega y amor a España, de generosidad, sacrificio y compromiso. Así era también en su vida personal y familiar: un hombre bondadoso, con el valor inteligente que tiene asociada la bondad.
–En un momento en el que se vuelve necesario reivindicar y defender la verdad, hay quienes, como José Calvo Sotelo, pagaron con su vida el enarbolarla.
–Así es. Pero su memoria trasciende lo público: es una figura evidentemente reconocida por su actividad pública, que le llevó a la muerte, pero el valor de su memoria trasciende ideologías políticas, trasciende su vida, su trágica muerte e incluso su legado. Es un paradigma de entrega, una lección humana de generosidad inteligente, de la verdad llevada a la praxis, de compromiso moral. Nuestro abuelo ejerció la verdad, en el profundo sentido ético, y hasta estético que conlleva. Demostraba su amor a España sin dar lecciones, simplemente con sus hechos: es la pedagogía de lo ejemplar. Nunca sentó a sus hijos y les aleccionó sobre el amor a España o el futuro del país: ellos simplemente le veían actuar, servir, trabajar, en una lección discreta pero constante. Y eso de alguna manera impregnó a sus hijos, que eran todos adolescentes cuando murió.
–¿Cómo dio ese legado el salto a la siguiente generación, a la suya, que ya no le conoció?
–Ese mágico legado nos llegó a través de los testimonios, sobre todo de mi madre, que además también escribía mucho, y de sus tres hermanos: mi tía Conchita, mi tío Luis Emilio y mi tío Pepe. En un evento de la Real Academia de Doctores, a la que tengo la suerte de pertenecer, citaban a Aristóteles: «Un Estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas leyes». Ese era mi abuelo, un hombre bueno.
Nunca aleccionó a sus hijos sobre el amor a España o el futuro del país: simplemente le veían actuar, servir y trabajar
–Cuando se unió a Primo de Rivera, dijo: «Yo soy democrático, estoy convencido de esto. Pero también estoy convencido de que el bien común, el bien de los ciudadanos, es lo primero». ¿La convivencia social estuvo siempre en el centro de su preocupación política?
–Efectivamente. Él pertenecía a una línea de pensamiento más vinculada a lo que entendemos por conservadurismo. Pero la obra que llevó a cabo, como escribe en uno de sus textos, Mis servicios a España, trasciende la ideología política. Con Primo de Rivera fue ministro de Hacienda: creó el monopolio de petróleo Campsa, el Banco de Crédito Local para financiar ayuntamientos (luego sería presidente del Banco Central) y, sobre todo, y hablando estrictamente de su dimensión política, hay algo que mucha gente no sabe, y es que trabajó esforzadamente por la sensibilización social, luchando contra el caciquismo y la desigualdad. Le llamaban el «ministro bolchevique» porque era muy avanzado, muy progresista, muy «de izquierdas», cuando lo que había detrás era simplemente un compromiso moral con la ciudadanía, con su querida España.
–También de esa época es muy importante el Estatuto municipal, que sentaría las bases de las autonomías.
–Quiso democratizar la vida local. Hasta hoy esto es reconocido por cualquier jurista. Cambió la forma en la que funcionan los ayuntamientos. Además, rebajó el voto a los 23 años de edad, concedió el voto a las mujeres emancipadas y cabezas de familia, y siempre se lamentó, según decían sus escritos, de no haber conseguido todo lo que hubiera deseado en materia de derechos de las mujeres. Ese es el verdadero progresismo.
–Ese «progresismo» era en realidad el que defendía y defiende la Iglesia, siempre al lado del necesitado, exigiendo igualdad y justicia… Lo mismo que hizo su abuelo con la reforma fiscal, que también anticipó el sistema tributario progresivo. ¿Entroncaba su sentido de la justicia social con el catolicismo?
–Siempre se declaró una persona católica, creyente, y así lo transmitió. Mi abuela Enriqueta también lo era. De ahí viene toda una perspectiva que bebe de la religión católica. Nos transmitieron sus valores, pero descargados de todo componente ideológica, político. Mi abuelo era una persona muy creyente que ejercía esa bondad en la praxis, a través de su conocimiento, de su formación, de su inteligencia generosa y afectiva en la labor que le tocó desempeñar, que no fue nada fácil. Cuando estuvo en el exilio, en el año 31 escribía: «Si en el Parlamento español llegan a dominar los elementos extremistas, surgirán días trágicos para España. Los exclusivismos en política conducen siempre a las hecatombes». Lo dijo cinco años antes del desastre que rompió España por la mitad, y 90 años después, sigue estando desgraciadamente vigente. Los extremismos, las mentalidades opacas, la falta de flexibilidad, la falta de generosidad… eso rompe España, y va más allá de la ideología. Ahora, la clase política ha olvidado, casi en su totalidad, ese espíritu de servicio. El fin no es el poder, sino el servicio: ganar las elecciones es un medio para conseguir el fin mayor, que es trabajar por el bien común.
–Él quiso evitar siempre la guerra civil. En 1933 escribía: «El reguero es ceniza, desilusiones, estertores, miseria. Más encono en las pasiones, más pavor en los presentimientos, más dureza en el trato, más distancia entre las clases, más barbarie en la atmósfera… ¿Adónde vamos, adónde se nos lleva?».
–Le preocupaba la unidad. Además, era muy inteligente y tuvo una gran formación: se doctoró con veintipocos, fue abogado del Estado (primero de su promoción) y era un gran orador. No hay más que ver y leer las actas del Congreso: era mucho más elevado, intelectual y sofisticado que sus oponentes. Son famosas varias frases amenazantes que le dirigieron, a las que él contestaba con elegancia. Poco menos de un mes antes de ser asesinado, él le espetó a Casares Quiroga: «Más vale morir con honra que vivir con vilipendio». Y La Pasionaria le contestó: «Este hombre ha dicho su última palabra».
–¿Él veía peligrar su vida?
–Sí, desde que aceptó regresar a España desde el exilio. Tan es así que la noche del 13 de julio, cuando los guardias de asalto lo sacaron de su casa, le dijo a mi abuela: «No te preocupes, vengo en un rato… A no ser que estos señores me peguen cuatro tiros». Y efectivamente, nunca volvió. Cuando lo detuvieron, fue casi un secuestro y violentando su inmunidad parlamentaria, que él reclamó, aunque no sirvió de nada. Yo creo que él sabía que la situación en España era muy tensa, y que oponerse al Frente Popular conllevaba riesgos.
La noche del 13 de julio, cuando los guardias de asalto lo sacaron de su casa, le dijo a mi abuela: «No te preocupes, vengo en un rato… A no ser que estos señores me peguen cuatro tiros». Y nunca volvió
–Sin embargo, en el momento de su asesinato no tenía ningún cargo político, más allá de su acta de diputado. ¿Fue algo simbólico?
–Se ha hablado mucho de la conexión del asesinato de mi abuelo y el llamado Alzamiento nacional. ¿Sirvió, digamos, su muerte como último acto de compromiso ético con su bandera? Quizá, porque se produjo un cambio de orden. Pero no fue querido por él, que no solamente fue asesinado, sino que en vida fue absolutamente contrario a cualquier tipo de violencia. No sé si su asesinato sirvió para algo, lo que sé es que a nosotros nos tocó perderle. Nos truncó y machacó la vida. Ese día a mi familia le reventaron la vida en el cráneo de mi abuelo.
–Es algo imposible de olvidar.
–Al margen de las consecuencias que pueda tener, dígale usted a a su viuda o a cuatro adolescentes aterrorizados que tuvieron que salir huyendo que su asesinato tenía un sentido superior. A veces lo comentamos en la familia y todavía, dos generaciones después, sigue habiendo pena y dolor. Pero mi abuela siempre fue discreta: esa noche la sacaron de la cama, se llevaron a su marido a rastras y sin vestir, y nunca le volvió a ver. Tuvo que huir con cuatro niños porque España era un polvorín y no sabía si iban a volver para matarlos a ellos.
–¿Cómo conviven la memoria y el perdón?
–El perdón es sagrado en nuestra familia. Nadie, ninguno nos lo proponemos: ocurre naturalmente. Es sencillo: es un don. Yo creo que es el generoso legado, misterioso y mágico, que nos dejó nuestro abuelo. Nadie nos ha formado para combinar memoria y perdón, simplemente lo hemos visto, lo hemos heredado. No hay ningún mérito nuestro. Pero es verdad que mi madre se ha encargado de que recordemos, de contarnos lo que sucedió y cómo sucedió. Cuando encontraron el cuerpo de Calvo Sotelo en el cementerio, mi abuela les dijo: «Nos han quitado a vuestro padre, niños míos, y nos han destrozado la vida. Pero nosotros somos cristianos y vamos a perdonar como Cristo perdonó desde la cruz, y tenemos que imitarle para poder ir al cielo algún día, para reunirnos con vuestro padre para siempre y con Jesucristo nuestro Señor». Eso se nos ha enganchado como una grapa en el alma desde que éramos niños. En nuestro modestísimo nivel, nosotros debemos hacer lo mismo: ejercer la bondad frente al rencor. Este es el camino. Un camino de esperanza fundada (como decía Bloch, «Docta Spes») del que él estaría orgulloso
En nuestro modestísimo nivel, nosotros debemos hacer lo mismo: ejercer la bondad frente al rencor. Este es el camino
–¿No ayuda también que haya un reconocimiento público de una injusticia, incluso un mea culpa?
–No hemos sido educados así. Nunca, desde mi familia, se ha exigido nada, aunque tampoco nos habríamos negado si se hubiera dado el caso. Sí es cierto, en cambio, que durante años, sobre todo en años recientes, los acontecimientos que sucedían en España respecto a las visiones del pasado, este revisionismo injusto e ignorante sobre la figura de mi abuelo, nos ha hecho muchísimo daño. Una cosa es ser discreto y abnegado y seguir su legado de bondad extrema y otra cosa es no ser consciente de lo que pasa. No sólo les tocó vivir la noche del 13 de julio del 36, sino luego cosas muy dolorosas, en los años 80 y 90, y jamás levantaron la voz. Y hacerlo sería de alguna manera traicionar el legado de mis abuelos. Esto dejó escrito mi madre: «Amaba él tanto a España que bastaba vivir con él, verle, oírle, para que ese amor suyo tan hondo se nos fuera filtrando dentro del alma a nosotros. Yo bendigo a Dios por sentirlo vivo en mi corazón y creo que es la mejor herencia que nos dejó mi padre». Y en 2006, por el 70 aniversario de su muerte, dijo: «Descanse en paz José Calvo Sotelo, se lo ha ganado a pulso. En herencia. Nos ha dejado a sus hijos el dolor incurable de su ausencia y un nombre limpio y glorioso. Bendita sea su memoria; en la nuestra perdurará largamente su recuerdo y se multiplicará después en la sangre de su numerosísima descendencia».
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