Pío Moa
Uno de los tópicos más explotados contra el franquismo por los historiadores menudos, de izquierda o de derecha, es el del hambre de posguerra. Este asunto lo he tratado en el libro
Años de hierro, de modo alusivo en la novela
Sonaron gritos y golpes a la puerta, y en diversos artículos, y no está de más insistir, porque los antifranquistas de izquierda y derecha lo blanden como un as de bastos en su versión meramente propagandística de la historia.
Desde luego, en la posguerra española hubo hambre, no mucha si se compara con otros países europeos de la época, pero considerable. Por otra parte el término “posguerra” es demasiado amplio. España soportó en realidad dos, la de su propia guerra y la de la guerra mundial, cuando el trío Stalin-Truman-Attlee decidió imponernos un aislamiento con el propósito definido de fomentar la miseria y procurar de ese modo acabar con el régimen de Franco. Pues bien, en realidad hubo un año de mucha hambre, en particular el invierno de 1940-41, con un repunte en 1946; en el quinquenio intermedio el hambre fue disminuyendo hasta los niveles “normales” de la república. Podemos seguir esta evolución por las estadísticas directas de muertes por inanición junto con la sobremortalidad achacable a una desnutrición extendida, que he expuesto en Años de hierro. Y ahí nos encontramos con la sorpresa de que la mortalidad general recuperó muy pronto los niveles de la república, rebajándolos notablemente en 1946, pese a ser este un año de gran carestía debido al final de la guerra mundial y al comienzo de las maniobras de aislamiento del país.
¿A qué se debe esta paradoja? Creo que a dos causas: una notable mejora en la higiene pública y la atención médica por comparación con la república, y al racionamiento. Esta fue una medida de urgencia de efectos contradictorios, pues por una parte desalentaba la producción agraria, al imponerle precios demasiado bajos, pero por otra permitía que muchas personas sin recursos sobveviviesen. El racionamiento se terminó hacia 1953 (como en Inglaterra). A lo largo de la guerra mundial, y pese a las restricciones, en España mejoró la nutrición; y muchas cosas más, como he expuesto en otros artículos.
Pero la cuestión clave, casi siempre olvidada al tratar el tema, es la de las causas del hambre, que he expuesto en la citada obra. Como todo el mundo ha sabido siempre y M. Seidman ha redescubierto, un poco como el Mediteráneo, el bando nacional gestionó la economía mucho mejor que el Frente Popular, de modo que en el primero no hubo racionamiento ni desabastecimiento. En cambio, la gestión económica en la zona roja empeoró desde el principio hasta volverse totalmente caótica –excepto en lo referente al ejército– a causa de la revolución. Y así, el año 1938 fue el de mayor hambre en todo el siglo XX, y prácticamente todas sus víctimas se produjeron en la zona izquierdista. En Sonaron gritos… hay continuas referencias a tal situación en Cataluña.
Por tanto, el hambre de posguerra no pudo deberse a una mala gestión económica del franquismo, sino a otras razones. De hecho se anunció oficiosamente la desaparición del racionamiento, “esa señal infamante del período rojo, vestigio de socialización”. Era una previsión demasiado optimista. Enseguida surgió la necesidad de asimilar y rehacer la destrozada economía de la zona contraria recién conquistada: para entender la dificultad debemos recordar los grandes y prolongados esfuerzos que una potencia como Alemania occidental, en el apogeo de su riqueza, debió aplicar tuvo para reconducir la economía de la Alemania comunista. No era algo solucionable de la noche a la mañana, a pesar del optimismo inicial. Y para volver más arduo el objetivo, enseguida estalló la II Guerra Mundial, que disminuyó de inmediato el comercio y el abastecimiento exterior. Situación empeorada todavía por el semiboicot impuesto por Inglaterra y que limitaba hasta en un 50% abastecimientos tan necesarios como el petróleo o los fertilizantes. Y a esos dos factores, no a una mala gestión, obedecieron las penurias de aquellos años. Que fueron, no lo olvidemos, menores que en muchos países europeos y, en todo caso, el coste muy satisfactorio – y la población lo sentía así – de una bendita neutralidad que libró al país de los bombardeos, matanzas y deportaciones que sufría casi todo el resto de Europa.
Vistas las cosas en el contexto histórico de los inmensos obstáculos y sacrificios que imponía la época, los logros de aquella generación resultan realmente admirables. Baste compararlos con el apocamiento y dispersión de la generación actual, acostumbrada en gran medida a vivir del cuento (a endeudarse brutalmente) en un clima de pedestre hedonismo. No es de extrañar que ésta, tan floja, mire por encima del hombro a aquella, de cuyos esfuerzos y éxitos vive en cierto modo. Pues fue la generación de los años 40, que en parte he retratado en mi novela, la que rehízo el país y sentó las bases de su posterior prosperidad. No fueron “años perdidos” ni mucho menos, como pretende una propaganda de ínfimo nivel historiográfico (y moral):