José García Domínguez
Acaso intuyendo el rastro de la heterodoxia en un párrafo a cuenta del gregarismo manifiesto de los catalanes, don Percival Manglano ha dado en afear mi escepticismo antropológico, el que me impide creer en esa fantasía prometeica tan cara a algunos liberales llamada individuo. Sostenía yo en aquel escrito que los individuos no existen, que lo que existe es la gente, cosa bien distante y distinta, por lo común tan huérfana de épica como de lírica. Aunque sentenciar, por ejemplo, que en este mundo ya no proliferan la belleza o la bondad no significaría estar contra la belleza y contra la bondad; simplemente, se trataría de una triste constatación empírica. De modo análogo, descreer del individuo, esa ficción utópica por entero soberana, autónoma e independiente, no implica en absoluto repudiar sus atributos ideales; solo se trata de una muy desoladora observación fáctica.
Que me equivoco al no dar carta de naturaleza a la quimera en cuestión, enfatiza el señor Manglano en el título de su pieza crítica. Pero ahí quien yerra, me temo, es él. Porque el error, de serlo, no habría que atribuírmelo a mí sino a San Agustín de Hipona. Y es que, igual que la historia toda de la filosofía constituye una pequeña nota a pie de página en la obra de Platón, la gran querella política de la Modernidad está incluida por entero en una legendaria disputa teologal que se produjo hace mil seiscientos años, la que enfrentara al predicador Pelagio con San Agustín. Optimista crónico, Pelagio infiere del libro del Génesis que el hombre es libre para decidir por sí mismo, al haber sido creado a imagen y semejanza de Dios; en gozosa consecuencia, la soberana voluntad de ese ser ungido por la divinidad no conocería límites. De Marx a Von Mises y de Hayek a Lenin, la totalidad de los hijos putativos de la Ilustración, tanto los de la rama socialista como los de la liberal, no son más que simples epígonos secularizados de Pelagio.
Agustín, a diferencia de Pelagio, no era un miembro de la elite intelectual que apenas conociera al pueblo de oídas. En su calidad de cura y obispo, Agustín tuvo que tratar con la pobre gente a diario. El de Hipona accedió a la condición humana no por los libros, sino por la vida. Por eso sabía que los hombres, los reales, los de carne y hueso, son como niños, incapaces de gobernar sus apetitos y sus pasiones. Para el autor de las Confesiones, el hombre no es más que un pobre juguete en manos de fuerzas irracionales que no controla. En la psicología agustiniana la libertad es una mera ilusión. Y no se equivoca. Ése sería, por cierto, el significado último de un pecado, el original, imposible de redimir. De Montesquieu a Isaiah Berlin, y de Hobbes a John Gray, los apóstoles del liberalismo escéptico son descendientes en línea directa de San Agustín. ¿Quién representa, pues, la ortodoxia del liberalismo? La respuesta es simple: nadie. La ortodoxia, como el individuo, tampoco existe.