¿Qué fue de la educación?, por Honorio Feito

 
Honorio Feito 
 
 
 
   La crisis ha empañado la vida de los españoles. Se ha convertido en la excusa que justifica todo. Creo, no obstante, que la degradación paulatina viene de atrás, de la época de esplendor de la política del pelotazo. Hace unos días, un amigo, a través de Facebook, se lamentaba de la mala educación que, en general, mostraban los escolares y los padres de los escolares. Lo hacía con gran conocimiento de causa, pues es un profesional de la enseñanza. Se preguntaba, en concreto, “¿qué ha pasado con lo de ceder el asiento a los mayores, levantar los paraguas, esperar a que todos tengan comida en el plato para comenzar, dejar salir antes de entrar, dar las gracias o pedir por favor? No digamos ya –concluía- de poner los intermitentes…” 
 
   Sostengo la idea de que la mayor aportación que puede realizar un profesor es la educación, en general. Para un niño, que es un libro abierto, el profesor, al margen de ser la persona que enseña matemáticas, o lengua, o historia, es una figura de la que perciben también la manera de expresarse, la manera de comportarse y hasta la manera de beber un vaso de agua, por ejemplo. El profesor debe de mantener un vínculo permanente con los alumnos, ser su guía, su modelo. Y de esta responsabilidad debe ser consciente el profesor. De ahí que, tan importante, aunque no lo crean, como enseñar una materia en concreto, es enseñar la materia de la vida, la de saber qué lugar tenemos que ocupar para saber cómo debemos comportarnos. Y esta responsabilidad no es exclusiva de los profesionales de la enseñanza, sino que debe de empezar por la familia y continuar en el colegio. 
 
   La sociedad nuestra ha perdido las normas más elementales de convivencia. Reina una especie de “todo vale”, donde siempre pierden más los más débiles que son, generalmente, los niños. Un 28 por ciento de la masa laboral española está en el paro y los afortunados que trabajan, en muchos casos, se ven obligados a renunciar a algunos de sus derechos laborales para mantener el puesto de trabajo, por culpa de la tan cacareada crisis. Varias generaciones han perdido el sitio, porque cuando la crisis comience a remitir, la edad de estos jóvenes les habrá excluido de la vida laboral, se les habrá pasado la oportunidad y para ellos no vemos que se arbitren soluciones. Pero en los medios laborales, la situación es también incierta. Los malos modos, la presión y la exigencia son las reglas que marcan las relaciones, sin que los agentes sociales o los sindicatos, aporten soluciones. 
 
   Muchos de los que tienen un trabajo estable sienten como si alguien le estuviera perdonando la vida. En las grandes empresas, el deterioro de la vida laboral alcanza situaciones de auténtico ridículo y en muchas de las pequeñas, la necesidad de vencer los desafíos en el día a día, se descarga sobre los trabajadores como si cada uno de ellos, en su contrato laboral, se hubiera comprometido él solo a hacer solvente a la empresa. 
 
   El despiadado capitalismo se ha impuesto, y las empresas han ido despojándose de aquellos lazos –que algunos tachan de paternalistas- que unían los destinos de los empresarios y los trabajadores en una armonía común. Se ha roto el vínculo entre lo económico y lo social. Muchos trabajadores no son capaces de cambiar la situación económica de la empresa que les paga, pero muchos de los que los dirigen carecen de las más elementales normas morales para ocupar el cargo que ocupan y ejercerlo como lo ejercen. 
 
   La crisis que estamos soportando, que en mi opinión va más allá del asunto económico, tal vez sea la bisagra que nos lleve a nuevos conceptos, pero no puede se la excusa de nuestro abandono como seres humanos. No podemos depender del Estado para ser Nación. 
 
 
 

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